Esa noche, mi padre, como hacía cada vez más a menudo, se quedó despierto hasta tarde en su estudio. No podía creerse que el mundo se desmoronara a su alrededor, lo inesperado que había sido todo desde el estallido inicial de mi muerte. «Tengo la sensación de estar en medio de la erupción de un volcán -escribió en su cuaderno-. Abigail cree que Len Fenerman tiene razón respecto a Harvey.»
Mientras escribía, la vela de la ventana no paró de parpadear y, a pesar de la lámpara de su escritorio, el parpadeo lo distrajo. Se recostó en la vieja butaca de madera que tenía desde sus tiempos de universidad y oyó el tranquilizador crujido debajo de él. No atinaba a comprender qué quería de él la compañía para la que trabajaba. Se enfrentaba a diario con columna tras columna de cifras sin sentido que se suponía que tenía que hacer cuadrar con las reclamaciones de la compañía. Cometía errores con una frecuencia que daba miedo, y temía, más de lo que había temido los primeros días que siguieron a mi desaparición, no ser capaz de mantener a los dos hijos que le quedaban.
Se levantó y estiró los brazos por encima de su cabeza, tratando de concentrarse en los pocos ejercicios que el médico de la familia le había sugerido que hiciera. Observé cómo doblaba el cuerpo de una manera sorprendente e inquietante que yo nunca había visto. Podría haber sido un bailarín antes que un hombre de negocios. Podría haber bailado en Broadway con Ruana Singh.
Apagó bruscamente la lámpara de encima de su escritorio, dejando sólo la vela encendida.
En su butaca verde y baja era el lugar en que más a gusto se sentía ahora. Era donde a menudo yo lo veía dormir. La habitación era como una cámara acorazada, la butaca como el seno materno, y yo velaba por él. Se quedó mirando la vela de la ventana y se preguntó qué podía hacer; había intentado tocar a mi madre, pero ella lo había empujado hasta el borde de la cama. En cambio, en presencia de la policía ella parecía florecer.
Se había acostumbrado a la luz fantasmal de detrás de la llama de la vela, ese reflejo tembloroso en el cristal de la ventana. Se quedó mirando las dos, la llama de verdad y la fantasmal, y se adormeció sumido en sus cavilaciones, en la tensión y los acontecimientos del día.
Estaba a punto de entregarse al sueño cuando los dos vimos lo mismo: otra luz. Fuera.
Era como una linterna de bolsillo a lo lejos. Un haz blanco se movía despacio a través de los jardines en dirección al colegio. Mi padre lo observó. Eran más de las doce de la noche, y la luna no estaba lo bastante llena para distinguir el contorno de los árboles y las casas. El señor Stead, que montaba en bicicleta entrada la noche con un faro en la parte delantera que se activaba al pedalear, nunca envilecería los jardines de sus vecinos de ese modo. De todas maneras, era demasiado tarde para el señor Stead.
Mi padre se inclinó hacia delante en la butaca verde de su estudio y observó cómo la luz de la linterna se desplazaba hacia el campo de trigo en barbecho.
– Cabrón -susurró-. Cabrón asesino.
Se vistió rápidamente con la ropa que tenía en el estudio, una chaqueta de caza que no se había puesto desde una aciaga cacería, diez años atrás. En el piso de abajo, fue al armario del vestíbulo y cogió el bate de béisbol que le había regalado a Lindsey antes de que ésta mostrara predilección por el fútbol.
En primer lugar, apagó la luz del porche: la dejaban encendida toda la noche para mí y no se habían visto con fuerzas para dejar de hacerlo, a pesar de que habían pasado ocho meses desde que la policía había dicho que no me encontrarían con vida. Con una mano en el pomo de la puerta, respiró hondo.
Hizo girar el pomo y salió al porche oscuro. Cerró la puerta y se encontró de pie en su patio delantero con un bate de béisbol en las manos, y aquellas palabras: «Encontraría una manera silenciosa…».
Cruzó el patio y la calle, y a continuación el patio de los O'Dwyer, donde había visto la luz por primera vez. Pasó junto a la piscina a oscuras y los columpios oxidados. El corazón le latía con fuerza pero no sentía nada, aparte del convencimiento de que George Harvey acababa de matar a su última víctima.
