La última semana del simposio siempre se dedicaba a un último proyecto que los distintos colegios presentaban en un concurso la víspera del día que los padres regresaban para recoger a los alumnos. El concurso no se anunciaba hasta el desayuno del domingo de esa última semana, pero los chicos ya habían empezado a hacer planes. Siempre se trataba de una competición por construir la mejor ratonera, y el listón cada vez estaba más alto. Nadie quería repetir una ratonera que ya se había construido.
Samuel salió en busca de los niños con aparatos en los dientes porque necesitaba las pequeñas gomas que les daban los ortodoncistas. Servirían para mantener tenso el brazo de su ratonera. Lindsey le pidió al cocinero retirado del ejército papel de aluminio sin usar. La trampa que se proponían construir consistiría en reflejar la luz para confundir a los ratones.
– ¿Y si se gustan cuando se miren? -le preguntó Lindsey a Samuel.
– No ven con tanta claridad -respondió él, al tiempo que arrancaba el envoltorio de los pequeños alambres que servían para cerrar las bolsas de basura. Si un chico miraba de una manera extraña algún objeto corriente que había por el campamento, lo más probable era que estuviera pensando en cómo utilizarlo para su ratonera.
– Son bastante bonitos -comentó Lindsey una tarde.
Se había pasado casi toda la noche capturando ratones de campo con cuerdas y dejándolos bajo la tela metálica de una conejera vacía.
Samuel los observaba con interés.
– Supongo que podría ser veterinario -dijo-, pero no creo que me gustara abrirlos.
– ¿Tenemos que matarlos? -preguntó Lindsey-. Se trata de construir la mejor ratonera, no el mejor campo de exterminio para ratones.
– Artie está construyendo pequeños ataúdes con madera de balsa -dijo Samuel riendo.
– Qué mal gusto.
– Él es así.
– Se supone que estaba colado por Susie -dijo Lindsey.
– Lo sé.
– ¿Habla de ella? -Lindsey cogió un palo largo y delgado, y lo metió por la tela metálica.
– La verdad es que ha preguntado por ti -dijo Samuel.
– ¿Y qué le has dicho?
– Que estás bien, que estarás bien.
Los ratones no paraban de correr del palo al rincón, donde se amontonaban unos sobre otros en un vano intento de huir.
– Podríamos construir una ratonera con un sofá de terciopelo morado dentro e instalar una trampilla, de modo que, cuando se sienten en el sofá, se abra la trampilla y lluevan bolitas de queso. Podríamos llamarla el Reino de los Roedores.
Samuel no presionaba a mi hermana como lo hacían los adultos. Al contrario, hablaba con minuciosidad de la tapicería del sofá para ratones.
Ese verano empecé a pasar menos tiempo observando desde el cenador, porque seguía viendo la Tierra cuando paseaba por los campos del cielo. Al anochecer, las lanzadoras de jabalina y peso se marchaban a otros cielos. Cielos donde no encajaba una chica como yo. ¿Eran horribles esos otros cielos? ¿Peores que sentirse tan sola entre tus compañeros, que vivían y crecían? ¿O estaban hechos de las mismas cosas con que yo soñaba? Donde podías verte atrapado para siempre en un mundo de Norman Rockwell. Donde continuamente llevaban a una mesa a la cual se sentaba una familia con un pavo que un pariente jocoso y risueño trinchaba.
Si me alejaba demasiado y me hacía preguntas lo bastante alto, los campos cambiaban. Miraba hacia abajo y veía el trigo para los caballos, y entonces lo oía, un canto susurrante y gimoteante que me advertía que me apartara del borde. Me palpitaban las sienes y el cielo se oscurecía, y volvía a ser esa noche, ese perpetuo ayer revivido. Mi alma se solidificaba y se volvía más pesada. De ese modo llegué muchas veces al borde de mi tumba, pero todavía tenía que mirar dentro.
Sí, empecé a preguntarme qué significaba la palabra «cielo». Si esto fuera el cielo, pensaba, el cielo de verdad, aquí vivirían mis abuelos. Y el padre de mi padre, mi abuelo favorito, me cogería en brazos y bailaría conmigo. Yo sólo sentiría alegría y no tendría recuerdos, ni habría campo de trigo ni tumba.
