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– Es muy raro -dijo Ruth-. Quiero decir que llevábamos desde el parvulario en la misma clase, pero ese día en el escenario fue la primera vez que nos miramos.

– Era increíble -dijo Ray. Pensó en el contacto de nuestros labios cuando nos quedamos solos junto a la hilera de taquillas. Cómo había sonreído yo con los ojos cerrados y luego casi había huido-. ¿Crees que la encontrarán?

– Supongo. ¿Sabes que sólo estamos a cien metros de donde pasó?

– Lo sé -dijo él.

Estaban los dos sentados en el estrecho borde metálico de la plataforma para lanzamiento de peso, sosteniendo sus tazas con las manos enguantadas. El campo de trigo se había convertido en un lugar adonde nadie iba. Cuando se escapaba un balón del campo de fútbol, algún chico hacía frente al desafío de adentrarse en él para recuperarlo. Esa mañana el sol se elevaba por encima de los tallos muertos, pero no calentaba.

– Los encontré aquí -dijo ella, señalando los guantes de piel.

– ¿Piensas alguna vez en ella? -preguntó él.

Volvieron a quedarse callados.

– Todo el tiempo -dijo Ruth. Sentí un escalofrío a lo largo de la columna vertebral-. A veces pienso que tiene suerte, ¿sabes? Odio este lugar.

– Yo también -dijo Ray-. Pero he vivido en otros lugares. Sólo es un infierno temporal, no es para siempre.

– No estarás insinuando…

– Ella está en el cielo, si crees en estas cosas.

– ¿Tú no?

– No, creo que no.

– Yo sí -dijo Ruth-. No me refiero a todas esas chorradas de ángeles con alas cantando lalalá, pero sí creo que hay un cielo.

– ¿Es feliz?

– Es el cielo, ¿no?

– Pero ¿qué significa eso?

El té se había quedado helado y ya había sonado la primera campana. Ruth sonrió hacia su taza.

– Bueno, como diría mi padre, significa que está fuera de este agujero de mierda.

Cuando mi padre tocó el timbre de la casa de Ray Singh, la madre de Ray, Ruana, lo dejó sin habla. Ella no se mostró inmediatamente cordial, y a él no le pareció ni mucho menos risueña, pero algo en su pelo moreno y sus ojos grises, incluso en la extraña manera en que pareció retroceder en cuanto abrió la puerta, lo abrumó.

Había oído los comentarios descorteses que había hecho la policía sobre ella. Para ellos era una mujer fría y esnob, altiva, extraña. Y eso era lo que él esperaba encontrar.

– Pase y siéntese -había dicho ella cuando él pronunció el nombre de su hijo.

Al oír la palabra Salmón, sus ojos habían pasado de ser puertas cerradas a abiertas, habitaciones oscuras por donde él quería viajar personalmente.

Casi perdió el equilibrio mientras ella lo conducía a la pequeña y atestada sala de estar. Por el suelo había libros con los lomos mirando hacia arriba que procedían de estantes de tres en fondo. Ella llevaba un sari amarillo encima de lo que parecían unos ceñidos pantalones de lame dorado. Iba descalza. Cruzó la moqueta sin hacer ruido y se detuvo junto al sofá.

– ¿Quiere beber algo? -preguntó ella, y él asintió-. ¿Frío o caliente?

– Caliente.

Mientras ella doblaba la esquina y desaparecía en una habitación que él no alcanzaba a ver, mi padre se sentó en el sofá de tela a cuadros marrones. Las ventanas que tenía enfrente, debajo de las cuales había hileras de libros, estaban cubiertas de largas cortinas de muselina a través de las cuales la luz del día tenía que luchar por filtrarse. De pronto se sintió muy a gusto y casi olvidó por qué esa mañana había comprobado dos veces la dirección de los Singh.

Al cabo de un rato, mientras mi padre pensaba en lo cansado que estaba y en que había prometido a mi madre recoger unas prendas que llevaban mucho tiempo en la tintorería, la señora Singh volvió con té en una bandeja que dejó en la alfombra delante de él.

