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– Este último, excelente. Mejor que el anterior.

Bruno asintió con un rápido parpadeo, tomó su copa a medio llenar, la inclinó al trasluz y habló acerca de las cualidades del tinto. Lo hizo con tanta naturalidad que nadie se sintió apabullado, aunque, como resulta ineludible en estos casos, todos aprovecharon la ocasión para exponer las opiniones propias.

– Tiene un color divino -acotó Mercedes.

– Rubí -precisó Lucio y se arrepintió de inmediato. Quería tener la menor interacción posible con su esposa. La indiferencia de sus relaciones privadas se volvía agresividad cuando estaban en público.

– ¡Rubí! ¡Qué exactitud, por Dios! ¡Hasta parece que supieras!

Bruno intercedió para afirmar que, efectivamente, ese era el color del vino, y Mercedes tuvo que ahogar en otra copa su humillación, aunque para esa hora poco distinguía las emociones y todo se le transformaba en un rencor desconcertante del que Lucio era el blanco elegido, quizás alentada por la equívoca idea de que el amor no tiene un límite para la tolerancia.

– Los romanos adoraban el vino -apuntó Gabriela, un poco para aliviar la tirantez, otro poco para lucir sus conocimientos de cultura latina. Todos le dirigieron la atención, agradecidos de encontrar una fuga para el malestar innecesario en que los había sumido Mercedes.

Diana se admiraba de aquella capacidad de su hermana para atraer a la gente; Mercedes la maldecía en silencio y los hombres se regodeaban divertidos esperando que pusiera el punto final, para dar alguna opinión sesuda mientras le miraban la línea perfecta naciéndole en el escote. Gabriela estimó que aquel era el punto de caramelo. Se irguió en el borde del sillón, la espalda levemente arqueada hacia atrás exhibiendo su busto bien torneado y, con toda la sensualidad que pudo dar a su voz, agregó paladeando cada palabra y entrecerrando los ojos:

– Esa gente sabía tomar y comer, y otras cositas, claro -sonrió-. Parece que preferían tomar el vino por separado para no estropearse el paladar con el gusto de la comida. ¿Me equivoco? -se dirigió a Bruno con algo de ironía y él contestó levantando apenas los hombros como diciendo “no sé”, pero queriendo decir “no te vas a lucir a costa de mí, pedazo de creída”.

– ¡Qué banquetes! -siguió Gabriela, sin inmutarse por la indiferencia del otro-. Y aquel final, ¡Señor! Aquel final, las gaditanas bailando con los pechos al aire. ¡Uauuu! ¡Haber estado ahí!

Se detuvo, levemente excitada, sabiendo que su imagen semidesnuda danzando en plena orgía romana había surcado la mente de los otros como una estrella fugaz. El ambiente quedó cargado de un erotismo tal que Nando pensó si no eran preferibles los divagues de Mercedes. Se levantó sin decir palabra y fue a bajar la calefacción.

XIX

A medianoche, cuando los estómagos pedían tregua, Gabriela se descolgó con lo del amor irracional. Empezó como una forma de lucirse para dejar en claro que además de curvas también tenía cerebro. No siempre le había salido bien esa estrategia. Más de un hombre se asustó ante tanta exhibición cultural y, temeroso de que le recitara a Shakespeare en medio de un orgasmo, salió huyendo antes de la primera cita. Gabriela decía que era preferible así. Tampoco a ella le gustaban los cazadores de carne. No valía la pena gastar ni una gota de perfume en un hombre que no supiera valorar sus dotes intelectuales tanto como su cuerpo.

Hablaba de Florentino Ariza como si se tratara de un compañero de universidad al que tuviera que darle el piadoso consejo de que no valía la pena esperar cincuenta y tres años, siete meses y once días para recibir las migajas del amor de una mujer. Hablaba con una soltura irritante porque partía de la base, que ella misma sabía falsa, de que todo el mundo había leído El amor en los tiempos del cólera. Cuando advertía que alguien no se animaba a preguntar si Fermina Daza era un personaje de ficción o una peruana altanera, pedía disculpas y se metía en el terreno que más le gustaba. Entonces, si los demás lograban franquear el primer rechazo a la sabiondez, surgía algo de admiración hacia aquella mujer que se movía entre libros con un deleite contagioso.

