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Cuando la gente le preguntaba cuándo iba a madurar, él respondía: «Nunca». Inspirado por él, cuando los profesores le preguntaban a Samuel qué quería ser de mayor, respondía: «No lo sé. Acabo de cumplir catorce».

Casi con quince años, Ruth Connors ya lo sabía. En el cobertizo que había detrás de su casa, rodeada de los pomos de puertas y la quincalla que su padre había rescatado de las viejas casas destinadas a ser demolidas, Ruth se sentaba en la oscuridad y se concentraba hasta que le dolía la cabeza. Luego entraba corriendo en casa, cruzaba el cuarto de estar, donde su padre leía, y subía a su habitación, donde escribía a trompicones sus poemas. «Ser Susie», «Después de la muerte», «En pedazos», «A su lado ahora», y su favorito, el poema del que más orgullosa se sentía y que había llevado al simposio, doblado y desdoblado tantas veces que los pliegues estaban a punto de romperse: «El borde de la tumba».

Su padre tuvo que llevarla en coche al simposio porque esa mañana, cuando salía el autocar, ella todavía estaba en casa con un agudo ataque de gastritis. Estaba probando extraños regímenes vegetarianos y la noche anterior se había comido una col entera para cenar. Su madre se negaba a rendirse ante el vegetarianismo que Ruth había adoptado desde mi muerte.

– ¡No es Susie, por el amor de Dios! -exclamaba, dejando caer delante de su hija un solomillo de dos dedos de grosor.

A las tres de la tarde, su padre la llevó en coche primero al hospital y luego al simposio, pasando antes por casa para recoger la bolsa de viaje que su madre había preparado y dejado al final del camino de entrada.

Mientras el coche entraba en el campamento, Ruth recorrió con la mirada la multitud de chicos que hacían cola para recibir una chapa con su nombre. Vio a mi hermana en medio de un grupo de Maestros. Lindsey había evitado poner su apellido en su chapa y había optado por dibujar en su lugar un pez. De ese modo no mentía exactamente, pero esperaba conocer a algún chico de los colegios de los alrededores que no estuviera enterado de mi muerte o que, al menos, no la relacionara con ella.

Toda la primavera había llevado el colgante del medio corazón, y Samuel había llevado la otra mitad. Les cohibía mostrarse afectuosos en público, y no se cogían de la mano en los pasillos del colegio ni se pasaban notas. Se sentaban juntos a la hora de comer, y Samuel la acompañaba a casa. El día que ella cumplió catorce años le llevó una magdalena con una vela. Por lo demás, se fundían con el mundo subdividido en sexos de sus compañeros.

A la mañana siguiente, Ruth se levantó temprano. Como Lindsey, Ruth deambulaba por el campamento de talentosos sin pertenecer a ningún grupo. Había participado en un paseo para amantes de la naturaleza y recogido plantas y flores a las que debía ayudar a poner nombre. Descontenta con las respuestas que le daba uno de los Marcianos de las Ciencias, decidió empezar a ponerles nombres ella misma. Dibujaba la hoja o la flor en su diario, apuntaba de qué sexo creía que era, y le ponía un nombre como «Jim» si era una planta de hoja simple o «Pasha» si era una flor más aterciopelada.

Cuando Lindsey se acercó al comedor, Ruth hacía cola para repetir huevos con salchichas. Había armado tanto revuelo para no comer carne en su casa que tenía que atenerse a ello, pero en el simposio nadie estaba al corriente del juramento que había hecho.

No había hablado con mi hermana desde mi muerte, y sólo lo había hecho para excusarse en el pasillo del colegio. Pero había visto a Lindsey volver a casa andando con Samuel y la había visto sonreírle. Vio a mi hermana decir sí a las crepés y no a todo lo demás. Había intentado ponerse en su lugar del mismo modo que había pasado tiempo poniéndose en el mío.

Cuando Lindsey se acercó a ciegas a la cola, Ruth se interpuso.

– ¿Qué significa el pez? -preguntó señalando con la cabeza la chapa de mi hermana-. ¿Eres religiosa?

