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– ¿Qué hora es?

– Temprano. Dormí.

Gabriela se dio media vuelta y quedó de cara a la pared. Diana la tapó con la manta y fue a darse el baño que estaba necesitando desde hacía horas. Fue una ducha memorable. Ni siquiera se enjabonó; solamente se dejó estar bajo el agua caliente hasta que no hubo más. Y mientras lo hacía, pensaba que aquella era la primera ducha de su vida.

Cuando Gabriela se despertó, ya era casi mediodía. Afuera hacía frío y los vidrios de las ventanas estaban empañados, pero había un sol tibio que invitaba. Diana estaba sentada frente a ella y le sonreía. No había juntado ni un plato de la mesa. Parecía una reina boba sobre su trono de desperdicios.

– ¿Qué hacés? -dijo Gabriela, pero bien podría haber preguntado: “¿Cómo es que no ordenaste este relajo?”.

– Te miro.

– ¿Y por qué me miras? ¿Qué pasa?

– Nada. ¿Por qué tiene que pasar algo?

– No sé. Estás rara. ¿Se fueron los demás?

– Hace horas.

– ¿Y vos?

– Yo, ¿qué?

– ¿Qué haces sentada ahí, mirándome?

– Estaba esperando que te despertaras.

– Me levanto y te ayudo con todo esto.

– Ni te muevas -dijo Diana-. No pienso mojarme las manos.

– ¿Querés que limpie yo? Estás rarísima.

Diana volvió a sonreír y estiró los brazos hacia atrás.

– Por mí, si querés limpiar…

Gabriela se incorporó de un salto y se sacudió la manta. El sol le daba justo sobre la cabeza y el pelo rojo lanzaba unos destellos de cobre que la hacían más bella aún. Diana se vio linda en el reflejo de su hermana.

– Gaby, estuve pensando. ¿Por qué hay que esperar tanto?

– ¿De qué hablas?

– De tu hija. No es necesario pasar por eso.

Gabriela la miraba y no alcanzaba a comprender qué embrujo había poseído a su hermana mientras ella dormía. Aquello era una mala caricatura de la bella durmiente que despertaba luego de un sueño de cien años.

– Diana, ¿qué decís? Tuvimos una noche espantosa. Acabo de abrir los ojos y me salís con esto.

– Escuchame.

* * *

Salieron al jardín cuando el sol ya había evaporado la escarcha y el césped relucía como la cara fresca de un hombre recién afeitado. Diana iba delante. Gabriela volvía a ser la pequeña; se dejaba guiar con un desconsuelo de cachorro perdido. Sentía que había llegado al límite de las fuerzas y que no volvería a recuperar la calma hasta que todo aquello hubiera terminado. Subieron al auto en silencio y así transitaron por las calles vacías. Gabriela apretaba la cajita contra el pecho y su mente se diluía en un mar blanco, una lechosidad parecida a la nada de donde vienen los vivos y adonde van los muertos.

Diana conducía con los brazos estirados y la cabeza inclinada hacia atrás. Conducía sin pensar, como si la ruta estuviera marcada en un mapa imaginario o fuera un camino ineludible que debían recorrer si querían llegar a alguna parte. Y fue cuando el olor a sal le pegó de lleno en la cara que supo que el viaje había terminado.

– Aquí estamos.

– ¿Vos creés que las cenizas se llevarán todo? -preguntó Gabriela temblando.

– Menos la memoria.

– ¿Y para qué sirve recordar?

– No sé, supongo que para no seguir equivocándose.

– ¿Y el dolor, Diana? ¿Qué se hace con tanto dolor?

– También de eso se aprende.

Dejaron el auto en el promontorio frente al río, donde habían estado el día de la llegada, camino a la casa. El sol era ahora un sol de mediodía y calentaba el aire con una tibieza encantadora. Soplaba la brisa justa, que no era un viento destemplado ni la calma mansa que precede a la tormenta. Gabriela fue hasta el vértice de la loma y se detuvo unos centímetros antes de la pendiente. Llevaba la cajita como si fuera a ofrecerla en sacrificio. Apenas abrió la tapa, la inclinó un poco y el aire hizo todo lo demás. Cerró los ojos con la sensación de haber cumplido. Diana la miró emocionada. Se paró detrás y la abrazó con fuerza. Gabriela le apretó las manos y se quedaron mudas hasta que las cenizas queridas se desvanecieron.

– Ya está.

– No, Gaby, esto recién empieza. ¿Cómo te sentís?

Gabriela iba a decir “bien”, pero vio tanta seriedad en la expresión de su hermana que no tuvo dudas de que aquella pregunta contenía también un desafío. Estaba descolocada, un poco aturdida. Pensó unos segundos antes de responder.

– ¿Que cómo me siento? Libre. ¿Y vos?

– Con ganas de dejar huella -contestó Diana y arrastró a su hermana en una carrera desaforada hacia la orilla del río ancho como mar.

Claudia Amengual

Claudia Amengual nació en Montevideo, Uruguay, en 1969. Es traductora pública, docente de la Universidad ORT e investigadora en el área de la lingüística desde el enfoque socio-cultural. Coordina talleres de narración y escribe cuentos, algunos de los cuales han sido publicados y otros premiados en concursos. Es autora de las novelas La rosa de Jericó (2000, Punto de Lectura, 2005), El vendedor de escobas (2002, Punto de Lectura, 2005) y Desde las cenizas (Alfaguara, 2005).

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