Llegó al campo de fútbol. A su derecha, dentro del campo de trigo pero lejos de la zona que él conocía de memoria, la zona que había sido acordonada y evacuada, rastreada y excavada, vio la lucecita. Aferró el bate con más fuerza. Por un instante no pudo creer lo que estaba a punto de hacer, pero luego lo supo, con todo su ser.
Lo ayudó el viento, que recorrió el campo de fútbol junto al campo de trigo y le agitó los pantalones; lo empujaba hacia delante, a pesar suyo, y todo se desvaneció. En cuanto estuvo entre las hileras de trigo, concentrado únicamente en la luz, el viento ocultó su presencia. El ruido de sus pies al aplastar los tallos se fundió con el silbido y el estrépito del viento contra las plantas rotas.
Acudieron a su mente cosas que no tenían sentido: el ruido de unos patines de goma dura sobre la acera, el olor del tabaco de pipa de su padre, o la sonrisa de Abigail cuando la conoció, como una luz que traspasó su confuso corazón. Y de pronto la linterna se apagó, y todo se volvió indistinto y oscuro.
Dio unos pasos más y se detuvo.
– Sé dónde estás -dijo.
Yo inundé el campo de trigo, encendí hogueras a través de él para iluminarlo y envié tormentas de granizo y flores, pero no sirvieron para advertirlo. Me habían desterrado al cielo; sólo podía observar.
– Aquí me tienes -dijo mi padre con voz temblorosa.
Su corazón palpitaba con fuerza, la sangre llenaba los ríos de su pecho hasta desbordarlos. El aliento, el fuego y los pulmones absorbiendo y liberando mientras la adrenalina salvaba lo que quedaba. La sonrisa de mi madre había desaparecido de su mente y la mía había ocupado su lugar.
– Todos duermen -dijo mi padre-. He venido para acabar con esto.
Oyó un gemido. Yo quería proyectar un foco sobre el campo como hacían, torpemente, en el auditorio del colegio, sin iluminar siempre la parte del escenario apropiada. Allí estaría ella, lloriqueando acurrucada, y a pesar de su sombra de ojos azul y de las botas Baker estilo Oeste, se orinaría encima. Una cría.
No reconoció la voz impregnada de odio de mi padre.
– ¿Brian? -brotó la temblorosa voz de Clarissa-. ¿Brian? -Empuñaba la esperanza como un escudo.
Mi padre soltó el bate.
– ¿Hola? ¿Quién anda ahí?
Con el viento en los oídos, Brian Nelson, el desgarbado espantapájaros, detuvo el Spyder Corvette de su hermano mayor en el aparcamiento del colegio. Tarde, siempre llegaba tarde y se dormía en clase y en la mesa de comedor, pero nunca cuando un compañero tenía un Playboy o una chica guapa pasaba por su lado, nunca en una noche que lo esperaba una chica en el campo de trigo. Aun así, se lo tomó con calma. El viento, espléndido manto protector para lo que tenía previsto hacer, soplaba en sus oídos.
Brian se acercó al campo de trigo con la gigantesca linterna que su madre guardaba debajo del fregadero para casos de emergencia. Por fin, oyó lo que diría más tarde que eran gritos de Clarissa pidiendo socorro.
El corazón de mi padre era como una pesada piedra que transportaba dentro del pecho mientras corría y buscaba a tientas los gimoteantes sonidos de la chica. Su madre le tejía mitones, Susie pedía guantes, tanto frío hacía en el campo de trigo en invierno. ¡Clarissa! La estúpida amiga de Susie. Maquillaje, remilgados sándwiches de jamón y su bronceado tropical.
Chocó a ciegas con ella y la tiró al suelo en la oscuridad. Los gritos de Clarissa le llenaron los oídos y penetraron en los intersticios, rebotando dentro de él.
– ¡Susie! -gritó él a su vez.
Al oír mi nombre, Brian echó a correr, reaccionando de golpe. Su linterna dio botes sobre el campo de trigo, y, por un deslumbrante segundo, iluminó al señor Harvey. Nadie lo vio excepto yo. La linterna de Brian iluminó su espalda mientras se arrastraba entre los tallos altos, atento a los gimoteos.