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– Len, ¿cómo está? -preguntó mi padre.

Holiday se levantó y meneó la cola para que mi padre lo acariciara.

– Tengo entendido que ha ido a visitar a Ray Singh -dijo Len.

– Niños, ¿por qué no vais a jugar a la habitación de Buckley? -sugirió mi madre-. El detective Fenerman y papá necesitan hablar.

7

– ¿La ves? -preguntó Buckley a Nate mientras subían la escalera con Holiday a la zaga-. Es mi hermana.

– No -respondió Nate.

– Se fue un tiempo, pero ahora sé que ha vuelto. ¡Carrera!

Y los tres -dos niños y un perro- subieron a todo correr el resto de la larga curva de la escalera.

Yo nunca me había permitido añorar a Buckley por miedo a que viera mi imagen en un espejo o en el tapón de una botella. Como todos los demás, trataba de protegerlo.

– Es demasiado pequeño -le dije a Franny.

– ¿De dónde crees que salen los amigos imaginarios?

Los dos niños se quedaron un momento sentados bajo el calco enmarcado de una lápida que colgaba al lado de la puerta de la habitación de mis padres. Era de una tumba de un cementerio de Londres. Mi madre nos había contado a Lindsey y a mí cómo mi padre y ella habían querido colgar cuadros en las paredes, y una anciana que habían conocido en su luna de miel les había enseñado a hacer calcos de lápidas en latón. Para cuando yo cumplí los diez años habían bajado al sótano la mayoría de los calcos, y las marcas que habían dejado en nuestras paredes de barrio residencial habían sido sustituidas por alegres grabados que pretendían estimular a los niños. Pero a Lindsey y a mí nos encantaban los calcos, sobre todo el que esa tarde tenían Nate y Buckley encima de sus cabezas.

Lindsey y yo nos tumbábamos en el suelo debajo de él. Yo fingía que era el caballero que representaba y Holiday, el perro fiel, se acurrucaba a mis pies. Lindsey era la esposa que él había dejado atrás. Siempre acabábamos riendo a carcajadas, por muy serias que empezáramos. Lindsey le decía al caballero muerto que una esposa tenía que continuar viviendo, que no podía quedarse atrapada el resto de su vida por un hombre paralizado en el tiempo. Yo reaccionaba de manera tormentosa y enloquecida, pero nunca duraba mucho. Al final, ella describía a su nuevo amante: el gordo carnicero que le regalaba trozos de carne de primera calidad, el ágil herrero que le hacía ganchos. «Estás muerto, caballero -decía-. Es hora de seguir con mi vida.»

– Anoche entró y me besó en la mejilla -dijo Buckley.

– No lo hizo.

– Sí lo hizo.

– ¿En serio?

– Sí.

– ¿Se lo has dicho a tu madre?

– Es un secreto -dijo Buckley-. Susie me ha dicho que aún no está preparada para hablar con ellos. ¿Quieres ver otra cosa?

– Claro -dijo Nate.

Los dos se levantaron para dirigirse al lado de la casa reservada para los niños, dejando a Holiday dormido bajo el calco.

– Ven a ver esto -dijo Buckley.

Estaban en mi habitación. Lindsey se había llevado la foto de mi madre. Después de pensárselo bien, también había vuelto en busca de la chapa de «Hippy-Dippy Says Love».

– Es la habitación de Susie -dijo Nate.

Buckley se llevó los dedos a los labios. Había visto a mi madre hacerlo cuando quería que nos estuviéramos callados, y ahora quería eso de Nate. Se tumbó boca abajo e hizo gestos a Nate para que lo siguiera, y se retorcieron como Holiday para abrirse paso entre las borras de polvo de debajo de mi cama hasta mi escondite secreto.

En la tela que cubría la parte inferior de los muelles había un agujero, y era dentro de él donde yo guardaba las cosas que no quería que nadie viera. Tenía que protegerlo de Holiday o lo arañaría para intentar arrancar los objetos. Eso era exactamente lo que había ocurrido veinticuatro horas después de que yo desapareciera. Mis padres habían registrado mi habitación esperando encontrar una nota aclaratoria, y habían dejado la puerta abierta al salir. Holiday se había llevado el regaliz que yo guardaba allí. Desparramados debajo de mi cama estaban los objetos que yo había escondido, y Buckley y Nate sólo reconocieron uno. Buckley desenvolvió un viejo pañuelo de mi padre y allí estaba: la ramita ensangrentada y manchada.

