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A mi tampoco me gustan los domingos, pero los peleo saliendo de casa. Si me quedo, termino hundido en un sillón duermo toda la tarde y cuando llega la noche, muerdo las paredes. Ves? Hoy podría haberte invitado a tomar algo. No digo al sol porque viste que frio hace, pero el frio también es lindo para estar mas cerca. Pensa que tarde hubieramos pasado juntos. Pensa y decime con sinceridad si tu domingo hubiera sido tan gris a mi lado. Seguro que no. Yo tambien te tengo fe.

Te intriga lo de Granuja, verdad? Asi me decían de chico. La historia es esta: mi familia tiene una bodega desde hace añares. Ya la vas a conocer algun dia. Esta en un lugar precioso, rodeada de viñedos. Tenia un hermano mayor que murio en un accidente hace trece años. Pasabamos alli el verano y fueron los tiempos mas felices de mi vida. Despues del accidente, mis padres quedaron muy mal y la familia se deshizo en poco tiempo. Como un soplido, asi de golpe se nos termino la alegria. Pero, vuelvo a lo del nombre. Sabes que es la granuja? Viste esas uvitas que se desgranan del radio? Eso es la granuja. Y de ahi viene la forma de llamar asi a los picaros, porque tiene que ver con esa costumbre de pasar por cualquier puesto donde venden uvas y pellizcar un racimo para robarse una al pasar. Yo lo hacia todo el tiempo, comia uvas robadas de los cajones cuando habia cosecha. Pero no cualquier uva. Elegia las mejores. Me volvi experto en detectar las mas dulces. Y un empleado me puso el nombrete. Asi me conocen mis amigos. Y esa es toda la historia, madame. En cuanto a mi nombre verdadero, contame primero vos de tu vida.

G.

VIII

Lucio era un hombre sin suerte. O, al menos, esa era la opinión que tenía de sí cuando repasaba su vida y no encontraba más que frustraciones. Alguna vez había intentado reflexionar acerca de su infancia para buscar algún hecho fundamental que pudiera ser la causa de tan mala estrella. Pero, cada vez, sin remedio, llegaba a un pozo donde los recuerdos se disolvían en un par de imágenes molestas: una tarde cualquiera, sentado junto a un ventanal armando un rompecabezas que no parecía difícil y una mano adulta que, apenas él se demoraba, surgía para encontrar la pieza faltante y colocarla con precisión en el hueco exacto. El juego continuaba tanto como la ansiedad por apurarse, terminar con aquello de cualquier manera, que la mano no se diera cuenta. Pero la mano volvía, una y otra vez, y él ya no estaba seguro de quién estaba jugando y se le iban las ganas y dejaba el rompecabezas incompleto.

A los dieciocho pidió dinero para instalar un quiosco con un amigo. Se lo negaron, pero le regalaron un auto nuevo. Lindo auto. Tenía que lavarlo cada domingo y llevar a dar una vuelta a los abuelos. Esas habían sido las condiciones. Y terminar el bachillerato. Pero no había caso, ninguna orientación parecía dar en el punto de su gusto. Había empezado por las ciencias y defendió su vocación de futuro médico hasta que un profesor de secundaria lo llevó a la morgue de la facultad. Fue un paseo de rutina, tan natural como ir al teatro para los que estudiaban literatura; pero él insistía con que había sido un filtro sádico para evitar la competencia. Se desmayó frente a la primera pileta donde flotaba, solitario, un cuerpo verdoso con una única pierna. Después, probó con la química y al año siguiente dijo que estaba harto de andar mezclando porquerías sin el menor sentido, que lo suyo era la ley. Tampoco entre los códigos funcionó. Tenía veinticinco años cuando plantó bandera, prometió que algún día terminaría aquello sólo por darle el gusto a los viejos, vendió el auto y puso el quiosco.

