Mi padre oyó a Lindsey entrar en su cuarto. ¡Bang!, la puerta se cerró con un portazo. ¡Pum!, los libros cayeron al suelo. ¡Crac!, ella se arrojó sobre la cama. Se quitó los zuecos, bum, bum, y los dejó caer al suelo. Unos minutos después él estaba al otro lado de la puerta.
– Lindsey -dijo llamando con los nudillos.
No hubo respuesta.
– Lindsey, ¿puedo entrar?
– Vete -llegó la resuelta respuesta.
– Vamos, cariño -suplicó él.
– ¡Vete!
– Lindsey -dijo mi padre tomando aire-, ¿por qué no me dejas entrar?
Apoyó la frente contra la puerta del dormitorio. La madera estaba fría al tacto y por un segundo olvidó las palpitaciones de sus sienes, la sospecha que tenía ahora y que no cesaba de repetirse: «Harvey, Harvey, Harvey».
En calcetines, Lindsey se acercó a la puerta sin hacer ruido. La abrió mientras su padre retrocedía y ponía una cara que esperaba que dijera: «No huyas».
– ¿Qué? -dijo ella. Tenía una expresión tensa, con aire retador-. ¿Qué quieres?
– Quiero saber cómo estás -dijo él.
Pensó en la cortina que había caído entre él y el señor Harvey, en cómo éste había escapado de una captura segura, de una bonita acusación. Su familia salía a la calle y pasaba por delante de la casa de tejas verdes del señor Harvey para ir al colegio. Para que volviera a llegarle la sangre al corazón necesitaba a su hija.
– Quiero estar sola -dijo Lindsey-. ¿No está claro?
– Estoy aquí si me necesitas -dijo él.
– Papá -dijo mi hermana, haciendo una concesión por él-, prefiero afrontarlo yo sola.
¿Qué podía hacer él con esa respuesta? Podría haber roto el código y decir «Pues yo no, yo no puedo, no me obligues a hacerlo», pero se quedó allí un segundo y emprendió la retirada.
– Lo comprendo -dijo al principio, aunque no era cierto.
Yo quería levantarlo del suelo, como las estatuas que había visto en los libros de historia del arte. Una mujer levantando a un hombre. El rescate al revés. Hija a padre diciendo: «No te preocupes. Todo irá bien. No dejaré que te hagan daño».
En lugar de eso observé cómo se iba a llamar por teléfono a Len Fenerman.
Esas primeras semanas, la policía se mostró casi reverente. Los casos de niñas muertas desaparecidas no eran muy frecuentes en los barrios residenciales. Pero sin pistas sobre dónde estaba mi cuerpo o quién me había matado, la policía se estaba poniendo nerviosa. Había una ventana en el tiempo gracias a la cual solían encontrarse pruebas físicas: la ventana cada vez era más pequeña.
– No quiero parecer irracional, detective Fenerman -dijo mi padre.
– Por favor, llámeme Len.
Debajo de la esquina del secante en forma de rodillo de su escritorio estaba mi foto del colegio, que Len Fenerman había conseguido de mi madre. Antes de que nadie lo expresara en palabras, él sabía que yo estaba muerta.
– Estoy seguro de que hay un hombre en el vecindario que sabe algo -dijo mi padre.
Miraba por la ventana de su estudio del piso de arriba, hacia el campo de trigo. El dueño del campo había dicho a la prensa que iba a dejarlo en barbecho por el momento.
– ¿Quién es y qué le ha llevado a creer algo así? -preguntó Len Fenerman.
Escogió un lápiz pequeño, grueso y mordisqueado de la bandeja metálica del cajón de su escritorio.
Mi padre le habló de la tienda, de cómo el señor Harvey le había dicho que se marchara a casa, de que había pronunciado mi nombre y de lo raro que creía el vecindario que era el señor Harvey, sin un empleo fijo ni hijos.
– Lo investigaré -dijo Len Fenerman, porque era su deber. Era el papel que le había tocado. Pero la información que le había dado mi padre apenas era un punto de partida-. No hable con nadie ni vuelva a acercarse a él -advirtió.
