Mi hermano alzó la vista y la miró.
– Están dando una fiesta por Susie -dijo Lindsey-, y papá y yo vamos a llevarte.
– ¿Está enferma mamá? -preguntó Buckley.
Lindsey no quería mentirle, pero le pareció que era una descripción exacta de la situación.
– Sí.
Quedó en reunirse abajo con su padre mientras llevaba a Buckley a su cuarto para cambiarle de ropa.
– La veo, ¿sabes? -dijo Buckley, y Lindsey lo miró-. Viene y habla conmigo, y pasamos tiempo juntos mientras tú juegas al fútbol.
Lindsey no sabía qué decir, pero lo cogió y lo atrajo hacia sí como él a menudo hacía con Holiday.
– Eres un niño extraordinario -le dijo-. Yo siempre estaré aquí, pase lo que pase.
Mi padre bajó despacio la escalera, aferrándose con la mano izquierda a la barandilla de madera, hasta que llegó al vestíbulo.
Mi madre lo oyó acercarse y, cogiendo el libro de Moliere, entró con sigilo en el comedor, donde él no la viera. Se puso a leer de pie en un rincón del comedor, escondiéndose de su familia. Esperó a que la puerta se abriera y se cerrara.
Mis vecinos y profesores, amigos y familiares se colocaron en círculo alrededor de un lugar escogido al azar, no muy lejos de donde me habían matado. Mi padre y mis hermanos volvieron a oír los cantos en cuanto salieron. Todo en mi padre se inclinó y lanzó hacia el calor y la luz. Quería desesperadamente que yo estuviera presente en la mente y en el corazón de todos. Mientras observaba, me di cuenta de algo: casi todos se despedían de mí. Me había convertido en una de las muchas niñas desaparecidas. Ellos volverían a sus casas y me enterrarían, como una carta del pasado que no volvería a abrirse o leerse. Y yo tenía una oportunidad para despedirme de ellos y desearles lo mejor, bendecirlos de alguna manera por sus buenos pensamientos. Un apretón de manos en la calle, un objeto caído recogido y devuelto, o un afable saludo con la mano desde una ventana lejana, un movimiento de la cabeza, una sonrisa, unos ojos que se fijan en la travesura de un niño.
Ruth fue la primera en ver a los tres miembros de mi familia, y tiró a Ray de la manga.
– Ve a ayudarlos -susurró.
Y Ray, que había conocido a mi padre el primer día de lo que resultaría ser un largo trayecto para intentar dar con mi asesino, se adelantó. Samuel también se separó de la gente. Como jóvenes pastores, condujeron a mi padre y a mis hermanos hasta el grupo, que se apartó para dejarles pasar y guardó silencio.
Mi padre llevaba meses sin salir de casa salvo para ir y volver del trabajo o sentarse en el patio trasero, y no había visto a sus vecinos. Ahora los miró, uno por uno, y se dio cuenta de que me habían querido personas que él ni siquiera reconocía. Sintió una oleada de afecto como no había experimentado en lo que le parecía mucho tiempo, con la excepción de los breves instantes olvidados con Buckley, los amorosos accidentes con su hijo.
Miró al señor O'Dwyer.
– Stan -dijo-, Susie se quedaba delante de la ventana en verano y te escuchaba cantar en tu patio. Le encantaba. ¿Quieres cantar para nosotros?
Y con la clase de gracia que se concede -aunque en contadas ocasiones y no cuando más se desea- para salvar a un ser querido de la muerte, al señor O'Dwyer le tembló la voz sólo en la primera nota, y luego cantó alto, claro y entonado.
Todos cantaron con él.
Recordé las noches de verano de las que había hablado mi padre. Cómo la oscuridad tardaba una eternidad en llegar, y con ella siempre esperaba que refrescara. A veces, de pie junto a la ventana abierta, sentía una brisa, y con esa brisa llegaba la música de la casa de los O'Dwyer. Mientras escuchaba al señor O'Dwyer cantar todas las baladas irlandesas que se sabía, la brisa traía un olor a tierra y a aire, y un olor como a musgo que sólo podía significar tormenta.
En esos momentos reinaba un maravilloso silencio temporal mientras Lindsey estudiaba en el viejo sofá de su habitación, mi padre leía en su estudio y mi madre bordaba o lavaba los platos en el piso de abajo.
