Выбрать главу

Ahora estaba en su primer país, donde quedaba la memoria de la mitad de sus días. Había venido para enterrar a su hija porque sabía que tampoco en Lima iba a encontrar su lugar definitivo. Su lugar definitivo no existía. Podía estar ahí, en el Perú o en Arizona, o donde el viento la llevara en los próximos años. Quería que la hija echara raíces, que perteneciera a un suelo y pensó, en esa nebulosa irracional donde maduran las decisiones dolorosas, que no había lugar más adecuado que este donde, con el tiempo, terminaría mezclándose con las cenizas de sus abuelos.

De: Diaria

Para: Granuja

Enviado: jueves 24 de julio de 2003, 15:20

Asunto: ¿Alguna vez…

…jugó a la rayuela? Hoy voy a regalarle algo que leí en un libro que se llama precisamente así, Rayuela. Seguro que lo ha leído. Yo lo empecé hace añares y lo dejé porque era raro, difícil de leer, nombraba pintores y músicos que no conocía y, al final, me aburrió. Volví a intentarlo varias veces, pero siempre era igual. Igual, no. Después de los veinte lo intenté de otra forma, saltándome algunos capítulos que me parecían pesados. Ahí empecé a encontrar señales de que era un gran libro, un libro fuera de lo común. Y ahora, recién ahora he podido terminarlo. No crea que lo leí palabra por palabra. Ningún libro se lee de punta a punta. No hay que preocuparse por eso.

El caso es que Rayuela es como un armario en el que hay guardadas seis, siete, nueve prendas finísimas, de la mejor calidad. Y entreveradas con esas telas delicadas también hay prendas más rústicas, trapos, incluso algún pañuelo. Lo bueno salta a la vista apenas uno abre la puerta. No requiere explicación. Pero imagine que un día usted está resfriado. Le aseguro que lo único que importará será ese pañuelito insignificante. Así es Rayuela. Todo el mundo puede encontrar allí lo que busca.

No puedo seguir escribiendo. En un rato le mando lo prometido. Besos mil.

Diana

XII

Diana dedicó los días previos al sábado a ajustar las tuercas necesarias para lograr el milagro en las pocas horas que duraría la reunión. Lo hacía estimulada por el deseo de ver a su hermana contenta y lo hacía, también, por una necesidad de experimentar en otros lo que a ella le hubiera gustado sentir. Trataba de que Gabriela se distrajera de la oscuridad en que la dejaba sumida la espera del entierro y fue cuando entró en el cuarto de servicio y la vio sentada en la cama con la caja sobre la falda, que cayó en la cuenta de lo absurdo de sus intenciones. Gabriela levantó los ojos con cara de agotamiento.

– No puedo enterrarla por derechas, ni siquiera había pensado en eso -le dijo, pero la voz pareció salir de cualquier parte menos de su cuerpo-. Hay que presentar documentos que no existen; ni siquiera puedo explicar cómo la entré al país.

– ¿Y entonces?

– Plata, con plata todo se soluciona. Pero tengo que esperar quince días hasta que le toque el turno a un tipo que me atendió hoy. De lo más desagradable.

Diana encendió un cigarrillo, acercó un cenicero y se sentó en la cama sin retirar la colcha. Desvió los ojos hasta la cómoda donde Gabriela había puesto la cajita el primer día. Era una caja de acrílico opaco, que había preferido traer en su bolso de mano por miedo a que se extraviara durante el viaje. Se veía más pequeña que una de zapatos y Diana, al principio, había dado por hecho que contenía perfumes y maquillaje.

– ¿Y en el aeropuerto?

– Nada. Pasé como si nada. Tenía miedo de que me hicieran abrirla -se le cortó la voz-. No te conté la otra mitad de la historia. Supuse que no pasaría los controles de rayos, me desesperé, pensé mil cosas hasta que mi amigo, el de las flores amarillas, pobre, me dio la solución. La hicimos cremar. Es de locos, ¿no?

– Es de locos.