Cuando mi padre colgó sintió una extraña sensación de vacío. Agotado, abrió la puerta de su estudio y la cerró sin hacer ruido detrás de él. En el pasillo, por segunda vez, llamó a mi madre:
– Abigail.
Ella estaba en el cuarto de baño del piso de abajo, comiendo a escondidas los macarrones de almendras que la compañía de mi padre siempre nos enviaba por Navidad. Los comía con avidez; eran como soles reventando en su boca. El verano que estuvo embarazada de mí no se quitó de encima un vestido premamá a cuadros, negándose a gastar dinero en otro, y comió todo lo que quiso, frotándose la barriga y diciendo «Gracias, bebé», mientras el chocolate le chorreaba sobre los pechos.
Alguien llamó con los nudillos en la parte inferior de la puerta.
– ¿Mamá?
Ella volvió a esconder los macarrones en el botiquín, tragando los que ya tenía en la boca.
– ¿Mamá? -repitió Buckley, soñoliento-. ¡Mamaaaaaá!
Ella no hizo caso.
Cuando abrió la puerta, mi hermano pequeño se aferró a sus rodillas y apretó la cara contra sus muslos.
Al oír movimiento, mi padre fue a reunirse con mi madre en la cocina. Juntos se consolaron ocupándose de Buckley.
– ¿Dónde está Susie? -preguntó Buckley mientras mi padre untaba Fluffernutter en pan de trigo.
Preparó tres rebanadas: una para él, una para mi madre y otra para su hijo de cuatro años.
– ¿Has recogido tu juego? -dijo mi padre, preguntándose por qué se empecinaba en eludir el tema con la única persona que lo abordaba de frente.
– ¿Qué le pasa a mamá? -preguntó Buckley.
Juntos observaron a mi madre, que tenía la mirada perdida en el fregadero vacío.
– ¿Te gustaría ir al zoo esta semana? -preguntó mi padre.
Se odiaba por ello. Odiaba el soborno y la burla, el engaño. Pero ¿cómo iba a decirle a su hijo que su hermana mayor podía estar descuartizada en alguna parte?
Pero Buckley oyó la palabra zoo y todo lo que eso significaba, que para él era sobre todo ¡monos!, y emprendió el serpenteante camino de olvidar un día más. La sombra de los años no era tan grande sobre su cuerpecito. Sabía que yo me había ido, pero cuando la gente se iba siempre volvía.
Cuando Len Fenerman había ido de puerta en puerta por el vecindario, en casa de George Harvey no había averiguado nada singular. El señor Harvey era un hombre solo, según dijo, que había tenido intención de venirse a vivir allí con su mujer. Ésta había muerto poco antes de la mudanza. Él construía casas de muñecas para tiendas especializadas y era muy reservado. Era lo único que sabía la gente. Aunque no habían florecido precisamente las amistades a su alrededor, las simpatías del vecindario siempre habían estado con él. Cada casa de dos plantas encerraba una historia. Para Len Fenerman sobre todo, la de George Harvey parecía convincente.
No, dijo Harvey, no conocía bien a los Salmón. Había visto a los niños. Todo el mundo sabía quién tenía hijos y quién no, comentó con la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda.
– Ves juguetes en el jardín. Hay más bullicio en las casas -observó con voz entrecortada.
– Tengo entendido que ha tenido recientemente una conversación con el señor Salmón -dijo Len en su segundo viaje a la casa verde oscura.
– Sí, ¿hay algún problema? -preguntó el señor Harvey.
Miró a Len con los ojos entornados, pero luego tuvo que hacer una pausa-. Deje que vaya por las gafas -dijo-. Estaba investigando sobre un segundo imperio.
– ¿Un segundo imperio? -preguntó Len.
– Ahora que se han acabado mis pedidos de Navidad, puedo experimentar -explicó el señor Harvey.
Len lo siguió a la parte trasera, donde había una mesa de comedor colocada contra una pared. Encima había amontonados lo que parecían ser paneles de madera en miniatura.
«Un poco raro -pensó Fenerman-, pero eso no le convierte en asesino.»