Y nuestros cielos se ampliaban a medida que se agrandaba nuestra amistad. Coincidíamos en muchas de las cosas que queríamos.
Franny, la consejera que me habían asignado al entrar, se convirtió en nuestra guía. Tenía suficientes años para ser mi madre, unos cuarenta y cinco, y a Holly y a mí nos llevó un tiempo deducir que eso era algo que habíamos querido: a nuestras madres.
En su cielo, Franny ayudaba y se veía recompensada con resultados y gratitud. En la Tierra había sido asistenta social de los desposeídos y sin hogar. Había trabajado para una iglesia llamada Saint Mary's que servía comidas sólo a mujeres y niños, y allí lo hacía todo, desde atender el teléfono hasta matar cucarachas con un manotazo estilo kárate. Un hombre que buscaba a su mujer le había pegado un tiro en la cara.
Franny se nos acercó a Holly y a mí el quinto día. Nos ofreció Kool-Aid de lima en vasos desechables, y bebimos.
– Estoy aquí para ayudaros -dijo.
Yo la miré a sus pequeños ojos azules rodeados de arrugas de la risa y le dije la verdad.
– Estamos aburridas.
Holly estaba ocupada en sacar la lengua lo suficiente para comprobar si se le había vuelto verde.
– ¿Qué queréis? -preguntó Franny.
– No lo sé -respondí.
– Sólo tenéis que desearlo, y si lo deseáis lo bastante y comprendéis por qué lo hacéis, lo sabéis de verdad, entonces sucederá.
Parecía muy sencillo, y lo era. Así fue como Holly y yo conseguimos nuestro dúplex.
Yo odiaba nuestra casa de dos plantas de la Tierra. Odiaba los muebles de mis padres, y que nuestra casa mirara a otra casa y a otra casa y a otra, un eco de uniformidad que subía por la colina. Nuestro dúplex, en cambio, daba a un parque, y a lo lejos, lo suficientemente cerca para saber que no estábamos solas, pero tampoco demasiado cerca, veíamos las luces de otras casas.
Con el tiempo empecé a desear más cosas. Lo que me extrañaba era cuánto deseaba saber lo que no había sabido en la Tierra. Quería que me dejaran hacerme mayor.
– La gente crece viviendo -dije a Franny-. Yo quiero vivir.
– Eso está descartado -contestó ella.
– ¿Podemos ver al menos a los vivos? -preguntó Holly.
– Ya lo hacéis -respondió ella.
– Creo que se refiere a sus vidas enteras -dije-, de principio a fin, para ver cómo lo han hecho ellos. Saber los secretos. Así podríamos simular mejor.
– Eso no lo experimentaréis -aclaró Franny.
– Gracias, Central de Inteligencia -dije, pero nuestros cielos empezaron a ampliarse.
Yo seguía estando en el instituto, con toda la arquitectura del Fairfax, pero ahora salían caminos de él.
– Seguid los senderos -dijo Franny- y encontraréis lo que necesitáis.
Así fue como Holly y yo nos pusimos en camino. En nuestro cielo había una tienda de helados donde, si pedías determinados sabores, nunca te decían: «No es la época»; había un periódico donde a menudo aparecían fotos nuestras que nos hacían parecer importantes; había en él hombres de verdad y mujeres guapas, porque Holly y yo teníamos devoción por las revistas de moda. A veces Holly no parecía prestar mucha atención, y otras desaparecía mientras yo la buscaba. Era cuando iba a una parte del cielo que no compartíamos. Yo la echaba de menos entonces, pero era una manera extraña de echar de menos, porque a esas alturas conocía el significado de «siempre».
Yo no podía conseguir lo que más deseaba: que el señor Harvey estuviera muerto y yo viva. El cielo no era perfecto. Pero llegué a creer que, si observabas con atención y lo deseabas, podías cambiar la vida de los seres que querías en la Tierra.
Fue mi padre el que respondió a la llamada telefónica el 9 de diciembre. Era el comienzo del fin. Dio a la policía mi grupo sanguíneo, tuvo que describir el tono claro de mi piel. Le preguntaron si yo tenía algún rasgo distintivo que me identificara. El empezó a describir minuciosamente mi cara y se perdió en ella. El detective Fenerman lo dejó continuar, ya que la siguiente noticia que debía comunicarle era demasiado horrible para interrumpirlo. Pero luego se lo dijo:
– Señor Salmón, sólo hemos encontrado una parte del cuerpo.
Mi padre estaba de pie en la cocina y le recorrió un desagradable escalofrío. ¿Cómo iba a decírselo a Abigail?