Cuando conoció a Mercedes, el quiosco se había transformado en un salón con venta de diarios, libros, regalos y una pequeña cafetería. Lo amplió con el dinero de la herencia de los viejos, que habían muerto sin la alegría de verlo convertido en profesional. Tenía tres empleados de confianza sin cuya eficiencia aquello no hubiera funcionado por más de una semana. Lucio se daba una vuelta un par de veces al día para controlar que todo estuviera en orden y volvía a la hora de cierre a levantar la recaudación. Con ese dinero y algún depósito de los padres, le sobraba para vivir cómodo y darse un gustito cada tanto. En eso consistía su vida y a nada más aspiraba, como si tuviera la cabeza aplastada contra un techo imaginario.

Lucio pertenecía a ese tipo de ser llamado “hombre bueno”. En una única cosa se destacaba: era excelente padrino. Tenía ahijados a los que hacía regalos costosos y llevaba a pasear a cuanto parque o espectáculo hubiera. Lo adoraban. El tío Lucio no entendía de sacramentos ni de promesas bautismales, pero cumplía con aquella responsabilidad afectiva como si fuera su misión en la Tierra. Su posición no podía ser mejor. Disfrutaba de las horas felices con los niños y después los regresaba con sus padres.

Mercedes, que venía de un matrimonio mal resuelto y del anhelo de un hijo buscado hasta el límite de la dignidad, confundió este cariño cómodo con un instinto paternal, y pensó que Lucio sería el mejor de los padres. ¡Cómo le costó cazar aquella presa! Lucio se le escabullía apenas el ambiente propiciaba cualquier intimidad. Ella forzaba los encuentros, le calculaba los horarios y se le aparecía en los momentos más inesperados con una desfachatez que dejaba en evidencia la torpeza de él para llevar adelante o evitar cualquier relación. Pero una noche, no tuvo más remedio que alcanzarla hasta la casa y, al despedirse, ella le dio un beso devastador. Por esa grieta abierta con la fuerza sísmica de un beso, Mercedes serpenteó hasta acomodársele en la parte más profunda del corazón. Tenía cuarenta años y los plazos de la maternidad venían apremiando. Se casaron en seguida, sin mucho tiempo para andar calculando las verdaderas razones que sustentaban su proyecto de familia.

Hacía de esto siete años. Ya no recordaban cuándo habían dejado de hablar del hijo y empezaban a preguntarse qué hacían durmiendo en la misma cama.

* * *

Mercedes retiró la funda y la dobló hasta convertirla en un pequeño rectángulo. La apoyó sobre una banqueta a los pies de la cama. Luego, tomó el acolchado y lo corrió desde la cabecera, cuidando que ningún extremo tocara el piso. Fue hasta su lado y abrió la sábana de modo tal que la punta formara un triángulo equilátero e hizo lo mismo del lado de Lucio. Levantó las almohadas y les dio unos golpes suaves para dejarlas bien mullidas, esperando. Le pareció que la sábana de abajo estaba arrugada, así que controló los cuatro alfileres de gancho con que la ajustaba y tensó los elásticos. Se separó de la cama para medir el efecto. “Bien”, pensó.

Lucio demoraba en subir y ella tomaba melatonina para apurar el sueño. Así evitaban el penoso trámite de decirse buenas noches, girar cada cual hacia su pared y dormir dándose la espalda. Pero esa noche, Mercedes propició el encuentro, y cuando él entró en el cuarto, a una hora en que ya la suponía dormida, la halló sentada en la cama, con un libro de autoayuda abierto en una página que no leía.

– ¿Todavía despierta? -se sorprendió.

– Tendrías que leerlo.

– Ajá…

– Te haría bien un masaje -se arrepintió de inmediato de lo que sonó más a invitación que a sugerencia.

– Y a ti, ¿te sirve? -preguntó Lucio con algo de ironía.

– No sé. Acabo de empezarlo. Hoy no tomé las pastillas. Voy a intentar con un método de relajación. Dice que hay que estirarse boca arriba, aflojar desde la punta del dedo gordo hasta la punta del pelo, de a poquito, sintiendo cada parte del cuerpo, girar la cabeza, flojita, así, que no te pese la piel… -percibió el peligro de la inminente sensualidad que traían sus palabras y se detuvo como si le hubiera sonado una alarma interior-. Hoy estuve con Diana.

– ¿Adonde fueron?

– A Las Horas.

– ¿Qué tal?

– Precioso, buen gusto, chiquito, poca luz. Lo ambientaron con escenas de la película.