Dentro de la furgoneta el aire era frío y como quebradizo. Yo veía el vaho cuando él exhalaba, y me entraron ganas de palpar mis pétreos pulmones.
Condujo por la estrecha carretera que discurría entre dos polígonos industriales nuevos. La furgoneta coleó al pasar por un bache particularmente hondo, y la caja dentro de la cual estaba el saco con mi cuerpo se golpeó contra el neumático de repuesto, resquebrajando el plástico.
– Maldita sea -dijo el señor Harvey. Pero se puso de nuevo a silbar sin detenerse.
Recuerdo haber recorrido un día esa carretera con mi padre al volante y Buckley acurrucado contra mí -sólo había un cinturón de seguridad para los dos- en una salida ilegal.
Mi padre nos había preguntado si queríamos ver desaparecer una nevera.
– ¡La tierra se la tragará! -dijo, poniéndose el gorro y los guantes de cordobán oscuro que yo codiciaba.
Yo sabía que llevar guantes significaba que eras adulto, mientras que los mitones significaban que no lo eras.
(Para las navidades de 1973 mi madre me había comprado unos guantes. Lindsey acabó con ellos, pero ella sabía que eran míos. Los dejó en el borde del campo de trigo un día al volver del colegio. Siempre me quitaba cosas.)
– ¿La tierra tiene boca? -preguntó Buckley.
– Una gran boca redonda sin labios -respondió mi padre.
– Para, Jack -dijo mi madre-. ¿Sabes que le he pillado fuera gruñéndoles a las lagartijas?
– Voy -dije.
Mi padre me había explicado que había una mina subterránea abandonada y que se había derrumbado creando un pozo profundo. Me daba igual; tenía tantas ganas de ver cómo la tierra se tragaba algo como cualquier niño.
De modo que cuando vi que el señor Harvey me llevaba a la sima no pude menos de pensar en lo listo que era. Había metido el saco en una caja metálica, colocándome en el centro de todo ese peso.
Era tarde cuando llegó, y dejó la caja dentro de su Wagoneer mientras se acercaba a la casa de los Flanagan, que vivían en la propiedad donde estaba la sima. Los Flanagan se ganaban la vida cobrando a la gente para tirar en ella sus electrodomésticos.
El señor Harvey llamó a la puerta de la pequeña casa blanca y una mujer acudió a abrir. El olor a cordero con romero que salió de la parte trasera de la casa llenó mi cielo y las fosas nasales del señor Harvey. Vi a un hombre en la cocina.
– Buenas tardes, señor -dijo la señora Flanagan-. ¿Trae algo?
– Lo he dejado en la furgoneta -respondió el señor Harvey. Tenía un billete de veinte dólares preparado.
– ¿Qué hay dentro, un cadáver? -bromeó ella.
Era lo último que tenía en la mente. Vivía en una casa bien caldeada, aunque pequeña. Y tenía un marido que siempre estaba en casa arreglando cosas y era amable con ella porque nunca había tenido que trabajar, y un hijo que todavía era lo bastante pequeño para creer que su madre lo era todo en el mundo.
El señor Harvey sonrió, pero al ver la sonrisa en sus labios no desvié la mirada.
– La vieja caja fuerte de mi padre, que por fin me he decidido a traer -dijo-. Llevo años queriendo hacerlo. Nadie se acuerda de la combinación.
– ¿Hay algo dentro?
– Aire viciado.
– Adelante, entonces. ¿Le echo una mano?
– Se lo agradecería -dijo él.
Los Flanagan no sospecharon ni por un momento que la niña sobre la que iban a leer en los próximos años en los periódicos -«Desaparecida, posible muerte violenta»; «Perro del vecindario encuentra un codo»; «Niña de catorce años, presuntamente asesinada en el campo de trigo Stolfuz»; «Advertencia a las demás jóvenes»; «El ayuntamiento recalifica los terrenos colindantes con el instituto»; «Lindsey Salmón, hermana de la niña fallecida, pronuncia un discurso de despedida»- estaba en la caja metálica de color gris que un hombre solitario había traído una noche y pagado veinte dólares para tirarla.