Gabriela abrió la boca como para dar una explicación, pero su hermana la detuvo con un gesto rápido de las manos.

– No quiero saber los detalles, Gabriela. No me cuentes más, por favor.

Por un instante quedó flotando entre ambas el hálito funesto de la muerte. Diana buscó cualquier cosa a la que aferrarse para espantar la conciencia aciaga de lo ineludible.

– Hay que ponerle un portarretratos -dijo por decir algo, pero pudo haber sido “tengo hambre” o “acaba de caer una estrella en el jardín”. Daba igual, mientras las rescatara de la melancolía inútil hacia la que se deslizaban.

– ¿Qué?

Diana tomó la foto que estaba bajo el vidrio de la mesita de luz. Tenía los bordes amarillos y una mancha de humedad. Sonrió con ternura. Las dos hermanas hacía treinta años, durante algún domingo en el parque. Sí, había sido un domingo, podía recordarlo bien porque su madre lloró mucho aquella tarde y el padre decidió llevarlas a pasear aunque hacía frío y ellas hubieran preferido quedarse a consolarla. ¡Claro! Todo estaba allí, en algún rincón de la memoria, apisonado por lo nuevo, pero bastaba con rascar apenas la superficie para que empezaran a brotar, como yuyos malqueridos, los instantes crepusculares sobre los que también se construye la vida.

– Fue un día triste -completó Diana como conclusión de un diálogo que sólo existió en su interior.

Gabriela no tuvo que mirar la foto. La había visto apenas llegó y de buena gana la hubiera mandado a la basura, junto con otros recuerdos que pesaban demasiado.

– Las fotos en blanco y negro no tendrían que existir -dijo.

– A mí me gustan.

– Las fotos en blanco y negro mienten.

Diana entendió que la conversación iba más allá de una vieja foto. Conocía la mirada de su hermana cuando revoleaba los ojos hacia un punto cualquiera donde parecían concentrarse las verdades del universo. Entonces se volvía enigmática, pero también triste, y decía incoherencias de sonámbula flotando en una pesadilla.

– Son un asco.

Diana esperaba que saliera del trance. Nunca tomaba mucho tiempo, apenas unos segundos y era la de siempre, con la chispa encantadora que hacía que todos la adoraran. Regresaba del mal sueño con el espíritu renovado y ni siquiera parecía saber desde qué abismos había vuelto. Pero esta vez el arco de los labios se tensó y las pupilas se diluyeron en una distancia insondable, mucho más allá de las paredes de la habitación.

– Son un asco -repitió-. Todo es un asco. Papá era un asco. Ella también. Ella también era un asco.

Estaba excitada. Apretaba la cajita entre los brazos y se movía en un balanceo cadencioso, adelante y atrás, adelante y atrás. Repetía lo de la foto, el asco, él, ella, todo se había convertido de golpe en una masa asquerosa dentro de la cual Gabriela se mecía con lánguida resignación. Diana le tocó el hombro y la sobresaltó. Se miraron incrédulas, dejaron en evidencia la distancia enorme desde la cual habían transcurrido sus vidas, lo poco que se conocían.

– Tranquila, Gaby, estás conmigo.

– ¿Y vos quién sos? -dijo Gabriela mientras sentía crecer el temblor del llanto.

– ¿Qué decís, Gaby?

– ¿Qué sabrás vos? Vos no sabés nada.

– Gaby…

– Ella estaba muy mal, quiso matarse.

– ¿Qué dijiste?

– Quiso matarse. Yo los oí discutiendo y me acerqué. Él le decía que no entendía, que le daba todo, que vivía como una reina, que nosotras, que la salud, pero ella decía que no era feliz. Discutían por eso y ella quiso cortarse con unas tijeras. Cerré los ojos, no quería mirar. Los oía forcejear y yo rezaba o hablaba sola. No sé más. Pero empecé a meterme debajo de su cama cuando se dormían. Volvía todas las noches… Tenía miedo. Y después sentí culpa, pero de esto me di cuenta hace poco. Iba a la escuela con terror de volver a casa y encontrarla muerta.