Decidieron abrir la segunda maleta. Gabriela parecía más tranquila, ahora. Con un aire de estudiada sensualidad, hurgó en su escote hasta que extrajo una cadena con una llavecita. Apenas destrabó la cerradura, un estallido de papeles dejó un reguero blanco en el piso. Gabriela no se inmutó. Miraba a los hombres y les ganaba la pulseada a fuerza de pura seducción; parecía una domadora con su látigo pronto para tajear el aire. En un gesto rápido, tomó, como al descuido, uno de los libros que había en la maleta y lo extendió hacia los hombres con cara de ingenua mientras les hablaba sin parar. Parecía tener algo entre las páginas, Diana los vio turbarse y devolver el libro que Gabriela conservó bajo el brazo. Diana lamentaba no poder ayudar desde afuera, pero había algo en la actitud de su hermana que indicaba que aquello sería cuestión de segundos. Y no demoró mucho en ver cómo los dos hombres se arrodillaban para juntar el papelerío, mientras Gabriela volvía la llavecita a su lugar y los miraba desde la altura. Por fin, atravesó las puertas con expresión de picardía infantil. Intercambió miradas con su hermana y soltó una carcajada. Se apretaron en un abrazo hasta que alguien les dijo que entorpecían el tránsito de los demás pasajeros.
– ¡La misma loca de siempre! ¿Qué traías? -preguntó Diana.
– Cosas mías.
– Pero, casi te dejan, ¿eh?
Gabriela hizo un gesto irreverente.
– Sí, sí, ahora porque estás de este lado, pero un poquito más y… ¿cuánto les diste?
– Nada.
– Te vi. En el libro.
Gabriela repitió la carcajada y Diana pensó que dos años sin verse eran demasiado tiempo.
– ¿Este libro? -y se lo extendió a la hermana con aquella complicidad de la infancia que ambas entendían.
Diana miró la portada con una foto de una pareja desnuda, entreverada en una posición más propia de un contorsionista que de una sesión amorosa.
– No ves que sos una loca. ¿Y qué les dijiste?
– Les dije que era sexóloga, que venía de un congreso, ¿ves?; también les mostré esta acreditación que siempre tengo, por las dudas. Eso los impresiona mucho.
Diana le dedicó una mirada de admiración que se multiplicó en sorpresa cuando vio que aquello que abultaba en el libro era una toallita femenina puesta entre sus páginas a modo de marcador.
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: miércoles 9 de julio de 2003, 00:35
Asunto: MAÑANA
Preciosa, hace un mes que sueño con una cara imaginada. Cuando voy a conocerte? Sabes que no borre ni un mensaje desde que empezamos a escribimos? Hoy los conte y son mas de setenta. Y algunos, larguisimos. Por que no puedo verte? No seras una viejita libidinosa que se aprovecha de este cuarentón en pena, no? Hoy tuve un dia imbancable. Puros problemas. Todo se complico y estoy molido. Me voy a la cama apenas termine de escribirte. Muerto de frió. Esta casa es demasiado grande para mi, pero no quiero mudarme. Estaba en pedazos cuando la compre y la hice a mi gusto. Claro que tenia otra vida en mente, pero, viste como son las cosas, a veces cambia todo en un segundo. Decime que me aceptas un cafecito. Dale, linda, un cafecito, nada mas. Que te parece mañana? Mira, cambie de idea, voy a quedarme aqui sentado hasta que me contestes. Si ves en el diario que apareció un tipo congelado frente a una computadora, sera tu culpa. Te mando un beso, dos besos, tres, todos los besos.
G.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: miércoles 9 de julio de 2003, 01:45
Asunto: Me tengo fe, caballero
¿Viejita libidinosa? Pero, ¿quién se cree usted que es? Para que sepa, todavía no piso los cuarenta y lo que llevo, lo llevo muy bien. No seré una diosa, pero me tengo fe, caballero. Y si no he querido verlo es porque usted es más misterioso que yo. ¿Más de setenta mails, dice? Y sigue sin decirme su nombre. ¿Qué puedo pensar? Algo grande habrá que lo quiere esconder tanto. Me temo lo peor.
