Los suyos eran breves, estudiados hasta la última letra, para habilitar nuevos espacios sin dejar que el miedo fuera evidente. Primero, fue miedo a lo desconocido; después, terror a levantarse un día y no encontrar respuesta. Él le contó que se le había colado en un sueño en el que la imaginaba sin conocerla y ella sonreía mientras suplicaba que se lo contara; y él se esmeraba en una delicadeza descriptiva que no pudo ser mejor afrodisíaco. Ella, ahora, reía, reía porque todo esto le parecía una locura maravillosa, la travesura anacrónica de dos adolescentes experimentando lo divertido que puede ser el amor.
“La máquina” se había transformado en una obsesión. Era lo primero que buscaba al despertar y lo último antes de meterse en la cama. Si estaba en la casa durante el día, consultaba la casilla cada vez con mayor frecuencia. Se desesperaba cuando aquellos mensajes no aparecían. Empezó a fumar con locura y a masticarse la punta del pelo.
Hacía poco más de un mes que esto había comenzado y ahora, sin preámbulo, llegaba ese mensaje de Gabriela. Una vuelta inesperada, en pocos días, para quedarse por un tiempo que tampoco precisaba. Llegaba el jueves. Quería que Diana fuera a buscarla al aeropuerto. Sola. Nada de bienvenidas. Diana le envió un mensaje con mil preguntas, pero sólo obtuvo silencio, como si Gabriela se hubiera desconectado para emprender aquel extraño regreso.
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: viernes, 23 de mayo de 2003, 00:19
Asunto: QUIEN SOS?
Hola, Diana, muchas gracias por tu mail. No sabia si ibas a responder. Pense que no ibas a tener tiempo para contestarle a un extraño. La verdad es que no se si tenes tiempo, si te sobra o te falta. Quien sos? Te imagino una mujer muy ejecutiva. No me preguntes por que, pero asi te imagino. Donde trabajas? Tenes hijos? En cualquier caso, se nota que te importan los demás. Eso ya es bastante. Nadie se hubiera tomado el trabajo de mandar de vuelta mi mail como vos lo hiciste. Te debo una. Podre devolverte la gentileza algún dia? De que color son tus ojos?
Un beso.
G.
PD. Perdon, pero mi maquina no marca tildes.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: viernes, 23 de mayo de 2003, 00:45
Asunto: ¿Cómo voy a seguir…
…escribiendo a alguien que se llama Granuja? Antes de preguntar tanto, señor, podría decirme su nombre, ¿no le parece? Y después veremos si me devuelve o no la gentileza. Me alegra que el negocio haya salido. Seguro que, sea lo que sea, es más divertido que mi vida. Eso te lo puedo firmar.
¿El color de mis ojos? Marrón, lo lamento. No es muy emocionante una mujer con ojos marrones, pero es lo que hay. Saludos.
Diana
II
El aeropuerto parecía un mar humano que se movía al ritmo del altoparlante. Las despedidas no eran aquellos deseos de viajes felices, sino adioses largos cargados de incertidumbre; la cruel imagen de un país que se dispersa desangrándose.
Diana llegó temprano y se sentó en las butacas verdes. El panorama no podía ser más desolador. Los viejos despedían a los hijos que salían despavoridos en el primer avión a pelear un lugar en cualquier horizonte y, en muchos casos, terminaban lavando platos gringos. Una mujer alta, muy arreglada, con un perrito blanco en una caja plástica llamó la atención de Diana. Estuvo mirándola mientras se acomodaba el cabello y bromeaba con un par de adolescentes que mascaban chicle. Después, se acercó hasta el mostrador y despachó dos maletas duras y la caja con el perrito. Apenas oyó el primer llamado para su vuelo, se apresuró a despedirse. Unos golpecitos en la cabeza de cada uno, la llave de algún auto y unos billetes dados al descuido. Eso fue todo. Giró elegantemente, como si hubiera hecho aquello cientos de veces y atravesó la puerta con aires de reina. Salió un par de segundos después, con expresión de haber olvidado algo, pero los muchachos ya estaban cerca de la salida, tintineando las llaves y riendo a carcajadas. Diana lo observó todo como si fuera una pequeña escena de alguna película y no pudo evitar pensar que hay algunos perros con más suerte que otros.