– Ella lo despreció. “Pobre hombre”, eso pensaba de él. Y para colmo, se le casó en las narices con el tipo más codiciado, lleno de dinero, poder; en fin, el mejor partido.

– ¿Y qué pretendías? -increpó Mercedes con el resto de lucidez que le iba quedando.

– ¡Pero él no la quería! En cambio, el otro sí.

– Uno no se enamora de quien quiere, sino de quien puede. -Diana se oyó decir estas palabras y le pareció que había hablado demasiado pronto; semejante reflexión exigía una defensa que la desbordaba. Iba a levantarse con cualquier pretexto, como cada vez que necesitaba huir, pero Bruno, súbitamente interesado en la discusión, le pidió que, por favor, se explicara.

– Quiero decir -se maldecía por haberse metido solita en tamaño berenjenal- que a veces las circunstancias tienen que ver. Me refiero a cómo nos han educado, las posibilidades de comparar, qué sé yo, uno va cambiando, ¿no?

Nando, que rara vez prestaba atención a sus argumentos, sintió que aquella campana doblaba para él.

– Querrás decir que uno elige lo que puede. ¡Mira qué bonito!

– No lo digo por vos, Nando -Diana trató de suavizar el tono-. Algo así como que lo que parece bueno en un momento puede no serlo en otro. Me refiero a que Fermina quizá creyó que el marido… -miró a Gabriela- ¿Cómo se llamaba?

– Urbino, Juvenal Urbino.

– Que Urbino pudo parecerle el hombre más adecuado para el momento en que lo eligió. Pero, con el tiempo, sus necesidades quizá cambiaron, no sé, no leí el libro, estoy diciendo cualquier pavada.

Se levantó sin dar tiempo a que alguien le prolongara la incomodidad con otra pregunta y volvió a la cocina.

– Yo lo leí hace tiempo -dijo Nando- y me acuerdo de que me calenté con el tal Florentino por ser tan cornudo. La tipa lo ignora y él sigue prendido. Y no fue porque no tuviera mujeres, porque las tuvo y del color que pidiera, pero estaba como emperrado en que quería a aquella y dale que va, humillación tras humillación hasta que la consigue. Al final, no me quedó la sensación de un amor poderoso, más bien algo del tipo de “persevera y triunfarás”. Hubiera preferido que la dejara plantada como se merecía. El tipo que espera y espera su turno y cuando la tiene pronta, ¡zas! Me parece que la historia hubiera tenido más sentido.

– La gente quiere finales felices -acotó Lucio.

– Puede ser, viejo, puede ser en la literatura, pero en la vida es poco probable que a una persona le salgan las cosas redondas, sobre todo si tiene casi todo en contra.

– Yo conozco un caso de esos -dijo Lucio como si estuviera evocando otra novela-. ¿Te acordás de Maciel?

– ¿La gorda?

– ¿Gorda? Tendrías que verla ahora. Bajó más de cincuenta kilos, se casó y tiene gemelos -agregó con orgullo-. Soy el padrino de uno de ellos; Mario, como el padre. Y te aseguro que la pobre tocó fondo. Me consta que no fue fácil, que no es fácil.

– Yo creo, volviendo al tema del amor -dijo Gabriela con una seguridad que marcaba la clara diferencia con su hermana-, que es un asunto de irracionalidad. Cuando uno se enamora, la razón tiene poco que hacer. Pasa el primer flash, que es pura calentura, y uno sabe que está a punto de meter la pata, ve los defectos, ve todo. Pero se miente. ¿Por qué? Misterio. Y termina convenciéndose con argumentos flojitos. Es lo que digo, no hay nada más irracional que el amor.

– Brindo por eso -Lucio levantó su copa.