– Espero que se queden -dijo mi padre. Lo dijo porque le habían entrenado para ser educado desde una edad muy temprana, entrenamiento que me había transmitido, pero también lo dijo porque parte de él quería más de ella, de esa fría mujer que no era exactamente fría, esa roca que no era piedra.
– Con todo el respeto -dijo ella-, usted ni siquiera me conoce. Esperaremos a Ray juntos.
Mi padre había salido de casa en medio de una discusión entre Lindsey y mi madre. Esta había intentado convencer a Lindsey para que la acompañara a la YMCA a nadar. Sin pensarlo, Lindsey había bramado a voz en grito: «¡Antes me muero!». Mi padre había visto cómo mi madre se había quedado inmóvil y a continuación había estallado y huido a su habitación para llorar detrás de la puerta. El había metido sin decir nada su cuaderno en el bolsillo de su chaqueta, había cogido las llaves del coche del perchero que había junto a la puerta trasera y había salido con sigilo.
En aquellos primeros meses, mis padres se movieron en direcciones opuestas. Cuando uno se quedaba en casa, el otro salía. Mi padre se quedaba dormido en la butaca verde de su estudio, y cuando se despertaba, entraba con cuidado en el dormitorio y se metía en la cama. Si mi madre tenía todas las sábanas, renunciaba a ellas y se hacía un ovillo, listo para saltar en cuanto lo avisaran, listo para cualquier cosa.
– Sé quién la mató. -Se oyó a sí mismo decírselo a Ruana Singh.
– ¿Se lo ha dicho a la policía?
– Sí.
– ¿Y qué le han dicho?
– Dicen que de momento no hay nada que lo relacione con el crimen aparte de mis sospechas.
– Las sospechas de un padre… -empezó a decir ella.
– Tan convincentes como la intuición de una madre.
Esta vez, a Ruana se le vieron los dientes al sonreír.
– Vive en el vecindario.
– ¿Qué se propone hacer?
– Estoy investigando todas las pistas -dijo mi padre, sabiendo cómo sonaba al decirlo.
– Y mi hijo…
– Es una pista.
– Tal vez le asusta a usted demasiado el otro hombre.
– Pero tengo que hacer algo -protestó él.
– Volvemos a estar en las mismas, señor Salmón -dijo ella-. Me ha interpretado mal. No estoy diciendo que no haya hecho bien viniendo aquí. En cierto modo, es lo que debe hacer. Quiere encontrar algo tierno, algo emotivo en todo este asunto. Su búsqueda lo ha traído aquí. Eso está bien. Sólo me preocupa que no esté tan bien para mi hijo.
– No quiero hacerle daño.
– ¿Cómo se llama el hombre?
– George Harvey. -Era la primera vez que lo decía en voz alta a alguien que no fuese Len Fenerman.
Ella guardó silencio y se levantó. Volviéndole la espalda, se acercó primero a una ventana y luego a la otra para descorrer las cortinas. Era la luz de después del colegio que tanto le gustaba. Buscó a Ray con la mirada y lo vio acercarse por la carretera.
– Ya viene. Saldré a su encuentro. Si me disculpa, necesito ponerme el abrigo y las botas. -Se detuvo-. Señor Salmón, yo haría exactamente lo que está haciendo usted: hablaría con todo el mundo con quien necesitara hablar, no diría a mucha gente el nombre del individuo. Y cuando estuviera segura -añadió-, encontraría una manera silenciosa de matarlo.
Él la oyó en el vestíbulo, el ruido metálico de perchas al descolgar su abrigo. Unos minutos después, la puerta se abrió y se cerró. Entró una fría brisa y a continuación vio en la carretera a una madre saludando a su hijo. Ninguno de los dos sonrió. Bajaron la cabeza. Movieron los labios. Ray encajó la noticia de que mi padre lo esperaba en su casa.
Al principio, mi madre y yo pensamos que era sólo lo obvio lo que distinguía a Len Fenerman del resto de la policía. Era más menudo que los robustos agentes uniformados que solían acompañarlo. Luego estaban los rasgos menos obvios: que a menudo parecía estar ensimismado, y que no estaba para bromas y se ponía muy serio cuando hablaba de mí y de las circunstancias del caso. Pero al hablar con mi madre, Len Fenerman se había revelado como lo que era: un optimista. Creía que capturarían a mi asesino.