– Fíjate en la dirección de los peces -respondió Lindsey, deseando al mismo tiempo que hubiera natillas para desayunar. Irían perfectas con las crepés.

– Ruth Connors, poetisa -dijo Ruth a modo de presentación.

– Lindsey -dijo Lindsey.

– Salmón, ¿verdad?

– No lo digas, por favor -dijo Lindsey, y por un instante Ruth experimentó más intensamente qué se sentía al reconocer su parentesco conmigo: el hecho de que la gente, al ver a Lindsey, imaginase una niña cubierta de sangre.

Aun entre los talentosos, que se distinguían por hacer las cosas de manera diferente, la tendencia era emparejarse los primeros días. Eran sobre todo parejas de chicos o parejas de chicas -pocas relaciones serias empezaban a los catorce-, pero ese año hubo una excepción. Lindsey y Samuel.

Allá donde fuesen los recibían gritos de ¡están besándose! Sin carabina y con el calor del verano, algo creció dentro de ellos como la mala hierba. Era el deseo. Yo nunca lo había sentido de una forma tan pura ni lo había visto recorrer con tanta pasión a alguien conocido. Alguien con quien tenía genes en común.

Ellos eran cautelosos y se atenían a las reglas. Ningún orientador podía decir que había apuntado una linterna hacia el matorral más tupido que había junto al dormitorio de los chicos y encontrado a Salmón y a Hekcler. Se reunían brevemente detrás de la cafetería o junto a algún árbol en el que habían grabado sus iniciales. Se besaban. Querían ir más allá, pero no podían. Samuel quería que fuera algo especial. Era consciente de que debía ser perfecto. Lindsey sólo quería quitárselo de encima. Dejarlo atrás para poder hacerse adulta, trascender el lugar y el tiempo. Veía el sexo como las naves de Star Trek. Te evaporabas y te encontrabas navegando por otro planeta a los pocos segundos de recomponerte.

«Van a hacerlo», escribió Ruth en su diario. Yo había puesto mis esperanzas en que Ruth lo escribiera todo. En su diario explicaba cómo yo había pasado por su lado esa noche en el aparcamiento y cómo la había tocado, cómo creía que había alargado literalmente una mano hacia ella. Qué aspecto había tenido yo entonces. Cómo soñaba conmigo. Cómo se había formado la idea de que un espíritu podía ser como una segunda piel para alguien, una especie de capa protectora. Y cómo si perseveraba tal vez lograría liberarnos a las dos. Yo leía por encima de su hombro mientras ella anotaba sus pensamientos, y me preguntaba si alguien la creería algún día.

Cuando me imaginaba, se sentía mejor, menos sola, más conectada con algo que estaba allá fuera. Con alguien que estaba allá fuera. Veía en sus sueños el campo de trigo, y un nuevo mundo que se abría, un mundo donde tal vez podría encontrar también un asidero.

«Eres realmente una gran poetisa, Ruth», se imaginaba que yo le decía, y su diario la sumergía en una fantasía en la que era una poetisa tan extraordinaria que sus palabras tenían el poder de resucitarme.

Yo podía retroceder en el tiempo hasta la tarde en que Ruth había visto a su prima adolescente desvestirse para bañarse en el cuarto de baño donde ésta la había encerrado para cuidarla como le habían pedido. Ruth había deseado acariciar la piel y el pelo de su prima, había deseado que la abrazara. Yo me preguntaba si ese anhelo de una niña de tres años había desencadenado lo que llegó a los ocho. Esa confusa sensación de ser diferente, de que sus encaprichamientos con profesoras o con su prima eran más reales que los de las demás niñas. En los suyos había un deseo que iba más allá de la dulzura y la atención, alimentaba un anhelo que empezaba a florecer, verde y amarillo, en una sensualidad semejante al azafrán de primavera y cuyos delicados pétalos se abrían en su incómoda adolescencia. No era tanto que quisiera tener relaciones sexuales con mujeres, escribía en su diario, como que quería desaparecer para siempre dentro de ellas. Esconderse.