Al regresar a la furgoneta, el señor Harvey metió las manos en los bolsillos. En uno de ellos estaba mi pulsera de colgantes plateada. No recordaba habérmela quitado de la muñeca. No recordaba haberla guardado en el bolsillo de sus pantalones limpios. La carnosa yema de su dedo índice palpó el metal dorado y liso de la piedra de Pensilvania, la parte posterior de la zapatilla de ballet, el agujerito del diminuto dedal y los radios de las ruedas de la bicicleta, que giraban a la perfección. Al bajar por la carretera 202 se detuvo junto al arcén, se comió un sándwich de embutido de hígado que se había preparado un poco antes ese día y condujo hasta un polígono industrial que estaban construyendo al sur de Downingtown. No había nadie en la obra. En aquella época no había vigilancia en los barrios residenciales. Aparcó el coche cerca de una letrina portátil. Tenía una excusa preparada en el caso poco probable de que necesitara una.
Era en ese período inmediatamente posterior a mi asesinato en el que yo pensaba en el señor Harvey, y en cómo vagó por las lodosas excavaciones y se perdió entre los bulldozers durmientes cuyas monstruosas moles resultaban terroríficas en la oscuridad. El cielo de la Tierra estaba azul oscuro esa noche, y en esa zona abierta el señor Harvey alcanzaba a ver kilómetros a lo lejos. Yo preferí quedarme con él, contemplar con él los kilómetros que tenía ante sí. Quería ir a donde él fuera. Había dejado de nevar y soplaba el viento. Se adentró en lo que su instinto de albañil le dijo que no tardaría en ser un estanque artificial y se quedó allí parado, palpando los colgantes por última vez. Le gustaba la piedra de Pensilvania, en la que mi padre había grabado mis iniciales -mi colgante favorito era la pequeña bicicleta-, de modo que la arrancó y se la guardó en el bolsillo. Arrojó la pulsera con el resto de los colgantes al estanque artificial que no iban a tardar en construir.
Dos días después de Navidad, vi al señor Harvey leer un libro sobre los pueblos dogon y bambara de Malí. Observé cómo se le encendía una bombilla mientras leía sobre la tela y las cuerdas que utilizaban para construir refugios. Decidió que quería volver a construir algo, experimentar como había hecho con la madriguera, y se decidió por una tienda ceremonial como la que describía su libro. Reuniría los sencillos materiales y la montaría en unas pocas horas en el patio trasero.
Después de haber hecho añicos todas sus botellas, mi padre lo encontró allí.
Fuera hacía frío, pero el señor Harvey sólo llevaba una camisa fina de algodón. Había cumplido los treinta y seis ese año y probaba las lentillas duras. Éstas hacían que sus ojos estuvieran perpetuamente inyectados en sangre, y mucha gente, entre ellos mi padre, creían que se había dado a la bebida.
– ¿Qué es eso? -preguntó mi padre.
A pesar de las enfermedades cardíacas que habían padecido los hombres Salmón, mi padre era robusto. Era más corpulento que el señor Harvey, de modo que cuando rodeó la parte delantera de la casa de tejas verdes y entró en el patio trasero, y lo vio levantar lo que parecían postes de una portería de fútbol, se le veía campechano y capaz. Iba como flotando después de haberme visto en los cristales rotos. Lo vi cruzar el césped con tranquilidad, como los chicos cuando van al instituto. Se detuvo cuando le faltaba poco para tocar con la mano el seto de saúco del señor Harvey.
– ¿Qué es eso? -volvió a preguntar.
El señor Harvey se detuvo el tiempo justo para mirarlo y volvió de nuevo a lo que lo ocupaba.
– Una tienda.
– ¿Y eso qué es?
– Señor Salmón -dijo-, siento mucho lo ocurrido.
Irguiéndose, mi padre respondió con la palabra de rigor:
– Gracias. -Era como una roca encaramada en su garganta.
Siguió un momento de silencio, y entonces el señor Harvey, al darse cuenta de que mi padre no tenía intención de marcharse, le preguntó si quería ayudarle.