Mañana tampoco podrá ser. Llega mi hermana de Lima. Tengo que ir a buscarla al aeropuerto. ¡Uy! No me diga que se quedó toda la noche esperando mi respuesta, ¡pobrecito! Es que ayer me acosté temprano y recién hoy lo encuentro por aquí. Espero que no se haya enfriado. Yo también le mando unos cuantos besos.
Diana
P.D.: El otro día le mandé un mail con una falta de ortografía horrible. Creo que fue “precencia” o algo así. Le pasé el corrector después y ahí saltó, aunque vio que uno no puede confiar mucho en estos correctores. Uno no puede confiar en nada.
III
– No sabía que manejaras tan bien -Gabriela se arrepintió al instante-. Discúlpame.
– No me molesta, cuando te fuiste no manejaba. Estaba paralizada. No me preguntes qué me sacudió, pero no quería seguir así. Sobre todo porque lo recargaba a Nando.
– ¿Cómo está mi cuñadito?
– Contento de verte.
– ¿Buen mozo?
– El de siempre. Nada más tiene unas canas que…
– ¡Uh! Ya me lo imagino. Cuarentón irresistible.
Diana la miró con algo de tristeza.
– Puede ser. Yo lo noto igual que antes.
– Y tú estás más delgada. ¿Qué haces para estar así?
– Escuchame, payasa, ¿querés dejar ese tonito peruano insoportable?
– Se me pegó -rió Gabriela-. Lo peor es que ahora hablo un cocoliche del demonio. Hay días en que ando vos para aquí, vos para allá. Al otro, vuelvo al tú. Hay gente en la universidad que me quiere estudiar como un fenómeno de aculturación o no sé qué.
– Dejate de bobadas. Decime, ¿se me nota que estoy más flaca?
– Siempre fuiste flaca, pero ahora estás como con cinturita.
– Dieta.
– A ver si se me contagia. Me vendría bien rebajar un poco.
Tomaron una curva que les abrió el paisaje a la ciudad. Gabriela suspiró y forzó un espacio de silencio en el que sólo había lugar para los recuerdos. La silueta de los edificios se recortaba sobre el atardecer. “Los cielos de mi país son los cielos más hermosos del mundo”, pensó. Desvió la mirada hacia el río pardo, tan ancho como un mar, añorado en las tardes limeñas cuando veía el océano estrellarse contra los murallones en espumaradas blancas y se le anudaba el pecho pensando que por nada cambiaría las aguas revueltas de su viejo río.
Dos cosas había extrañado en Lima: la rambla costanera y el dulce de leche. Lo demás la había envuelto en un torbellino de sensaciones nuevas sin tiempo para nostalgias, pero por las noches, cuando la cama se volvía demasiado ancha, hubiera dado cualquier cosa por una cucharada. Anduvo días buscando algún sustituto que le calmara el antojo. Cuanto probaba le sabía a una mala copia, hasta que en la universidad alguien le dijo que en un restaurante argentino vendían dulce de leche casero a precio de oro.
El restaurante era una parrillada decorada con elementos camperos: rebenques, estribos y una rueda de carreta contra la pared del fondo, junto a un aljibe. La fachada colonial, con un imponente balcón de estilo morisco, no presagiaba el interior vicario de los campos del sur. Adentro, las carnes alineadas con un encanto que oscilaba entre el rigor científico y el arte buscaban su punto exacto; los ajíes abiertos a la mitad interrumpían la monotonía de achuras cuyo origen era mejor ignorar; envueltos en papel plateado, crujían papas y boniatos. Y allá al fondo, ardiendo en brasas intensas como un infierno bajo control, crepitaba la leña y se deshacía en humos aromáticos.