– No tenemos muchos muebles, me temo. El doctor Singh todavía está tratando de conseguir un puesto permanente en la universidad.

Fue a la habitación contigua y trajo un cojín morado para ella, que colocó en el suelo delante de él.

– ¿Es profesor el señor Singh? -preguntó mi padre, aunque ya lo sabía, sabía demasiadas cosas acerca de esa atractiva mujer y su casa escasamente amueblada para sentirse cómodo.

– Sí -respondió ella, y sirvió el té. No hizo ruido. Le tendió una taza y, mientras él la cogía, dijo-: Ray estaba con él el día que mataron a su hija.

Él quiso desmayarse.

– Debe de haber venido por eso -continuó ella.

– Sí -dijo él-. Quería hablar con él.

– Todavía no ha vuelto del colegio -dijo ella-. Ya lo sabe.

Tenía las piernas dobladas hacia un lado, las uñas de los pies largas y sin pintar, con la superficie curvada tras años de bailar.

– Quería venir para asegurarle que no es mi intención perjudicarle -dijo mi padre.

Yo nunca lo había visto así. Las palabras le habían brotado como si se librara de cargas, verbos y nombres acumulados, pero se fijó en cómo los pies de ella se curvaban contra la moqueta de color pardo, y en cómo el haz de la luz que se filtraba por las cortinas le rozaba la mejilla derecha.

– El no ha hecho nada malo. Y quería a su hija. Aunque fuese un enamoramiento de colegial.

La madre de Ray era continuamente objeto de enamoramientos por parte de colegiales. El adolescente que repartía el periódico se detenía con su bicicleta, esperando que ella estuviera cerca de la puerta cuando oyera caer en el porche el Philadelphia Inquirer. Que saliera y, si lo hacía, que lo saludara con la mano. No tenía ni que sonreír, y ella raras veces lo hacía fuera de su casa; eran sus ojos, su figura de bailarina, la forma en que parecía deliberar sobre el menor movimiento de su cuerpo.

Cuando la policía había ido, habían entrado dando traspiés en el vestíbulo oscuro en busca de un asesino, pero antes de que Ray llegara a lo alto de las escaleras, Ruana los había confundido de tal modo que aceptaron una taza de té y se sentaron en cojines de seda. Habían esperado que ella incurriera en el parloteo que esperaban de todas las mujeres atractivas, pero ella se limitó a erguirse aún más mientras ellos se esforzaban encarecidamente por congraciarse con ella, y se quedó de pie, muy tiesa, junto a las ventanas mientras ellos interrogaban a su hijo.

– Me alegro de que Susie tuviera como amigo a un buen chico -dijo mi padre-. Quisiera agradecérselo a su hijo.

Ella sonrió, sin enseñar los dientes.

– Le escribió una nota de amor -añadió él.

– Sí.

– Ojalá hubiera sabido lo suficiente para hacer lo mismo -dijo él-. Para decirle que la quería ese último día.

– Sí.

– Su hijo, en cambio, lo hizo.

– Sí.

Se miraron un momento.

– La policía debe de haber enloquecido con usted -dijo él, y sonrió más para sí que para ella.

– Vinieron a acusar a Ray -dijo ella-. No me preocupó lo que pensaran de mí.

– Imagino que ha sido muy duro para él -dijo mi padre.

– No, no voy a permitirlo -dijo ella con severidad, dejando la taza de nuevo en la bandeja-. No puede compadecer a Ray o a nosotros.

Mi padre trató de balbucir unas palabras de protesta.

Ella levantó una mano.

– Usted ha perdido a una hija y ha venido aquí con algún propósito. Sólo le permitiré eso, pero no que intente ponerse en nuestro lugar, eso nunca.

– No era mi intención ofenderla -dijo él-. Yo sólo…

Volvió a alzar la mano.

– Ray estará en casa dentro de veinte minutos. Yo hablaré antes con él para prepararlo, luego podrá hablar con él de su hija.

– ¿Qué he dicho?

– Me gusta tener tan pocos muebles. Eso me permite pensar que algún día podríamos hacer las maletas e irnos.