– Pero -preguntó Mahler- ¿cuántos muertos tenéis ahí?
– No sé. Cien. Por lo menos. ¿Vas a venir o qué?
El periodista miró el reloj: eran las 23:25.
– Sí, sí, voy para allá.
– Estupendo. ¿Traerás…?
– Sí, sí.
Se vistió, cogió la grabadora, el teléfono y la cámara digital que nunca se había decidido a devolver al periódico, por si acaso, y también un par de billetes de mil para Ludde. Luego, bajó las escaleras todo lo deprisa que se atrevió.
El corazón aún seguía acelerado cuando se apretujó en el interior de su Ford Fiesta, arrancó y se dirigió hacia el este. Al salir de la glorieta de Blackeberg telefoneó a Benke, le contó que sí, que lo había dejado, pero que acababa de recibir un soplo sobre un asunto en Danderyd y que iba a ver lo que había. Benke se alegró de su vuelta.
Las calles estaban vacías y Mahler aceleró hasta 120 después de cruzar la plaza de Islandstorget. El distrito oeste, Västerort, pasó volando delante de sus ojos y en algún punto a la altura del puente de Traneberg tuvo consciencia de sí mismo. Estaba más vivo de lo que había estado en un mes. Se sintió casi feliz.
Täby Kyrkby, 21:05
– Flora, cariño, tienes que apagar ya la tele. -Elvy apretó el dedo delante de la pantalla-. Esos gemidos me dan dolor de cabeza.
La muchacha asintió sin quitar los ojos de la pantalla.
– De acuerdo -dijo-. Espera a que guarde esto.
Elvy dejó el libro de Grimberg -de todos modos con la migraña que ya tenía no habría podido concentrarse en la lectura-, y se quedó mirando mientras Jill Valentine volvía a su cuarto seguro. Flora le había explicado de qué iba el videojuego y Elvy, a grandes rasgos, lo había entendido.
Había dos cosas que no comprendía: cómo podían crearse esos ambientes en los ordenadores, y cómo podía Flora controlar todo aquello. Sus dedos volaban sobre las teclas y textos, mapas y menús centelleantes en la pantalla, y se movían a tal velocidad que su abuela nunca entendía lo que pasaba.
Jill se movía a lo largo de un pasillo oscuro con la pistola en alto y el cuerpo en actitud de alerta. Flora apretaba los labios; llevaba los ojos tan maquillados que parecían dos elipses alargadas. La anciana recorrió con la mirada los brazos delgados y pálidos de su nieta, donde se apreciaban las marcas de viejos cortes, de heridas cicatrizadas. La cabeza, con el pelo rojo y alborotado, parecía demasiado grande para aquel cuerpo tan menudo. Durante un tiempo se lo había teñido de negro, pero desde hacía un año lo llevaba de su color natural.
– ¿Va bien? -le preguntó Elvy.
– Mm. He conseguido una cosa que necesitaba. Es sólo que debo… guardarla.
El mapa apareció y desapareció. Se abrió una puerta sobre un fondo oscuro y en el descansillo de la escalera estaba Jill. Flora se pasó la lengua por los labios y dirigió a Jill hacia las escaleras.
Margareta, la madre de Flora e hija de Elvy, seguro que se habría opuesto si hubiera sabido con qué tipo de juegos se entretenía su hija, y lo habría tachado de perjudicial para las dos, por diferentes motivos.
La consola Nintendo GameCube había llegado a casa de Elvy tres meses antes, tras un pacto. Después de que Flora se pasara pegada a la maquinita tres, cuatro y hasta cinco horas diarias durante medio año, sus padres le dieron un ultimátum: o vendía la consola o la dejaba en casa de la abuela, si ésta accedía a ello.
La abuela accedió. Estaba muy encariñada con su nieta, y viceversa. La chica venía dos o tres tardes a la semana para jugar y normalmente no lo hacía más que un par de horas. Solían tomar té, charlar, echar unas partidas al plump [3], y a veces Flora se quedaba a dormir allí.
– Uuuhh…
– ¡Mierdamierdamierda!
Elvy levantó la vista. Flora estaba encogida, tensa.
A la vuelta de una esquina había aparecido un zombi de paso inseguro, Jill levantó la pistola y tuvo tiempo de hacer un disparo antes de que él se lanzara sobre ella. El mando crujía en la mano de la jugadora mientras ella lo giraba tratando de evitarlo, pero la sangre fluyó en sacudidas rojas. Y poco después Jill yacía a los pies del monstruo.
YOU ARE DEAD.
– ¡Idiota! -Flora se dio un golpe en la frente-. ¡No! Se me olvidó quemarlo. ¡No!
La abuela se inclinó hacia delante en el sillón.
– ¿Has… perdido ahora?
– No. Ahora sé dónde está la cosa esa.
– Mmm.
Flora era una persona autodestructiva, a juicio del asistente social de su escuela. Elvy no sabía si ése era mejor o peor que el diagnóstico que le dieron a ella a la misma edad: histeria. No estaba bien visto ser una histérica en los años cincuenta, en pleno auge de la Casa del Pueblo y tras el triunfo en la lucha final. También Elvy se había cortado en los brazos y las piernas, movida por el sufrimiento interno y la presión exterior. El problema ni siquiera existía en aquel tiempo. Nadie tenía derecho a sentirse desgraciado en aquel entonces.
Desde que Flora era muy pequeña, Elvy había sentido una poderosa afinidad con aquella niña seria y soñadora, ya había adivinado que iba a pasarlo mal. Aquella sensibilidad, que era la maldición de ambas, se había saltado una generación, pues Margareta, quizá como reacción contra su atolondrada madre, había estudiado derecho y se había convertido en una mujer disciplinada, educada y triunfadora. Se había casado con Göran, otro estudiante de derecho con sus mismas cualidades.
– ¿A ti también te duele la cabeza? -preguntó Elvy al ver que Flora se apretaba la frente al tiempo que se echaba hacia adelante y apagaba el juego.
– Sí. Pero… -Flora apretaba el botón-. ¡Pero bueno! No puedo apagarlo.
– Entonces quita la tele.
Tampoco eso fue posible. El juego se puso en marcha solo, mostrando algunas escenas. Jill lanzaba descargas eléctricas a dos zombis, y otro fue alcanzado en el pasillo. Las detonaciones resonaron dentro de su cabeza y Elvy hizo una mueca. Y resultaba imposible bajar el volumen.
Cuando la muchacha intentó tirar del enchufe salieron chispas, y se echó hacia atrás entre gritos. Elvy se levantó del sillón.
– ¿Qué ha pasado, hija?
La joven tenía los ojos fijos en la mano con la que había tirado del enchufe.
– Me ha dado una descarga. No muy fuerte, pero… -Sacudió la mano como para enfriarla y señaló hacia la pantalla, donde Jill seguía electrocutando a los zombis.
– No. Así no -dijo, echándose a reír.
Elvy le tendió la mano, la ayudó a levantarse.
– Vamos a la cocina.
Todas las cuestiones eléctricas y mecánicas habían sido cosa de Tore. Cuando él enfermó de Alzheimer, Elvy se vio obligada a llamar a un electricista cuando se fundió un fusible. Nunca se había propuesto aprender porque, como pensaban que era incapaz, nunca le dejaron instruirse en esas cosas. Sin embargo, el electricista, desconocedor de su incapacidad, le había enseñado cómo se hacía y después pudo arreglárselas ella sola. Un televisor en rebeldía superaba con mucho sus conocimientos. Aquello tendría que esperar hasta el día siguiente.