Ese sábado, Nando fue al club un poco más temprano que de costumbre. Se saludó con los amigos intercambiando las palmadas habituales en la espalda, con tanta brusquedad que parecía una forma sutil de golpearse. Si alguien lo hubiera sugerido, habrían quedado atónitos ante una conjetura tan disparatada. Sin embargo, apenas entraban en la cancha, se ponía en funcionamiento una maquinaria de exhibición física que terminaba pareciéndose mucho a una cordial batalla. Cruzaban insultos con la misma naturalidad con que se daban los buenos días, y cuando querían mostrar aprobación por una buena jugada, no encontraban mejor forma de traducir su alegría que descargando una mano abierta como un zarpazo.
Lucio merendó con su ahijado menor, que cumplía cuatro años. Como era su costumbre, había gastado en el regalo una suma exorbitante que hubiera sacado a Mercedes de las casillas si no fuera porque él jamás la participaba de esos gastos y ella tenía la inteligencia de no preguntar. De hecho, Lucio ejercía el padrinazgo en soledad, y hacía tiempo que ella se había desentendido de aquel molesto compromiso de tener que acompañarlo a fiestitas infantiles que solamente servían para recordarle la falta del hijo. La admiración inicial confundida con amor había ido dando paso a unos celos incontrolables, primero, y a la absoluta indiferencia, después. Así que Lucio decidió que aquella tarde de sábado disfrutaría con su ahijado hasta que llegara la hora de ir a la maldita reunión, de la que se hubiera excusado gustoso si hubiera sabido la fórmula para evitar el enojo de Mercedes.
Nando no se preocupó por el reloj. Aquel olvido parecía exonerarlo de la puntualidad. Era la primera vez en años que le pasaba esto. Lo llevaba como un apéndice natural de su cuerpo; se regía por él tan al segundo que su ausencia le hubiera causado desesperación en otras circunstancias. Se entregó al premio de una ducha caliente después del ejercicio y fue dejando que los músculos se ablandaran con un placer que lo llevaba, sin esfuerzo, a las tibiezas de Victoria.
Gabriela vomitó durante toda la mañana en un presagio funesto de que la reunión se estropearía. A eso de las once pidió un té y, cuando Diana se disponía a preparar cualquier yuyo convencional, le dijo que en su maleta traía unos saquitos de manzanilla y coca que levantaban muertos de sus tumbas.
– ¡Coca! -se espantó Diana, como si ya viera irrumpir en su casa el jaleo de una brigada antidroga.
– Sí, coca, no seas burra, ¡por Dios! Es un té, nada más, se compra en el súper. Para un gramito de lo otro, se necesita bastante más que unas hojas.
Diana salió de la habitación refunfuñando acerca de tornillos sueltos y mundos patas arriba, mientras Gabriela trataba de controlar una náusea y se decía que a su hermana le vendría bien viajar un poco. Al rato, se olían en la cocina los primeros vahos del té y Diana, con los nervios de quien hace una travesura, se servía un pocillo y lo bebía a escondidas. Esperó unos minutos y comprobó con alivio que los ojos no se le escapaban de las órbitas ni le entraban ganas de salir a los saltos como un mono enloquecido. Cuando regresó con Gabriela, la encontró acostada junto a la caja, puesta como un animalito muerto en el hueco de su vientre.
– Esto no puede seguir así. Vas a enfermarte, Gaby.
– ¿Y qué hago?
– No sé, terminemos de una vez. ¿Para cuándo te dijeron?
– Este martes no, el otro, a las diez.
– Bueno, hasta entonces olvidate, por favor.
Gabriela la miró con recelo.
– No entendiste nada, Diana -volvió a usar el vos como hacía cada vez que le afloraba su parte más íntima-. No entendés nada. Nunca entendés.
– ¿De qué me estás hablando?
– ¿Cómo voy a olvidarme? ¡¿Cómo vas a pedirme eso?!
Diana cambió la expresión por una dureza nueva y, de pronto, ambas volvieron a ser dos adolescentes peleando por un par de zapatos.
– ¡No me grites!
