Lindsey miraba por la ventana cuando vio a Grace Tarking cogida del brazo de la señora Gilbert y al novio de Grace sosteniendo al señor Gilbert mientras cruzaban el jardín de los O'Dwyer.
– Pasa algo en el campo de trigo, mamá -dijo.
Mi madre estaba leyendo a Moliere, que con tanto apasionamiento había estudiado en la universidad y desde entonces no había vuelto a mirar. A su lado estaban los libros que la habían señalado como estudiante ultramoderna: Sartre, Colette, Proust, Flaubert. Los había bajado de la estantería de su cuarto y se había prometido releerlos ese año.
– No me interesa -le dijo a Lindsey-, pero estoy segura de que a tu padre sí que le interesará cuando llegue a casa. ¿Por qué no subes a jugar con tu hermano?
Mi hermana llevaba semanas andando detrás de nuestra madre, tratando de ganársela, sin hacer caso de las señales que ésta le enviaba. Al otro lado de la superficie de hielo había algo, Lindsey estaba segura de ello. Se quedó sentada al lado de mi madre, observando a nuestros vecinos desde la ventana.
Cuando se hizo de noche, las velas que los últimos en llegar habían tenido la previsión de llevar consigo iluminaban el campo de trigo. Parecía que estaba allí toda la gente que yo había conocido alguna vez o con la que me había sentado en clase desde el parvulario hasta octavo. El señor Botte había visto que pasaba algo al volver del colegio de preparar su experimento anual del día siguiente, que iba sobre la digestión animal. Se había acercado, y al darse cuenta de lo que ocurría, había vuelto al colegio para hacer varias llamadas. Había una secretaria a quien le había afectado mucho mi muerte y que vino con su hijo. Había profesores que no habían acudido al funeral oficial del colegio.
Los rumores acerca de la presunta culpabilidad del señor Harvey habían empezado a abrirse paso entre los vecinos la noche de Acción de Gracias. De lo único de que se hablaba en el vecindario la tarde siguiente era: ¿era posible? ¿Podía haber matado a Susie Salmón ese hombre extraño que había vivido tan discretamente entre ellos? Pero nadie se había atrevido a abordar a mi familia para averiguar los detalles. A los primos de los amigos o a los padres de los chicos que les cortaban el césped se les preguntó si sabían algo. Todo el que podía estar al corriente de qué hacía la policía se había visto muy solicitado la semana anterior, de tal modo que mi funeral fue tanto una manera de señalar mi recuerdo como una forma de que mis vecinos se consolaran los unos a los otros. Un asesino había vivido entre ellos, había caminado por la calle, había comprado galletas a sus hijas girl scouts y suscripciones de revistas a sus hijos.
En mi cielo, yo vibraba de energía y calor a medida que llegaba cada vez más gente al campo de trigo, encendían sus velas y empezaban a cantar muy bajito una especie de canto fúnebre con el que el señor O'Dwyer evocó el lejano recuerdo de su abuelo de Dublín. Mis vecinos se sintieron incómodos al principio, pero en cuanto el señor O'Dwyer se puso a cantar, la secretaria del colegio se unió a él con su voz menos melódica. Ruana Singh permaneció rígida en el borde del corro, lejos de su hijo. El doctor Singh había llamado justo cuando ella salía para decirle que iba a quedarse a dormir en la oficina. Pero otros padres que volvían del trabajo aparcaron el coche en los caminos de acceso de sus casas, bajaron y se reunieron con sus vecinos. ¿Cómo iban a trabajar para mantener a sus familias y al mismo tiempo vigilar a sus hijos para cerciorarse de que estaban fuera de peligro? Como grupo aprenderían que era imposible, por muchas normas que establecieran. Lo que me había pasado a mí podía pasarle a cualquiera.
Nadie había telefoneado a nuestra casa. Dejaron a mi familia tranquila. La impenetrable barrera que rodeaba las tejas de madera, el hueco de la chimenea, el montón de leña, el camino del garaje, la cerca, era como una capa de hielo transparente que cubría los árboles cuando llovía y luego helaba. Nuestra casa parecía igual que las demás casas de la manzana, pero no lo era. El asesinato tenía una puerta sanguinolenta al otro lado de la cual estaba todo lo que a todos les parecía inconcebible.