– Tal vez no sea hoy ni mañana -dijo a mi madre-, pero algún día hará algo incontrolable. Hay demasiadas cosas incontroladas en sus costumbres para que no lo haga.
Mi madre se quedó sola para atender a Len Fenerman hasta que mi padre volvió de casa de los Singh. En la mesa de la sala estaban los lápices de Buckley desparramados sobre el papel de la carnicería que le había dado mi madre. Buckley y Nate habían dibujado hasta que sus cabezas habían empezado a inclinarse como flores pesadas, y mi madre los había cogido en brazos, primero a uno y después al otro, y los había llevado al sofá. Dormían allí, uno en cada extremo, con los pies casi tocándose en el centro.
Len Fenerman tenía suficiente experiencia para saber que debía hablar bajito, pero, según advirtió mi madre, no sentía mucha adoración por los niños. La observó mientras los cogía en brazos, pero no se levantó para ayudarla ni comentó nada sobre ellos como siempre hacían los demás policías, definiéndola por sus hijos, tanto vivos como muertos.
– Jack quiere hablar contigo -dijo mi madre-. Pero seguramente estás demasiado ocupado para esperar.
– No estoy demasiado ocupado.
Vi cómo a mi madre se le caía un mechón de pelo negro de detrás de la oreja. Le suavizaba la cara. Vi que Len también lo veía.
– Ha ido a casa del pobre Ray Singh -dijo ella, y volvió a colocarse el mechón caído.
– Siento haber tenido que interrogarlo -dijo Len.
– Sí -dijo ella-. Ningún chico joven sería capaz de… -No fue capaz de decirlo y él no la ayudó.
– Tenía una coartada a toda prueba.
Mi madre cogió uno de los lápices de encima del papel.
Len Fenerman la observó dibujar monigotes. Buckley y Nate hacían ruiditos mientras dormían en el sofá. Mi hermano estaba acurrucado en posición fetal y un momento después se metió el pulgar en la boca. Era una costumbre que mi madre nos había dicho que entre todos debíamos ayudarle a abandonar. En esos momentos envidió su tranquilidad.
– Usted me recuerda a mi mujer -dijo él tras un largo silencio durante el cual mi madre había dibujado un caniche anaranjado y lo que parecía un caballo azul sometido a una terapia de electroshock.
– ¿Tampoco sabe dibujar?
– No era muy habladora cuando no había nada que decir.
Pasaron unos minutos más. Un sol redondo y amarillo. Una casa marrón con flores en la puerta: rosas, azules y moradas.
– Ha hablado en pasado.
Los dos oyeron la puerta del garaje.
– Murió poco después de que nos casáramos -dijo él.
– ¡Papá! -gritó Buckley, y se levantó de un salto, olvidando a Nate y a todos los demás.
– Lo siento -le dijo ella a Len.
– Yo también lo de Susie -dijo él-. De verdad.
En la parte trasera de la casa, mi padre saludó a Buckley y a Nate con gran alborozo, pidiendo a gritos «¡Oxígeno!» como hacía siempre que nos abalanzábamos sobre él tras una dura jornada. Aunque sonaba falso, esos momentos en que se obligaba a levantar el ánimo por mi hermano eran los mejores del día.
Mi madre miró fijamente a Len Fenerman mientras mi padre se dirigía al salón desde la parte trasera. Ve corriendo al fregadero, tenía ganas de decirle, y mira por el desagüe el interior de la tierra. Estoy allá abajo, esperando; estoy aquí arriba, observando.
Len Fenerman había sido el primero en pedir a mi madre mi foto del colegio cuando la policía aún creía que era posible encontrarme con vida. La llevaba en su cartera con un montón de fotos más. Entre esos niños y desconocidos muertos estaba su mujer. Si el caso se había resuelto, escribía detrás de la foto la fecha de su resolución. Si seguía abierto, abierto en su cabeza aunque no lo estuviera en los archivos oficiales de la policía, la dejaba en blanco. Detrás de la mía no había nada escrito. Tampoco detrás de la de su mujer.