– ¿No es divino? -la voz de Mercedes la devolvió a la realidad.
– Tanto como divino, divino…
– ¡Amarga!
– ¿Tiene que gustarme? Es para Gaby, ¿no?
Mercedes frunció la nariz.
– Y no sabés qué caballero. Hasta me abrió la puerta del auto. Lucio lo hacía… antes. ¿Por qué será que se achanchan tanto con el matrimonio? ¿Te fijaste en que no tiene panza?
– ¡A mí qué me importa!
– Pero bien que lo miraste, zorra. Pensás que no te vi, pero te vi, lo miraste bien mirado.
Diana desvió los ojos hacia su habitación y pensó que quizá aquella reunión no había sido una buena idea. Comparada con Mercedes, parecía una moza contratada para servir. Pensó en cambiarse de ropa, pero el miedo a ser obvia le hizo buscar cualquier ocupación que le disipara la minusvalía emocional que ya la estaba ganando.
– ¿Vino?
– Dale, un vinito viene bien. No entiendo cómo no lo vi antes. Claro, será porque es amigo de Lucio y no le presté atención. No me imagino de qué pueden hablar. A Lucio le da lo mismo tomar vino de caja, no se da cuenta, se lo das y le decís que es un Luigi Bosca y el tipo como si nada, hasta te agradece.
A Diana le molestaba el desprecio constante hacia Lucio. Sentía que esa falta de respeto hacía tambalear sus propias bases de fortaleza, el sustrato donde cultivaba, con esfuerzo, la paciencia y la resignación. Por eso, quizá, y porque cuando las cosas son dichas se vuelven más ciertas, guardaba para sí el dolor tremendo que la infidelidad de Nando le causaba. Cada vez que Mercedes se internaba en sus diatribas, buscaba cualquier tangente por donde salir; pero esta vez no hubo necesidad porque Nando apareció como enviado del cielo y la salvó de forzar una conversación. Saludó a Mercedes con un beso de costado, que es el beso obligado impuesto por la cortesía.
– ¿Cómo te va?
– Bien, ¿y a vos?
– Bien.
– Me alegro.
Se hablaban con un dejo de ironía, arrastrando las palabras como si estuvieran tomándose el pelo. Era una forma de decirse que a cada uno le importaba un rábano cómo estuviera el otro y que compartían el mismo desagrado, una antipatía mutua que les resultaba difícil controlar y que se translucía en cada palabra, cada gesto, la propia actitud corporal; esa displicencia con la que se trataban y que los mantenía a una distancia desde la cual podían lanzarse los dardos del sarcasmo sin lastimarse demasiado. Parecía que Mercedes, extendida en el sillón, erguida apenas la cabeza para saludarlo y vuelta a dejarse caer, le estuviera diciendo: “Mirá que a mí no me engañás”. Y Nando, exhibiéndose con cierto pavoneo de macho dominante, las manos en los bolsillos, la piel lustrosa, oliendo a colonia, con la camisa abierta hasta el segundo botón, le contestara: “Vos sos la que le llena la cabeza a mi mujer”.
Sonó el timbre.
– ¡Seguro que es Lucio! -dijo Nando.
Ya había olvidado a Bruno y se sorprendió cuando lo vio entrar haciendo malabares con un paquetón y tres botellas. Pero lo que más lo sorprendió fue que Diana cambiara su expresión triste por una luz nueva que le encendió el rostro y la volvió repentinamente bella.
XVII
Era inevitable: la presencia de un hombre desconocido en la casa puso a Nando en actitud de alerta. Saludó a Bruno con una cortesía medida y le ofreció vino en un gesto que le permitió marcar territorio y dejar en claro quién era el dueño de casa. Lo estudió con la curiosidad que inspira lo nuevo, y apenas consideró que no representaba mayor peligro se entregó a una charla afable, natural para quienes se conocen desde hace mucho. Mientras hablaban, Mercedes se disculpó con la excusa de dar una mano en la cocina. Los hombres no contestaron y ella masculló algo de cerdos y margaritas que nadie se molestó en interpretar. Diana preparaba una tabla de fiambres; los doblaba en triangulitos y los disponía entre cubitos de queso. Cada tanto, levantaba la vista para seguir la conversación a través del pasaplatos.
