– Gaby, ¿cuándo pasó eso?
– La madrugada de ese domingo… Yo me quería morir…
– Pero, nena…
– Mamá se entregó.
– Estaba enferma. No es que se hiciera la loca; era depresión.
– Papá tampoco ayudó. Nadie ayudó.
– Cada uno hizo lo que pudo, Gaby, papá la adoraba, vos sabés. Ella también lo quería.
– Y entonces, ¡mierda!, ¿por qué no fueron felices?
Gabriela tenía la piel erizada y los huecos de la nariz dilatados como un animal alerta. Daba miedo verla. Parecía que en cualquier momento podría saltar hecha una fiera o proferir el más desgarrador de los gritos. Pero no fue así. El llanto histérico, descontrolado, fue lavando la tensión y la sumió en un sopor cansino, tendida en la cama en medio de un mar de pelos revueltos. Sólo entonces Diana se animó a acariciarla y ella se dejó, como pidiendo.
– Ya pasa, Gaby, ya pasa.
Gabriela durmió toda la tarde y Diana aprovechó para confirmar que Bruno hubiera aceptado. Llamó a Mercedes a la oficina justo cuando acababa una pelotera infernal con su jefa.
– ¡Hola! -le ladró.
– ¿Mercedes?
– ¡¿Quién habla?! -la voz sonaba imperativa y evidenciaba el peor de los humores del otro lado de la línea.
– Merce, soy yo. ¿Querés que te llame en otro momento?
Fue como echar agua fría en una olla hirviendo. De inmediato se apaciguaron los ánimos y Mercedes recuperó los buenos modos, aunque todavía sentía la sangre pulsándole en la sien.
– Disculpame, es esta vieja que me enloquece. ¡Y decían que iba a ser mejor una mujer! ¡Qué va! Mujer contra mujer es una riña de gallos, qué digo, de serpientes, ¡cobras! Al otro, por lo menos podía mostrarle las piernas.
– ¡Shhh! Que te van a oír.
Mercedes levantó la voz a sabiendas de que no había nadie cerca y de que la jefa ya estaría apoltronada en su escritorio dos pisos más arriba.
– ¡Que me oigan! Que me echen de una vez, así terminamos con este martirio. ¡Vieja perversa! Que me vengan a hablar de feminismo, de solidaridad de género. ¡Ja! Si nos sacamos los ojos entre nosotras, y si no, probá hacer un trámite cualquiera y que te atienda una mujer. Después me contás cómo te va. Si sos fea, porque sos fea; si sos linda, porque sos linda.
– No exageres.
– Vos porque sos muy tiernita, nena.
– Como si fueras una vieja.
– Vieja, no; vieja, no, pero ya fui y vine varias veces. Y no pienso aguantar a esta víbora. Decime, ni te pregunté cómo estabas.
– Bien.
– Siempre estás bien, ¿eh? -y completó con una ironía afectuosa-, vos sí que tenés la felicidad atada.
Diana hizo como que no había entendido y fue a lo suyo.
– Te llamo por lo del sábado. ¿Arreglaste con Lucio?
– No hay problema. Tiene el cumpleaños de un ahijado…
– Algo me habías comentado, sí.
– No me preguntes de cuál, para mí son todos iguales. Pero dice que va más temprano a llevarle un regalo y después cena con nosotros. Seguro que se siente culpable por la escenita de las otras noches.
– Pero se salió con la de él. Miralo a Lucio, tan mansito que parece.
– Con tal de no verle la cara de culo, a esta altura le digo que sí a todo.
– Decime, mujer complaciente, ¿sabés si habló con Bruno?
– ¡Ay! ¡Cómo no te conté! -volvió al estrés del primer momento-. Es que estoy loca, ¿no ves? Esta vieja va a volverme loca.
– ¿Qué pasó?
– Habló. Y no sabés lo que fue.
– ¿Escuchaste?
– ¡Qué te parece!
– ¡Sos de lo peor!
