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– ¿Ves este zapato? -dijo mi padre.

Buckley asintió.

– Quiero que escuches bien todo lo que voy a decirte sobre él, ¿de acuerdo?

– ¿Susie? -preguntó mi hermano, relacionando por alguna razón las dos cosas.

– Sí, voy a decirte dónde está Susie.

Yo empecé a llorar en el cielo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

– Este zapato es la ficha con que jugaba Susie al Monopoly -dijo-. Yo jugaba con el coche y a veces con la carretilla. Lindsey juega con la plancha, y cuando tu madre juega, escoge el cañón.

– ¿Eso es un perro?

– Sí, es un Scottie.

– ¡Para mí!

– Muy bien -dijo mi padre. Se mostraba paciente. Había encontrado una manera para explicarlo. Tenía a su hijo en el regazo y, mientras hablaba, sentía el cuerpo menudo de Buckley sobre sus rodillas, su peso humano, tibio y vivo. Le reconfortaba-. Entonces, de ahora en adelante el Scottie será tu ficha. ¿Cuál hemos dicho que es la pieza de Susie?

– El zapato -dijo Buckley.

– Bien, y yo soy el coche, tu hermana la plancha y tu madre el cañón.

Mi padre se concentró mucho.

– Ahora vamos a poner todas las piezas en el tablero, ¿de acuerdo? Vamos, hazlo tú.

Buckley cogió un puñado de fichas y luego otro, hasta que todas estuvieron colocadas entre las cartas de la suerte y las de la caja de comunidad.

– Digamos que las demás fichas son nuestros amigos.

– ¿Como Nate?

– Exacto, tu amigo Nate será el sombrero. Y el tablero es el mundo. Ahora bien, si yo te dijera que, cuando tiro los dados, me quitan una de las fichas, ¿qué significa eso?

– ¿Que no pueden seguir jugando?

– Exacto.

– ¿Por qué? -preguntó Buckley.

Levantó la vista hacia su padre, que vaciló.

– ¿Por qué? -repitió mi hermano.

Mi padre no quería decir «Porque la vida es injusta», ni «Porque así son las cosas». Quería decir algo ingenioso, algo que explicara la muerte a un niño de cuatro años. Puso una mano en la parte inferior de la espalda de Buckley.

– Susie está muerta -dijo, incapaz de hacerlo encajar en las reglas del juego-. ¿Sabes lo que eso significa?

Buckley le cogió la mano y cubrió el zapato con ella. Levantó la mirada para ver si era la respuesta adecuada.

Mi padre asintió.

– No vas a volver a ver a Susie, cariño. Ninguno de nosotros va a hacerlo. -Y se echó a llorar.

Buckley lo miró a los ojos, sin comprenderlo del todo.

Guardó el zapato en su cómoda, hasta que un día desapareció de allí y, por mucho que lo buscó, no logró dar con él.

En la cocina, mi madre se terminó su ponche y se excusó. Fue a la sala de estar y contó la cubertería de plata, ordenando metódicamente los tres tipos de tenedores, cuchillos y cucharas, haciéndoles «subir la escalera» como le habían enseñado a hacer cuando trabajaba en la tienda para novias Wanamaker, antes de que yo naciera. Quería fumarse un cigarrillo y que los hijos que le quedaban desaparecieran un rato.

– ¿Vas a abrir tu regalo? -preguntó Samuel Heckler a mi hermana.

Estaban junto a la encimera, apoyados contra el lavavajillas y los cajones de las servilletas y trapos de cocina. En la habitación de su derecha estaban sentados mi padre y mi hermano; al otro lado de la cocina, mi madre pensaba en nombres de marcas: Wedgwood Florentine, Cobalt Blue; Royal Worcester, Mountbatten; Lenox, Eternal.

Lindsey sonrió y tiró de la cinta blanca de la caja.

– El lazo lo ha hecho mi madre -dijo Samuel Heckler.

Ella retiró el papel azul de la caja de terciopelo negro, que sostuvo con cuidado en la palma de la mano una vez desenvuelta. En el cielo me emocioné. Cuando Lindsey y yo jugábamos con Barbies, Barbie y Ken se casaban a los dieciséis años. Para nosotras, en la vida de cada uno sólo existía un amor verdadero; para nosotras no existía el concepto de hacer concesiones o volver a intentarlo.

