Asunto: por fin
Ahora entiendo, aunque todo era muy previsible, Diana. Creo que siempre supe que tenias una familia, pero me alegra que por fin me lo hayas dicho. No hay nada de que avergonzarse, son circunstancias de la vida. Yo estuve casado muchos años y se lo que se siente cuando no hay motivos para levantarse. Ahora solamente busco eso, una razón mas fuerte que las obligaciones. Me hace muy feliz recibir tus mensajes. Los espero como un niño y tengo miedo de que un dia ya no esten. Perdoname las presiones.
G.
XV
La casa parecía lo bastante limpia como para recibir gente y lo bastante desordenada como para que nadie se sintiera inhibido de despatarrarse en un sillón. Así les gustaba a Diana y a Nando. Era una de las tantas convenciones sobre las cuales se cimentaba su familia y una de las causas por las que les costaba desprenderse de aquellas estructuras sabidas de memoria sin las cuales se sentían perdidos. Incluso en las épocas tormentosas, cuando parecía resquebrajarse la paciencia y el vuelo de cualquier mosca era buena excusa para discutir, incluso entonces había una intimidad familiar en la que nadie penetraba, ni siquiera los amantes de ocasión. Era un espacio preservado de los otros en torno al cual apretaban filas los cinco; una valla de seguridad dentro de la que podían moverse sin temor, o se trataba más que de pequeños detalles, como la cantidad de azúcar en el café, la temperatura de la sopa o el modo de planchar las camisas, pero constituían una forma de ser familiar que los unía con lazos más poderosos que el mismo amor y les confería una identidad sin la cual perdían sus referencias.
Diana pensaba mucho en esto cada vez que Nando fracasaba en ocultar sus amores prohibidos. Se cuestionaba hasta el hastío acerca de la ética y la dignidad; se preguntaba dónde había quedado su orgullo. Y cuando llegaba al límite de la tolerancia, cuando creía que esa sería la última vez, justo cuando comenzaba a delinear el discurso pomposo de la despedida, el miedo a perder los pequeños detalles de todos los días le desinflaba las fuerzas y armaba el circo de excusas que ni siquiera intentaba creer.
Encendió las luces bajas de la sala y puso un florerito con clavelinas sobre la mesa ratona. Pensó que reunirse allí sería más acogedor y acercó unos almohadones por si alguien quería sentarse en el piso. Trajo unas velas gordas, color crema, y otras pequeñas que dejó flotando en agua. Nando detestaba las velas, pero a ella le encantaba el efecto misterioso que producían, sobre todo después de unas copas de vino. Se sentó en el piso para disfrutar de ese raro instante de quietud. Encendió un cigarrillo y lo fumó despacio, aspirando el humo con un deleite que le hizo nacer el impulso de prender la máquina. Pero esta vez se contuvo a fuerza de una pereza tan encantadora como el último sueño de la mañana.
Gabriela llegó quince minutos antes de la hora prevista para que vinieran los otros. Entró desparramando un lío de bolsas y paquetes, con un atropello de palabras que querían contarlo todo a la vez. Diana le pedía que, por favor, juntara los papeles, que había pasado la tarde ordenando y que ahora ella le desmoronaba el esfuerzo en unos segundos. Era un juego que ambas conocían desde la infancia y a cuyas reglas se ajustaban con precisión. Sabían que aquello era un toma y daca en el que cada una descargaba sus reproches y manifestaba su admiración hacia la otra. Tensaban la cuerda del mutuo aguante y se regodeaban en los pequeños triunfos igual que cuando eran niñas y terminaban, tantas veces, enredadas en el piso tirándose de los pelos. Así que Diana asumió su rol de madre y la mandó a vestirse antes de que llegaran los invitados. Gabriela se entretuvo un rato hablando del color de un pantalón nuevo, probó la punta de una empanada y se quejó del mal gusto de haber puesto velas. Pero, antes de que Diana pudiera defenderse, sacó un encendedor del bolso.
– ¿Para qué las prendés si no te gustan?
– Ya que están…
Con ese criterio práctico, se dio media vuelta y arrastró tras de sí aquella ciclotimia desconcertante que parecía ser su sello de distinción. Nunca se sabía, con Gabriela. Tanto podía encerrarse dos días sin comer en su cuarto, como irrumpir al tercero convertida en una Barbie. En esa incertidumbre que producía radicaba su encanto, porque era seguro que a su lado las horas nunca serían aburridas.