– Entonces, ¿no están seguros de si está muerta? -preguntó.
– No hay nada seguro -respondió Len Fenerman.
Ésa fue la frase que mi padre repitió a mi madre.
– No hay nada seguro.
Durante tres noches no había sabido cómo tocar a mi madre o qué decirle. Nunca se habían sentido desesperados al mismo tiempo. Por lo general, uno necesitaba al otro, nunca se habían necesitado a la vez, y por tanto había habido una manera, tocándose, de tomar prestadas fuerzas del más fuerte. Y nunca habían comprendido como entonces el significado de la palabra «horror».
– No hay nada seguro -repitió mi madre, aferrándose a ello como él había esperado que hiciera.
Mi madre era la única que sabía lo que significaba cada colgante de mi pulsera, de dónde lo habíamos sacado y por qué me gustaba. Hizo una lista meticulosa de todo lo que había llevado y cómo había ido vestida. Si encontraran esas pistas a kilómetros de distancia y aisladas a un lado de la carretera, podrían conducir hasta allí a un policía que las relacionara con mi muerte.
Me había debatido mentalmente entre la alegría agridulce de ver a mi madre enumerando todas las cosas que yo había llevado puestas y que me gustaban, y su vana ilusión de que esas cosas tenían importancia. De que un desconocido que encontrara una goma de borrar de un personaje de dibujos animados o una chapa de una estrella del rock acudiría a la policía.
Después de la llamada de Len, mi padre le tendió una mano a mi madre y los dos se sentaron en la cama, mirando fijamente al frente: mi madre como una zombi, aferrándose a esa lista de objetos, y mi padre con la sensación de estar metiéndose en un túnel oscuro. En algún momento se puso a llover. Me daba cuenta de que los dos pensaban lo mismo, pero no lo expresaban en voz alta. Que yo estaba allí fuera en alguna parte, bajo la lluvia. Que esperaban que no estuviera en peligro, que me hubiera resguardado de la lluvia en algún lugar y no pasara frío.
Ninguno de los dos sabía quién se había dormido antes; con los huesos doloridos por el agotamiento, se durmieron y se despertaron al mismo tiempo, sintiéndose culpables. La lluvia, que había cambiado varias veces a medida que bajaban las temperaturas, ahora era granizo, y el ruido de pequeñas piedras de hielo contra el tejado los despertó a la vez.
No hablaron. Se miraron a la tenue luz de la lámpara que habían dejado encendida al otro lado de la habitación. Mi madre se echó a llorar y mi padre la abrazó, le secó con las yemas de los dedos las lágrimas que corrían por sus pómulos y la besó con delicadeza en los ojos.
Yo desvié la mirada mientras se abrazaban. La desplacé hacia el campo de trigo, para ver si había algo a la vista que la policía pudiera encontrar por la mañana. El granizo dobló los tallos y obligó a todos los animales a guarecerse. A poca profundidad estaban las madrigueras de los conejos que tanta gracia me habían hecho, los conejos que se comían las hortalizas y las flores del vecindario, y a veces, sin darse cuenta, llevaban veneno a sus madrigueras. Entonces, bajo tierra y muy lejos de la mujer o el hombre que había rociado su huerto de cebo tóxico, toda una familia de conejos se acurrucaba para morir.
La mañana del día 10, mi padre vació la botella de whisky en el fregadero de la cocina. Lindsey le preguntó por qué lo hacía.
– Tengo miedo de bebérmelo -dijo.
– ¿Quién ha llamado? -preguntó mi hermana.
– ¿Llamado?
– Te he oído decir lo que siempre dices de la sonrisa de Susie. De las estrellas que estallan.
– ¿He dicho eso?
– Te has puesto un poco cursi. Era un poli, ¿verdad?
– ¿Nada de mentiras?
– Nada de mentiras -acordó Lindsey.
– Han encontrado una parte de un cuerpo. Podría ser de Susie.
Fue un fuerte golpe en el estómago.
– ¿Qué?
– No hay nada seguro -tanteó mi padre.
Lindsey se sentó a la mesa de la cocina.
– Voy a vomitar -dijo.
– ¿Cariño?
– Papá, quiero que me digas qué es, qué parte del cuerpo es, y luego tendré que vomitar.
Mi padre bajó un gran recipiente metálico, lo llevó a la mesa y lo dejó cerca de Lindsey antes de sentarse a su lado.
– Está bien -dijo ella-. Dímelo.
– Un codo. Lo ha encontrado el perro de los Gilbert.
Mi padre le cogió la mano y entonces ella vomitó, como había prometido hacer, en el brillante recipiente plateado.