– Ábrelo -dijo Samuel Heckler.

– Tengo miedo.

– No lo tengas.

Le puso una mano en el antebrazo y, ¡guau!, no sabes lo que sentí cuando lo hizo. ¡Lindsey estaba en la cocina con un chico guapo, vampiro o no! Era un notición; de pronto me enteraba de todo. Ella nunca me lo habría contado.

Lo que había dentro de la caja era típico o decepcionante o un milagro, según se mirara. Era típico porque se trataba de un chico de trece años, y era decepcionante porque no era un anillo de boda, y era un milagro. Le había regalado medio corazón. Era de oro, y de su camisa Hukapoo sacó la otra mitad. La llevaba colgada al cuello con un cordón de cuero.

Lindsey se puso colorada; yo me puse colorada en el cielo.

Olvidé a mi padre en el cuarto de estar y a mi madre contando la cubertería de plata. Vi a Lindsey acercarse a Samuel Heckler. Lo besó; fue maravilloso. Yo casi volvía a estar viva.

6

Dos semanas antes de mi muerte, salí de casa más tarde que de costumbre, y cuando llegué al colegio, vi que el círculo de asfalto donde solían estar los autocares escolares estaba vacío.

En la entrada, uno de los encargados de la disciplina apuntaba tu nombre si tratabas de cruzar las puertas después del primer timbrazo, y yo no quería que me llamaran por megafonía durante la clase para que fuera a sentarme en el duro banco que había a la puerta del despacho del señor Peterford, donde, como era bien sabido, te hacía inclinarte y te atizaba en el trasero con una vara. Había pedido al profesor de manualidades que hiciera en ella unas perforaciones para disminuir la resistencia del viento y aumentar el dolor cuando aterrizaba en tus vaqueros.

Yo nunca había llegado lo bastante tarde ni me había portado lo bastante mal como para probarla, pero me la imaginaba tan bien en cualquier otro niño que me escocía el culo. Clarissa me había dicho que los porreros novatos, como se les llamaba en el colegio, utilizaban la puerta del fondo del escenario del auditorio que siempre dejaba abierta Cleo, el portero, que había abandonado los estudios siendo porrero en toda la extensión de la palabra.

De modo que ese día entré con sigilo por detrás del escenario, mirando bien por dónde caminaba, con cuidado de no tropezar con las distintas cuerdas y cables. Me detuve cerca de un andamio y dejé la cartera en el suelo para peinarme. Había tomado la costumbre de salir de casa con el gorro de cascabeles y, en cuanto me ponía a cubierto detrás de la casa de los O'Dwyer, me lo cambiaba por una vieja gorra del regimiento escocés de mi padre. La operación me dejaba el pelo tan lleno de electricidad que mi primera parada solía ser el lavabo de las chicas para peinarme.

– Eres guapa, Susie Salmón.

Oí la voz, pero no la localicé enseguida. Miré alrededor.

– Estoy aquí -dijo la voz.

Levanté la vista, y vi la cabeza y el torso de Ray Singh inclinados sobre la parte superior del andamio, por encima de mí.

– Hola -dijo.

Sabía que Ray Singh estaba colado por mí. Había venido de Inglaterra el año anterior, pero Clarissa decía que había nacido en la India. Que alguien tuviera la cara de un país y el acento de otro, y luego fuera a vivir a un tercer país me parecía demasiado increíble para entenderlo. Lo convertía instantáneamente en un chico interesante. Además, parecía darnos mil vueltas al resto de la clase, y estaba colado por mí. Lo que al final me di cuenta de que eran poses -la chaqueta de esmoquin que llevaba a veces a clase y sus cigarrillos extranjeros, que en realidad eran de su madre-, me parecían pruebas de su educación superior. Él sabía y veía cosas que el resto no sabíamos ni veíamos. Esa mañana, cuando me habló desde arriba, me dio un vuelco el corazón.

– ¿No ha sonado ya la primera llamada? -pregunté.

– Tengo al señor Morton de tutor -dijo él.

Eso lo explicaba todo. El señor Morton tenía una resaca perpetua que estaba en su punto álgido a primera hora. Nunca pasaba lista.