Mercedes se rió con ganas.
– Pero te morís por saber, ¿no?
– Dale.
– El tipo lo llama a eso de las once…
– ¿Qué tipo?
– ¡Lucio! ¿Quién va a ser? Bueno, la cosa es que hablan de lo de siempre y yo esperando en el teléfono de arriba, sin respirar, a ver si lo invitaba de una vez.
– ¿Y?
– Y qué te cuento que corta y no le dice nada.
– ¿Cómo?
– Y yo sin poder decirle que había estado escuchando. ¡Imagínate! ¡Ay! ¿Por qué me habrá tocado este idiota?
– Vos lo elegiste.
– Si vas a agredirme, corto.
– Dale, contame.
– Y nada, que terminé llamándolo yo con cualquier excusa. Es amigo de Lucio, no mío, debe de haberle sonado raro.
– ¿Y?
– ¿Y? ¿Y? Que ya está, nena. Lo tenés ahí el sábado envuelto para regalo.
– ¿Lo convenciste?
– No menosprecies a tu amiga -fingió una voz empalagosa-. Yo convenzo a cualquier hombre de lo que quiero.
Diana le soltó una carcajada.
– No me dio nada de trabajo, un dulce. Ya vas a ver cuando lo conozcas. Bueno, ¿conforme?
– No sé cómo habrás hecho, ni quiero saber. ¿Me quedo tranquila, entonces?
– Dedícate a los canapés que al bombón lo llevo yo.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: jueves 24 de julio de 2003, 11:05
Asunto: “Sacás una idea de ahí…
un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parciaclass="underline" te quiero. Total generaclass="underline" te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general, sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al vesre.”
Y no se diga más.
Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: jueves, 24 de julio de 2003, 20:41
Asunto: uauuuuu!
Princesa, sin aire me dejaste. Estoy saliendo para una cena de trabajo, pero mas tarde te escribo. Esto merece una respuesta cortazariana. Un beso.
G.
XIII
Hay maneras ridículas de delatarse, pero ninguna tan tonta como la de hablar dormido. La noche en que Diana se enteró de que había una Victoria en la vida de su marido, fue por pura casualidad. Sólo entonces pudo anudar las piolas sueltas que Nando iba dejando, ocupado como estaba en estrenar sensaciones cada día. Fue tan brutal la certeza, que Diana no tuvo el valor para zamarrearlo hasta sacarlo de aquel sueño en el que, seguramente, retozaba con la otra, y gritarle en la cara que era un cretino. La despertó un movimiento brusco que arrastró las sábanas hacia el otro lado de la cama. Nando había quedado envuelto y parecía buscar una posición de total comodidad donde soñar a sus anchas. Ella metió sus pies en los de él y se quedó quieta, pero la noche estaba fresca y pensó que no lograría recuperar el sueño si no se tapaba. Giró con suavidad y estaba a punto de tirar de la sábana cuando lo oyó murmurar palabras incomprensibles. Le pareció divertido. Nando era tan formal en su vida diaria que daba gracia verlo hecho un gatito entreverado en el lío de sábanas. Pero, de a poco, lo fue ganando el desasosiego y las palabras parecían atropellársele en la boca. Fue en ese momento cuando dijo “Victoria”. Lo dijo dos veces con una claridad espeluznante y la pobre Diana necesitó un buen rato para entender que esa noche alguien sobraba en la cama.
El día después, el peor de los días, mantuvo una serena fortaleza durante los pocos instantes en que estuvieron juntos, pero apenas él se fue, corrió a revolverle cuanto bolsillo tenía para encontrar cualquier cosa que le justificara la angustia. Se sentía indigna metiendo la mano con desesperación hasta el fondo de las costuras, arañando telas, desmenuzando pelusas y rasgando algún papel olvidado que resultó ser una boleta de la tintorería. Por supuesto que no encontró nada. Esos detalles casi siempre se tienen en cuenta. Casi siempre. A veces se dejan, quizá sin querer.