El cielo se había vuelto de color rosa moteado cuando Lindsey se dio cuenta de lo que ocurría. Mi madre no levantó la vista de su libro.
– Están celebrando una ceremonia por Susie -dijo Lindsey-. Escucha. -Abrió un poco la ventana, y entraron el aire frío de diciembre y el lejano rumor de un canto.
Mi madre empleó toda su energía.
– Ya hemos tenido un funeral -dijo-. Para mí se ha acabado.
– ¿Qué se ha acabado?
Mi madre tenía los codos apoyados en los brazos del sillón de orejas amarillo. Se inclinó ligeramente hacia delante y su cara quedó en la sombra, haciendo más difícil que Lindsey viera su expresión.
– No creo que ella esté esperándonos ahí fuera. No creo que encender velas y hacer todo eso honre su recuerdo. Hay otras maneras de honrarlo.
– ¿Cuáles? -preguntó Lindsey.
Estaba sentada con las piernas cruzadas en la alfombra delante de mi madre, que estaba sentada en el sillón de orejas, con un dedo marcando el lugar donde se había quedado en su lectura de Moliere.
– Quiero ser algo más que una madre.
Lindsey creyó comprenderlo. Ella quería ser algo más que una chica.
Mi madre dejó el libro de Moliere encima de la mesa de centro y se deslizó hacia delante hasta sentarse sobre la alfombra. Yo me sorprendí. Mi madre nunca se sentaba en el suelo, lo hacía en el escritorio de pagar facturas o en los sillones de orejas o a veces en el extremo del sofá, con Holiday acurrucado a su lado.
Cogió la mano de mi hermana entre las suyas.
– ¿Vas a dejarnos? -preguntó Lindsey.
Mi madre titubeó. ¿Cómo iba a decirle lo que ya sabía? En lugar de eso, mintió.
– Te prometo que no voy a dejarte.
Lo que más deseaba era volver a ser la chica libre y sin compromisos que apilaba porcelana en Wanamaker's, escondía del gerente del Wedgwood una taza con el asa rota, soñaba con vivir en París como De Beauvoir y Sartre, y volvía a casa ese día riéndose para sus adentros del extraño Jack Salmón, que era bastante guapo aunque no soportase el tabaco. Los cafés de París estaban llenos de cigarrillos, le había dicho ella, y él había parecido impresionado. Cuando al final de ese verano ella lo invitó a subir e hicieron el amor por primera vez, ella se fumó un cigarrillo en la cama, y él, en broma, también se fumó uno. Cuando ella le pasó la taza de porcelana rota como cenicero, empleó todas sus palabras favoritas para embellecer la historia de cómo había roto y escondido dentro de su abrigo la ahora familiar taza de Wedgwood.
– Ven aquí, hija mía -dijo mi madre, y Lindsey obedeció. Apoyó la espalda en el pecho de mi madre y ésta la meció con torpeza en la alfombra-. Lo estás haciendo muy bien, Lindsey, estás manteniendo vivo a tu padre. -Y oyeron el coche detenerse en el camino del garaje.
Lindsey dejó que mi madre la abrazara mientras ésta pensaba en Ruana Singh fumando detrás de su casa. El dulce aroma de los Dunhill había llegado hasta la calle y transportado a mi madre muy lejos. Al último novio que había tenido antes que mi padre le encantaban los Gauloises. «Era un tipo pretencioso», pensó, pero en cierto modo tan serio que le había permitido a ella ser también muy seria.
– ¿Ves las velas, mamá? -preguntó Lindsey, mirando fijamente por la ventana.
– Ve a buscar a tu padre -dijo mi madre.
Mi hermana encontró a mi padre en el vestíbulo, colgando las llaves y el abrigo. Sí, iban a ir, dijo. Por supuesto que iban a ir.
– ¡Papá! -gritó mi hermano desde el piso de arriba, y mi hermana y mi padre fueron a su encuentro.
– Te toca a ti -dijo mi padre cuando Buckley lo inmovilizó con el cuerpo.
– Estoy cansada de protegerlo -dijo Lindsey-. No me parece bien excluirlo. Susie nos ha dejado, y él lo sabe.