El resto de los pasajeros fue desapareciendo de a poco. Al final, sólo quedaban los más tristes, los que no se decidían a ese penúltimo abrazo. Pero la despedida era impuesta por el despotismo cordial de los altoparlantes y se deshacía en promesas de regresos que nadie creía. Después, llegar allá y ser persona de segunda, deambular bajo tierra por las galerías del metro como topos perdidos, vendiendo chucherías; los espejitos de colores que alguna vez ellos trajeron y cambiaron por el oro que ahora exhiben con impúdico orgullo en sus catedrales. Subir al metro y ver cómo algunos ojos se empañan de melancolía cuando suena una triste Cumparsita, mientras arriba, en la superficie, la vida está llena de colores y hay una brisa de esperanza reservada para otros.
Diana los veía despegarse de los brazos queridos, sacudirse a las madres con empujones cariñosos y pensaba cuándo le tocaría a ella despedir a sus hijos. Pensaba en la vocación decidida de Marcos y en los quince años de Andrés, que acababa de pedir una batería para su cumpleaños. Pensaba que Tomás todavía la besaba antes de ir al colegio. Tomás, tan desconcertado con esa voz áspera que estrenaba y aun así, tan niño. ¿Cómo se le dice a un hijo que no hay lugar para sus sueños? “
Subió hasta la cafetería para apurar los minutos. No entendía este regreso de Gabriela. Dos años sin verse. Y esa nueva relación mantenida con su hermana a través del correo electrónico. El correo electrónico… Sintió las cosquillas conocidas en el estómago. Otra vez aparecía “él” y se le instalaba en el pensamiento. Olvidó por un momento a la hermana que llegaba, para adentrarse en el goce del recuerdo. El último mensaje traía tanta sensualidad que, al evocarlo, instintivamente había apretado las piernas, como si quisiera contener allá abajo una sensación deliciosa. Desde hacía un mes, Diana la tonta, Diana adolescente con su primera carta de amor, no hacía otra cosa que pensar en eso. Sonrió. Sonreía cada vez que se acordaba. Le divertía pensar que tenía un secreto, un amante cibernético, una infidelidad a distancia. Inofensiva.
El avión acababa de aterrizar. Diana respiró con ganas para darse ánimos y salir pronto del divague existencial en el que, a menudo, se perdía. Cuando estaba inmersa en eso, servía para poco y nada. Ahora debía estar atenta para cuidar de Gabriela. Aquel regreso fuera de tiempo no presagiaba nada bueno. Se detuvo antes de bajar las escaleras y pensó que no había sido inteligente elegir tacos altos, aunque le gustaba el efecto que producían en sus piernas y se miraba en cuanto espejo podía o en el reflejo robado al pasar ante cualquier vidriera. Le gustaba más, aún, cuando comprobaba que los hombres quedaban con la mirada prendida de su paso, como si llevara un imán en cada pantorrilla. Pero una escalera encerada no era la mejor pasarela para lucirse. Se tomó del pasamano y comenzó el lento descenso, un poco de costado, como alguna vez había oído que hacen las vedettes.
Gabriela estaba de pie, ante una maleta abierta y discutía con el hombre de Aduanas que movía la cabeza como diciendo que no había la menor posibilidad de algo que Diana procuraba adivinar tras los cristales. “Ropa nueva, seguro que es exceso de ropa”, pensó, y la recordó negándose a usar dos veces el mismo vestido, comprando cuanto trapo encontraba en las liquidaciones de temporada, enloquecida por no poder costear unas botas de caña alta. Pero la discusión comenzó a tomar ribetes exagerados. El hombre llamó a otro y ambos estuvieron un buen rato contemplando la maleta, ante la furia de Gabriela, que hablaba en un tono amenazante. Llevaba un bolso de mano del que no se desprendía y en el que nadie parecía reparar. Se aferraba a él con tal devoción que a Diana le resultó extraño que no lo notaran. Si algo había de clandestino en el equipaje de su hermana, venía sin dudas en ese pequeño bolso.