– Eres muy amable, madre.
– No tiene importancia -dijo ella-. Voy corriendo por mi bolsa mágica.
– Oh, no -oí decir a mi madre en un susurro.
– Oh, sí, la bolsa mágica -dijo Lindsey, que no había abierto la boca en toda la comida.
– ¡Por favor, madre! -protestó mi madre cuando volvió la abuela Lynn.
– Muy bien, niños, quitad la mesa y traed aquí a vuestra madre. Voy a maquillarla.
– Estás loca, madre. Tengo que lavar todos estos platos.
– Abigail -dijo mi padre.
– Ah, no. Puede que a ti te incite a beber, pero a mí no se me va a acercar con todos esos instrumentos de tortura.
– No estoy bebido -replicó él.
– Pues estás sonriendo -dijo mi madre.
– Demándalo entonces -dijo la abuela Lynn-. Buckley, coge a tu madre de la mano y arrástrala hasta aquí.
Mi hermano la complació. Le divertía ver a su madre recibir órdenes.
– ¿Abuela Lynn? -preguntó Lindsey con timidez.
Buckley conducía a mi madre a una silla de la cocina que mi abuela había colocado delante de ella.
– ¿Qué?
– ¿Puedes enseñarme a maquillar?
– ¡Cielo santo, alabado sea el Señor, sí!
Mi madre se sentó y Buckley se subió a su regazo.
– ¿Qué te pasa, mamá?
– ¿Estás riéndote, Abbie? -Mi padre sonrió.
Así era. Reía y lloraba a la vez.
– Susie era una buena chica, cariño -dijo la abuela Lynn-. Como tú. -No hizo ninguna pausa-. Ahora, levanta la barbilla y deja que eche un vistazo a esas bolsas que tienes debajo de los ojos.
Buckley se bajó y se sentó en una silla.
– Esto es un rizador de pestañas, Lindsey -instruyó la abuela-. Todo esto se lo enseñé a tu madre.
– Clarissa tiene uno -dijo Lindsey.
Mi abuela colocó los extremos de goma del rizador a cada lado de las pestañas de mi madre, y ésta, sabiendo cómo funcionaban, alzó los ojos.
– ¿Has hablado con Clarissa? -preguntó mi padre.
– La verdad es que no -dijo Lindsey-. Siempre está con Brian Nelson. Se han saltado suficientes clases para que los expulsen tres días.
– No esperaba eso de Clarissa -dijo mi padre-. Tal vez no fuera la manzana más sana del cesto, pero nunca se metía en líos.
– Cuando me la cruzo apesta a marihuana.
– Espero que no te dé por eso -dijo la abuela Lynn. Apuró su seven and seven y dejó el vaso en la mesa con un golpe-. ¿Ves, Lindsey, cómo las pestañas rizadas hacen más grandes los ojos de tu madre?
Lindsey trató de imaginar sus propias pestañas, pero en su lugar vio las pobladas y brillantes pestañas de Samuel Heckler cuando acercó la cara a la suya para besarla. Se le dilataron las pupilas, palpitando con ferocidad de color oliva.
– Me dejas sin habla -dijo la abuela, y se puso en jarras, con los dedos de una mano todavía enganchados en el rizador.
– ¿Qué?
– Lindsey Salmón, tú tienes novio -dijo la abuela, anunciándolo a los presentes.
Mi padre sonrió. De pronto le caía bien la abuela Lynn. A mí también.
– No -replicó Lindsey.
Mi abuela estaba a punto de hablar cuando mi madre susurró:
– Sí lo tienes.
– Dios te bendiga, cariño -dijo mi abuela-, debes tener novio. En cuanto acabe con tu madre voy a hacerte el magnífico tratamiento de la abuela Lynn. Jack, prepárame un apéritif.
– Un apéritif es algo que… -empezó mi madre.
– No me contradigas, Abigail.
Mi abuela agarró una trompa. Dejó a Lindsey como un payaso, o como mi abuela dijo para sí: «Una ramera de la mejor clase». Mi padre acabó lo que ella describió como «sutilmente embriagado». Lo más asombroso es que mi madre se fue a la cama dejando los platos en el fregadero.