– Help? -dijo Mercedes en un inglés rudimentario que se empecinaba en usar convencida de que le añadía brillo, aunque solo manejaba una veintena de palabras mal pronunciadas.
– No te ensucies. Si querés, podés ir cortando el pan -volvió a mirar a los hombres que parecían entretenidos con la conversación-. Son geniales. Apenas se conocen y miralos, parecen de toda la vida.
– ¡Ay, nena! -contestó Mercedes con sorna-. Para hablar de fútbol no se necesita intimar demasiado.
En efecto, el fútbol parecía proporcionarles un área de interés donde no era necesario competir. Podían estar cómodos, incluso en la discrepancia, depositando en otros la responsabilidad de ganar o de perder. No había la menor posibilidad de frustración, nadie dudaría de su hombría, ni sería necesario preguntarse por los sueldos o el rendimiento en la cama. Otros once jugaban el partido por ellos. El fútbol era el lugar perfecto de encuentro para iniciar cualquier relación e incluso profundizarla sin quedar demasiado expuestos.
– ¿A qué hora venía Lucio? -preguntó Diana.
– ¿A mí me decís?
– Y si no sabés vos…
– Ni idea. Pero, da igual si viene o no viene, si se queda con sus marranitos o…
– Estás celosa.
– ¡Por favor! ¡Celosa de esos mocosos! Mirá, para lo único que sirven es para sacarle plata, porque vas a ver cuando crezcan. ¿Vos pensás que les va a importar algo del padrino? Y lo peor, que el tipo piensa que lo eligen por bueno. ¡Por imbécil! Por eso lo eligen, porque saben que cuando regala no se anda con chiquitas.
– Te animas a servir esto? -Diana le extendía la tabla y la invitaba a callarse con un gesto amable.
Los hombres ya llevaban unos cuantos goles descritos al detalle, la elección del entrenador de la selección y un inventario prolijo de datos inútiles que iban desde una atajada fenomenal al delirio millonario del último pase. Podía decirse que habían establecido los cimientos para una amistad con buen pronóstico que consolidarían en dos o tres encuentros más si no se interponía, claro, el otro tema fundamental todavía no atacado, pero al que llegarían tarde o temprano: la política. En principio, se sentían cómodos, tanto que Lucio los tomó por sorpresa, como si ya nadie recordara que estaba faltando.
– ¡Viejo! Un poco más y no venías. -Nando le palmeó la espalda e intercambiaron un beso como marca de una amistad antigua.
Lucio sonrió apesadumbrado. Parecía claro que estaba allí por compromiso, pero que sus ganas habían quedado en otro lugar, mezcladas entre cubos de colores y globos de cumpleaños, donde se sentía querido y nadie le recordaba a cada rato su inutilidad. Buscó a Mercedes con la mirada y le hizo un gesto que ella contestó con una mueca nada hospitalaria. Bruno ya se había puesto de pie y volvía a abotonarse el saco, como si se le fuera la vida en ese pequeño gesto que Diana captó desde la cocina. Aprovechó para mirarlo de cuerpo entero y no pudo reprimir una risita cuando vio que la raya del pantalón se abría en tres líneas bien marcadas. La invadió esa ternura irresistible que provoca en una mujer todo hombre solo y que despierta un erotismo casi maternal.
Vistos desde la perspectiva del pasaplatos, los hombres parecían tres viejos compañeros de escuela contándose los pormenores de la última aventura. Hablaban sin parar mientras picaban de uno y otro plato, sin preocuparse por un granito de pimienta que pudiera quedárseles atascado en los dientes o la mayonesa pegada a la comisura de los labios. Vencidos los primeros temores, había sido fácil, facilísimo enfrascarse en temas concretos y defender con lucidez excepcional las soluciones a los problemas más complejos.