– Te grito porque no puedo creer que sigas siendo tan estúpida. No cambiaste nada, Diana. Estás como hace veinte años, la nena buena. ¿Hasta cuándo?
– Cosas mías.
– ¿No me digas? ¿Y te gusta esta vida de mierda que llevás?
– ¿De qué hablas?
– De las pocas ganas que ponés en todo, del trabajo que no te gusta, de las ojeras que tenés, de la imbecilidad de andar prendida a una computadora…
En este punto, Diana abrió la boca como para devolver el ataque, pero las palabras quedaron atascadas en una mueca torpe.
– Sí, no me mires con cara de yo no fui -siguió Gabriela en un galope verbal extenuante-. Lo de la máquina es por un tipo, ¿no? ¿O te pensás que nací ayer? ¿Sabes qué pienso? Que está bárbaro, que ojalá te despiertes de una buena vez, que te saques esas telarañas que tuviste toda la vida. Pero no alcanza con la maquinita. Hay que verse, tocarse, olerse, ¿entendés?
– Estás muy mal, Gaby.
– ¡¿Mal?! ¡¿Mal?! Estoy destruida, deshecha, no existo, estoy muerta. ¿Y qué? ¿Vos estás mejor, acaso? A mí no vas a venderme esa mentira de la estabilidad, Diana. Yo me la paso por el culo. Tu estabilidad, tu orden, todo. ¡Pura cobardía!
– ¡Basta!
– Te morís de miedo. Estás cayéndote a pedazos, pero te morís de miedo. Y yo no soy como vos. Yo soy imperfecta, un desastre, pero no me entrego. Todavía me queda algo de vergüenza.
– ¿Qué querés decir?
– Sabés bien a qué me refiero.
– Decí lo que tengas que decir.
– Que Nando te mete los cuernos hasta la médula, que se le nota a un kilómetro, se le huele, y vos seguís jugando a la pelotuda. ¿Qué pensás? ¿Que tus hijos no se dan cuenta?
Diana hubiera querido defenderse, pero sintió que la ira se disolvía en una baba de miedos y las palabras se volvían un aliento entrecortado. Gabriela recorría el camino inverso y se serenaba a medida que la otra iba perdiendo el control. Parecían dos ruinas de una niñez extraviada.
– No seas boba. Te lo digo por tu bien. ¿No ves que estás desperdiciando lo mejor? Sos linda; estás para titular, no para suplente -cambió el tono grave por una voz que quiso ser graciosa-. Y mira qué par de melones. Ya quisiera yo.
La broma de Gabriela distendió el ambiente y Diana dejó escapar una risita. Estuvieron unos segundos sin hablar, con la mente en blanco, tratando de regresar cada una de su viaje interior.
– ¿Querés que suspenda lo de hoy?
– No. ¿Por qué?
– No sé, como te sentís mal.
– Ya se me está pasando y ni siquiera me tomé el té.
– Te preparo otro.
– Voy yo. No quiero quedarme aquí todo el día. ¿Pensaste en la comida?
– Sencillita. Una picada y empanadas. Voy a comprar helado, por las dudas, pero seguro que Mercedes trae el postre. Nada de complicarse. ¿Y vos? Tenés que estar despampanante.
Gabriela resopló con suficiencia, se acomodó el corpiño y puso cara de comehombres.
– Pobrecito el tal… ¿cómo dijiste que se llama?
– Bruno.
– Pobrecito, Bruno. No sabe qué mujerón lo espera -se llevó los dedos a la boca e hizo un gesto como si le estuvieran saliendo colmillos.
Diana pensó que su hermana no tenía remedio.
– A veces -le dijo-, quisiera ser como vos.
– La despeinó con una caricia y salió disparada hacia su cuarto porque llevaba más de una hora sin consultar su casilla.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: sábado 26 de julio de 2003, 08:45
Asunto: Lo de ayer fue…
…perfecto. Supuse que conocía a Cortázar, pero nunca tanto como para contestarme como lo hizo. Siento que ahora sí empezamos a sintonizar la misma frecuencia. Estoy casada y tengo tres hijos.
Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: sábado 26 de julio de 2003, 10:45