A las nueve sonó el timbre. Diana oyó la voz de Mercedes y maldijo su puntualidad. Después de tantos años debía haber supuesto que solamente Diana estaría pronta. Era previsible que la desidia de Nando y la ligereza vital de Gabriela no iban a transformarse esa noche por arte de magia, y que ella estaría hasta último momento levantando toallas húmedas y juntando colillas. Antes de abrir, Diana corrió como una lagartija desesperada cerrando puertas y gritando a los otros que se apuraran. Después, se detuvo frente al espejo del recibidor, acomodó el peinado y alguna arruga en la camisa blanca que había elegido entre las ropas de Gabriela. A la luz de los que venían a cenar, estaba presentable.
El timbre sonaba de nuevo cuando Diana abrió la puerta. Prendida de un brazo ajeno, Mercedes la miró con expresión triunfal. Parecía haber dedicado un mes completo a producirse, una pieza de platería recién lustrada. Demasiado colorete en los pómulos y los ojos delineados a la perfección le conferían una rigidez de estatua. El efecto era el opuesto al buscado; en un afán demasiado obvio por resaltar la belleza, no había hecho más que enterrarla tras una capa barrosa que la transformaba en un ser poco apetecible. Aquella piel cubierta por bases y polvos daba la sensación de una telaraña a la que uno podía quedar pegado con el mínimo roce de un beso superficial. Diana pensó que le recordaba a alguien y no fue hasta entrada la noche que vino a su mente, con nitidez, la máscara funeraria de Tutankhamón.
– ¡Puntualidad inglesa! -gritó Mercedes mientras avanzaba sin soltarse del brazo.
Diana se apartó del umbral y los dos entraron como una pareja de siameses pintorescos. Cuando los tuvo de espaldas, hizo una primera evaluación. Avasallada por la luz de Mercedes, no había podido siquiera mirar al hombre, y ahora venía a descubrirle una imperdonable hilacha colgándole del borde del saco. Antes de que Mercedes repitiera su sonrisa, incluso antes de que la llave diera su doble vuelta en la cerradura, Diana ya había puesto algunas etiquetas. Y fue en el preciso instante en que giraba para indicarles que pasaran a la sala, justo cuando pudo mirarlo por segunda vez y descubrir que él también la estaba midiendo, fue entonces cuando pensó que aquel hombre no era para su hermana.
XVI
Apenas entró en la sala, Mercedes se desprendió del brazo, caminó con paso marcial hacia el cuadro y lo enderezó. Se preguntó por qué lo encontraba siempre torcido, como si fuera parte de una estética de avanzada que alguien se dedicaba a cultivar minuciosamente. Sin embargo, todo allí rezumaba puras convenciones, una corrección política que no excitaba ni la crítica ni la admiración. Todo salvo aquel extraño cuadro que a Mercedes le parecía un soberano mamarracho, un capricho de Diana para perpetuar la felicidad, para engañarse sintiendo que su vida estaba congelada en aquella fotografía.
– ¿Y Nando? -preguntó por decir algo. Diana señaló el dormitorio. Estaba en la cocina y podía ver a los otros a través del pasaplatos. Mercedes jugaba a ser dueña de casa y le hacía señas a Bruno para que tomara asiento, pero apenas se acercó al sillón dio un grito que quebró la frialdad de los primeros momentos.
– ¡El postre! ¡Dejamos todo en el auto!
Bruno volvió a abotonarse el saco y caminó hacia la puerta. Parecía incómodo con la situación. Compartir una sala con dos mujeres que apenas conocía, en una casa nueva, sin mucho para conversar y apenas repuesto del vértigo de atender el tránsito y la cháchara de Mercedes, no era su idea de una noche de sábado. Se sintió aliviado cuando encontró esa excusa para tomar aire. Había aceptado ir porque sus amigos lo hartaban diciéndole que tenía que conocer gente y porque se había propuesto combatir con firmeza las ganas de quedarse en casa un sábado mirando televisión. Diana se acercó con las llaves. Cerró la puerta tras de él y se quedó olfateando el aire.