– Puedes tener eso -me dijo Franny-. Mucha gente lo hace.
– ¿Cómo haces el cambio? -pregunté.
– No es tan fácil como tal vez creas -respondió ella-. Tienes que dejar de desear ciertas cosas.
– No lo entiendo.
– Si dejas de preguntarte por qué te han matado a ti en lugar de a otro -explicó ella-, y dejas de investigar la sensación de vacío que ha dejado tu muerte y de preguntarte qué siente la gente que has dejado en la Tierra, entonces podrás ser libre. En otras palabras, tienes que renunciar a la Tierra.
Eso me pareció imposible.
Esa noche, Ruth entró a hurtadillas en la habitación de Lindsey.
– He soñado con ella -susurró.
Mi hermana la miró parpadeando, soñolienta.
– ¿Con Susie? -preguntó.
– Siento lo ocurrido en el comedor -dijo Ruth.
Lindsey dormía en la cama de abajo de una litera triple. Sus vecinas de encima se movieron inquietas.
– ¿Puedo meterme en tu cama? -preguntó Ruth.
Lindsey asintió.
Ruth se deslizó a su lado en la estrecha cama.
– ¿Qué pasaba en tu sueño? -susurró Lindsey.
Ruth se lo dijo, volviendo la cara para que los ojos de Lindsey pudieran distinguir la silueta de su nariz, sus labios y su frente.
– Yo estaba dentro de la tierra -explicó- y Susie se acercaba a mí en el campo de trigo. Yo notaba que se acercaba y la llamaba, pero tenía la boca llena de tierra. Ella no me oía, por mucho que yo tratara de chillar. Luego me desperté.
– Yo no sueño con ella -dijo Lindsey-. Tengo pesadillas de ratas que me mordisquean las puntas del pelo.
Ruth se sentía a gusto al lado de mi hermana, le gustaba el calor que despedían sus cuerpos.
– ¿Estás enamorada de Samuel?
– Sí.
– ¿Echas de menos a Susie?
Porque estaban a oscuras, porque Ruth le volvía la cara y era prácticamente una desconocida, Lindsey confesó lo que sentía:
– Más de lo que nadie sabrá nunca.
El director del colegio Devon se vio obligado a ausentarse por un asunto familiar, y recayó en la recién nombrada subdirectora del Colegio Chester Springs la responsabilidad de organizar, de la noche a la mañana, el concurso de ese año. Quiso proponer algo que no fueran ratoneras.
¿ES POSIBLE SALIR IMPUNE DE UN CRIMEN? CÓMO COMETER EL ASESINATO PERFECTO, anunciaban los folletos que había diseñado apresuradamente.
A los chicos les encantó. Los músicos y poetas, las Cabezas de Historia y los artistas rebosaban de ideas. Mientras se zampaban sus huevos con beicon para desayunar, compararon los grandes asesinatos del pasado que seguían sin resolverse o enumeraron los objetos corrientes que podían utilizarse para infligir una herida mortal. Empezaron a pensar con quién podrían conspirar para asesinar. Todo fue muy divertido hasta las siete y cuarto, cuando entró mi hermana.
Artie la vio ponerse a la cola. Ella todavía no lo sabía, sólo notaba la excitación en el ambiente, que atribuyó a que habían anunciado el concurso de las ratoneras.
Él no apartaba la vista de ella, y vio que el cartel más próximo estaba colgado al final de los recipientes de la comida, encima de las bandejas de los cubiertos. Escuchaba una anécdota sobre Jack el Destripador que contaba alguien sentado a su mesa cuando se levantó para devolver la bandeja.
Se detuvo junto a mi hermana y carraspeó. Yo tenía todas mis esperanzas puestas en ese chico inseguro. «Alcánzala», dije en una oración dirigida a la Tierra.
– Lindsey -dijo Artie.
Lindsey lo miró.
– Sí.
Detrás del mostrador, el cocinero del ejército le sirvió una cucharada de huevos revueltos que cayó con un plaf en su bandeja.
– Soy Artie, de la clase de tu hermana.