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– Ya está, Mercedes, calmate.

– ¡Imbécil! -repitió-. ¡No servís para nada!

– Por favor, Mercedes… Vamos a casa. Estás borracha. -Apoyó la botella en la mesa e hizo un movimiento hacia su esposa; antes de poder tocarla ella le saltó al pecho y comenzó a golpearlo.

Lucio intentaba abrazarla, pero se había transformado en una fiera y no había manos que pudieran contenerla. Descargaba golpes e insultos y la excitación parecía enfurecerla. Hasta que Lucio le dio con la mano en plena cara. El golpe produjo el efecto de romper el círculo de furia, pero dio paso a un desconcierto brutal. Mercedes se tocaba el rostro caliente. Cayó desplomada sobre los almohadones y se enroscó sobre su cuerpo hasta quedar tiritando convertida en un ovillo patético. Lucio se veía destruido, como si el golpe hubiera rebotado y vuelto sobre él. Buscó su saco y salió sin despedirse.

* * *

Mercedes tomó un sedante y se durmió. La acostaron en la cama de Gabriela y volvieron a la sala con la sensación de estar acompañándose en un velorio. Eran casi las dos de la mañana y el sopor del agotamiento empezaba a envolverlos en una neblina donde las emociones se mezclaban y no quedaba claro si primaba el cansancio o la amargura. Nando trajo café para todos.

– ¡Chan, chan! -dijo con un tono que quiso ser gracioso, pero que no logró arrancar ni un atisbo de sonrisa.

– Tu amiga es una loca -Gabriela se había estirado en el sillón, con las piernas un poco separadas, en una actitud indolente ya sin pretensiones de seducir a nadie.

– Está angustiada.

– ¿Y eso le da derecho a tratar así al pobre hombre?

– Tomó demasiado -insistió Diana en su defensa.

– Antes de emborracharse ya estaba tratándolo mal -intervino Nando-. Y no la defiendas, por favor, toda la vida ha sido así, una loca de mierda. No sé cómo es tu amiga.

Diana apoyó la taza en el piso como si necesitara de todo su cuerpo para contestar.

– Yo no te elijo las amigas; no me elijas las mías, Nando. -Había calma en su voz.

La casa dejó por un instante de ser una casa, la sala una sala, ellos ya no fueron ellos sino espectadores de un cuadro en el que los personajes eran otros. Nando abandonó el café a medio tomar, dio las buenas noches y desapareció en la oscuridad de su dormitorio. Gabriela hacía gestos desde el sillón, como quien aplaude sin hacer ruido y levantaba los pulgares. Pero Diana no se sentía vencedora de ninguna batalla. Sabía que aquello recién estaba empezando y que había mucho por conversar. Fue hasta el cuadro y sacó el corcho. Alisó la tela con la mano hasta que la marca no fue más que una cicatriz en el saco aterciopelado de Andrés.

– Ni se nota -dijo Gabriela.

– Sí, se nota. Esta marca es para siempre.

– Se puede zurcir.

– ¿Para qué? Dejala, así me acuerdo. Además, voy a tirar el costurero, sobre todo el dedal. Basta de dedales.

Bruno percibió que sobraba en aquella atmósfera construida sobre la base de relaciones antiguas. Se levantó y anunció que se marchaba. Gabriela ni se molestó en incorporarse. Le hizo un gesto que él correspondió con la mano. Diana lo acompañó hasta la puerta.

– Lamento este desastre.

– No te preocupes -le dijo él-. Tengo entrenamiento en discusiones. Mi divorcio está siendo un horror. Yo tampoco estoy en mi mejor momento. Ando desconfiado, paranoico, nunca sé de dónde viene el puñal. Estoy viviendo un infierno. Saliendo, bah…

– Mercedes me contó -se mordió el labio con una cierta coquetería-. No sé si tendría que decírtelo, pero supongo que ya sabrás por qué viniste.

– Desde que vi a tu hermana.

– ¿No te molestó?

– Algo. -Y añadió:- No se parecen en nada. No me gustan las mujeres así -le dedicó la mejor sonrisa de la noche-. Me refiero a que tu hermana es un poco…

– ¡Terremótica! -completó Diana con la definición más exacta que tenía para Gabriela.