Mientras todos dormían, Lindsey se observó en el espejo del cuarto de baño. Se quitó parte del colorete, se frotó los labios y recorrió con los dedos las partes hinchadas y recién depiladas de sus cejas anteriormente pobladas. En el espejo vio algo diferente que yo también vi: una adulta capaz de valerse por sí misma. Debajo del maquillaje estaba la cara que ella siempre había identificado como suya hasta que en poco tiempo se había convertido en una cara que hacía pensar a la gente en mí. El lápiz de labios y el delineador de ojos habían definido el contorno de sus facciones, que estaban en su cara como piedras preciosas importadas de algún lugar lejano donde los colores eran más intensos que los que se habían visto alguna vez en nuestra casa. Era cierto lo que decía nuestra abuela: el maquillaje hacía resaltar el azul de sus ojos. Las cejas depiladas le cambiaban la forma de la cara. El colorete le marcaba los pómulos («Esos pómulos que nunca está de más marcar», señaló mi abuela). Y los labios… Practicó sus expresiones faciales. Hizo un mohín, besó, sonrió de oreja a oreja como si ella también se hubiera tomado un cóctel, y bajó la mirada y fingió rezar como una niña buena, pero miró con un ojo para verse la cara de buena. Luego se fue a la cama y durmió boca arriba para no estropear su nueva cara.
La señora Bethel Utemeyer era la única persona muerta que habíamos visto mi hermana y yo. Se vino a vivir con su hijo a nuestra urbanización cuando yo tenía seis años y Lindsey cinco.
Mi madre decía que había perdido parte del cerebro y que a veces se marchaba de su casa y no se sabía adonde iba. A menudo terminaba en nuestro patio delantero, debajo del cornejo, mirando hacia la calle como si esperara un autobús. Mi madre la invitaba a sentarse en nuestra cocina y preparaba té para las dos, y después de calmarla, llamaba a su hijo para decirle dónde estaba. A veces no había nadie en casa, y la señora Utemeyer se sentaba a nuestra mesa de la cocina y se quedaba mirando el centro durante horas. Se quedaba allí hasta que volvíamos del colegio. Sentada, nos sonreía. A menudo llamaba a Lindsey «Natalie», y alargaba una mano para acariciarle el pelo.
Cuando murió, su hijo animó a mi madre a que nos llevara a Lindsey y a mí al funeral. «Mi madre parecía tener un cariño especial a sus hijas», escribió.
– Si ni siquiera sabía cómo me llamaba, mamá -gimoteó Lindsey mientras nuestra madre abotonaba el infinito número de botones redondos del abrigo de Lindsey. «Otro regalo poco práctico de la abuela Lynn», pensó mi madre.
– Al menos te llamaba de alguna manera -dijo.
Era después de Semana Santa y había habido una ola de calor primaveral.
Toda la nieve del invierno se había fundido menos la más obstinada, y en el cementerio de la iglesia donde se celebraba el funeral de la señora Utemeyer todavía se aferraba a la base de las lápidas mientras cerca asomaban los primeros ranúnculos.
La iglesia era lujosa. «De un católico subido», había dicho mi padre en el coche. Y a Lindsey y a mí nos pareció muy gracioso. Mi padre no había querido ir, pero mi madre estaba tan embarazada de Buckley que no cabía detrás del volante. Estaba tan incómoda la mayor parte del tiempo que evitábamos estar cerca de ella por temor a que nos sometiera a su servidumbre.
Pero su embarazo le permitió escapar de algo sobre lo que Lindsey y yo hablamos sin parar durante semanas y con lo que soñamos hasta mucho tiempo después: la visión del cadáver. Yo veía que mis padres no querían que ocurriera, pero el señor Utemeyer vino derecho a nosotras dos en cuanto llegó el momento de desfilar por delante del ataúd.
– ¿A cuál de las dos llamaba Natalie? -preguntó.
Nos quedamos mirándolo. Yo señalé a Lindsey.
– Me gustaría que os acercarais a decirle adiós -dijo. Olía a un perfume más dulzón que el que se ponía a veces mi madre, y el punzante olor en la nariz, junto con la sensación de verme excluida, me dieron ganas de llorar-. Ven tú también -me dijo, alargando una mano para que lo escoltáramos por el pasillo.