A mí me gustaba ponerme un camisón largo de algodón y salir al porche trasero, donde, mientras empezaban a caer gruesas gotas contra el tejado, la brisa entraba a través de la tela metálica y me pegaba el camisón al cuerpo. Era agradable y maravilloso, y de pronto llegaba un relámpago seguido de un trueno.
Junto a la puerta abierta del porche estaba mi madre, que después de soltarme su típica advertencia -«Vas a coger un resfriado de muerte»- se quedaba callada. Juntas escuchábamos cómo caía la lluvia y retumbaban los truenos, y olíamos la tierra que se elevaba para saludarnos.
– Pareces invencible -me dijo mi madre una noche.
Me encantaban esos momentos en los que parecía que sentíamos lo mismo. Me volví hacia ella, envuelta en mi fino camisón, y dije:
– Lo soy.
FOTOS
Con la cámara que me regalaron mis padres saqué montones de fotos a mi familia. Tantas, que mi padre me obligó a seleccionar los carretes que creía que merecía la pena revelar. A medida que aumentaba el precio de mi obsesión, empecé a tener en mi armario dos cajas: «Carretes para revelar» y «Carretes para guardar». Fue, según mi madre, el único indicio de mis dotes organizativas.
Me encantaba cómo los flashes de la Kodak Instamatic señalaban un instante que había pasado y que ya habría desaparecido para siempre si no fuera por la foto. Una vez utilizados, me pasaba los flashes cúbicos de una mano a otra hasta que se enfriaban. Los filamentos rotos se volvían de un azul intenso o ennegrecían el fino cristal con el humo. Yo había rescatado el instante al utilizar mi cámara, y de ese modo había descubierto una forma de detener el tiempo y conservarlo. Nadie podía arrebatarme esa imagen, porque me pertenecía.
Una tarde del verano de 1975, mi madre se volvió hacia mi padre y le dijo:
– ¿Has hecho alguna vez el amor en el mar?
Y él respondió:
– No.
– Yo tampoco -dijo mi madre-. Hagamos ver que esto es el mar, y que yo me voy y tal vez no nos volvamos a ver.
Al día siguiente se marchó a la cabaña de su padre en New Hampshire.
Ese mismo verano, Lindsey, Buckley o mi padre, al abrir la puerta de la calle, encontraban en el umbral una cazuela o un bizcocho. A veces una tarta de manzana, la favorita de mi padre. La comida era impredecible. Los guisos que preparaba la señora Stead eran asquerosos. Los bizcochos de la señora Gilbert no estaban lo bastante secos, pero eran pasables. Las tartas de manzana eran de Ruana: el cielo en la Tierra.
En su estudio, en las largas noches que siguieron a la partida de mi madre, mi padre trataba de abstraerse releyendo pasajes de las cartas que Mary Chesnut le había escrito a su marido durante la guerra civil. Trató de desprenderse de todo sentimiento de culpabilidad, de toda esperanza, pero era imposible. Una vez logró esbozar una pequeña sonrisa.
– Ruana Singh hace una tarta de manzana formidable -escribió en su cuaderno.
Una tarde de otoño, contestó al teléfono y oyó la voz de la abuela Lynn.
– Jack -anunció mi abuela-, estoy pensando en irme a vivir con vosotros.
Mi padre guardó silencio, pero la línea se llenó de su vacilación.
– Me gustaría ponerme a tu disposición y a la de los niños. Ya llevo demasiado tiempo deambulando por este mausoleo.
– Lynn, estamos empezando de nuevo -tartamudeó él. Aun así, no podía contar con que la madre de Nate cuidara eternamente de Buckley. Cuatro meses después de que mi madre se marchara, su ausencia temporal empezaba a sentirse como permanente.
Mi abuela insistió. Yo la vi resistir la tentación de apurar el vodka de su vaso.
– Me abstendré de beber hasta… -Se quedó pensativa un buen rato y añadió-: Las cinco de la tarde… Qué demonios, lo dejaré del todo si lo crees necesario.
– ¿Eres consciente de lo que estás diciendo?
Mi abuela sintió cómo la clarividencia le recorría desde la mano que sostenía el teléfono hasta sus pies enfundados en zapatillas.