– Eso sí, y después de vivir en el caos, lo que uno quiere es un poco de paz.

– A mí me pasa lo contrario, siento que he tenido demasiada paz. -Pensó antes de seguir.- Estuve mal, hace un rato, con Nando. No tendría que haber dicho lo que dije. Los hice sentir mal a todos.

– Por favor, fue una noche muy tensa. Además, no dijiste nada del otro mundo -se detuvo de golpe, como si hubiera recordado algo importante-. Una pregunta antes de irme: ¿por qué el dedal?

– ¿?

– Ibas a tirar el costurero…

– ¡Ah! Es que mi hermana siempre me dice que vivo en un dedal. Y tiene razón.

– O sea que viene un tiempo de cambios.

– Si me alcanza el valor.

– ¿Y por qué no?

– Porque a veces tira más la comodidad, el miedo…

– También hay un límite para la hipocresía. Uno no puede mentirse todo el tiempo, ¿no?

– ¿Y de dónde salen las fuerzas?

– Del propio cansancio.

– ¿Pero cómo se sabe cuándo es el momento?

– Cuando ya no das más, Diana. Al final, después de aguantar, después de engañarse mil veces y esperar el milagro del cambio, uno termina por aceptar que está siendo un hipócrita, que se miente desde que abre los ojos y sigue mintiéndose hasta que los vuelve a cerrar. Eso no es vida. Uno no puede engañarse para siempre. Y es ahí, Diana -le tomó las manos con suma delicadeza-, es ahí cuando hay que decidir si convertirse en buen vino o ser una simple uva desprendida del racimo, una uvita sin importancia que nadie echa de menos…, ¿me entendés? Pura granuja.

XXII

Diana no se acostó en su cama. Entró en el dormitorio y oyó la respiración de Nando perdido en un sueño que le era indiferente. Se sentó frente a la pantalla y esperó. Pasadas las tres llegó el mensaje. Lo leyó con un temblor de alegría y respondió buscando la elocuencia total en la brevedad de las únicas palabras que le salieron sin esfuerzo. Apagó la computadora y se sintió tranquila. Después de un tiempo insondable en el que había vivido haciendo equilibrio sobre la cuerda imaginaria del autoengaño, después de tanto tiempo se sentía tranquila. Paseó la mirada por la habitación y le pareció un lugar tan ajeno como cualquier cuarto de hotel, con una tuna triste queriendo ser flor y no. “Quizá mañana abra”, pensó, “quién sabe”. Volvió a la sala. La casa parecía una playa desangelada al amanecer. Gabriela dormía en el sillón. Acomodó los almohadones, se tapó con una manta vieja y se acurrucó vestida, a los pies de su hermana.

Al rato apareció Mercedes. Le tocó el hombro, le dijo que se iba y que más tarde la llamaba. Diana no estaba dormida, pero no tuvo ganas de levantarse. ¿Qué importaba? Que cada cual se hiciera cargo de su vida. Bastante tenía ella con aquel tropel de pensamientos empujándose en su mente como una manifestación enloquecida.

Nando se levantó cerca de las ocho. Pasó a su lado en puntas de pie y Diana pudo ver, a través de la línea fina que dejaban sus ojos entrecerrados, que ya se había vestido para ir a correr. También sabía que Nando corría para alejarse de aquella casa en la que ya no quería estar. Esa noche, pensó Diana, todo iba a cambiar. Nando no encontraría la comida esperando y a ella como una estúpida detrás del pasaplatos o mirando la tele. Cenaría con Gabriela, afuera o en cualquier otra casa.

Esperó que saliera, se levantó con dificultad y estiró la pierna izquierda con fuerza para evitar un calambre que empezaba a endurecerle la pantorrilla. Se mantuvo como una garza absurda, en el medio de la sala, rodeada por un barullo de platos sucios y servilletas de papel. Alguien había quemado el respaldo del sillón con un cigarrillo. Iba a murmurar una mala palabra, pero le salió una carcajada explosiva que sacó a Gabriela del sueño.