El año anterior se la había tragado un Buckley de tres años. Nate y él se habían dedicado a meterse piedras por la nariz en nuestro patio trasero, y Buckley había encontrado una ramita bajo el roble al que mi madre ataba un extremo de la cuerda de tender. Se la metió en la boca como si fuera un cigarrillo. Yo le observaba desde el tejado, al lado de la ventana de mi habitación, donde me había sentado a pintarme las uñas de los pies con el Brillo Morado de Clarissa y a leer Seventeen.

Yo estaba perpetuamente encargada de vigilar a mi hermano pequeño. Lindsey no era lo bastante mayor, creían. Además, ella era un futuro cerebro, lo que significaba que gozaba de libertad para pasarse esa tarde de verano, por ejemplo, dibujando con todo detalle el ojo de una mosca en papel milimetrado con sus ciento treinta lápices de colores Prisma.

Fuera no hacía demasiado calor, a pesar de que era verano, y me proponía dedicar mi encierro en casa a embellecerme. Había empezado por la mañana duchándome, lavándome el pelo y haciendo vahos. En el tejado me había secado el pelo al aire y me había puesto laca.

Ya me había aplicado dos capas de Brillo Morado cuando una mosca se posó en el aplicador del frasco. Oí a Nate hacer ruidos desafiantes y amenazadores, y miré la mosca con los ojos entornados para distinguir todos los cuadrantes de sus ojos, que Lindsey coloreaba dentro de casa. Me llegaba una brisa que agitaba los flecos de los vaqueros contra mis muslos.

– ¡Susie! ¡Susie! -gritaba Nate.

Bajé la vista y vi a Buckley tumbado en el suelo.

Ése era el día que yo siempre explicaba a Holly cuando hablábamos de rescates. Yo lo creía posible; ella no.

Me di la vuelta con las piernas en el aire y entré apresuradamente por la ventana abierta, colocando un pie en el taburete de la máquina de coser y el otro justo delante, en la alfombra a cuadros, y luego me puse de rodillas y salí disparada como una atleta que toma impulso en los tacos de salida.

Eché a correr por el pasillo y me deslicé por la barandilla de la escalera, cosa que tenía prohibida. Llamé a Lindsey y luego me olvidé de ella, salí corriendo al patio trasero por el porche cubierto de tela metálica y salté la cerca del perro hasta el roble.

Buckley se ahogaba y se sacudía. Lo cogí en brazos y, con Nate a la zaga, lo llevé al garaje, donde estaba el valioso Mustang de mi padre. Había visto a mis padres conducir, y mi madre me había enseñado a ir marcha atrás. Senté a Buckley en el asiento trasero y cogí las llaves de la maceta vacía donde las escondía mi padre, y me dirigí a toda velocidad al hospital. Me cargué el freno de mano, pero a nadie pareció importarle.

«Si ella no hubiera estado allí, habría perdido a su hijo pequeño», había dicho más tarde el médico a mi madre.

La abuela Lynn predijo que yo iba a tener una vida larga porque había salvado la de mi hermano. Como de costumbre, la abuela se equivocó.

– ¡Guau! -dijo Nate con la ramita en la mano, asombrado de cómo se había ennegrecido la sangre roja.

– Sí -dijo Buckley.

Se le revolvió el estómago al recordarlo. Qué doloroso había sido, y cómo habían cambiado las caras de los adultos alrededor de su enorme cama de hospital. Sólo las había visto tan serias en otra ocasión. Pero mientras estuvo en el hospital, los ojos de todos habían mostrado preocupación, y luego habían dejado de hacerlo, inundados de tanta luz y alivio que se había sentido arropado, mientras que ahora los ojos de nuestros padres se habían vuelto mates y no reflejaban nada.