Pero por mucho que habían buscado al hombre en cuestión, era como si se hubiera evaporado en el aire al llegar al límite de la propiedad. No había encontrado ningún documento con ese nombre. Oficialmente, no existía.
Lo único que George Harvey había dejado atrás eran sus casas de muñecas. Len llamó al hombre que se las vendía y le pasaba los encargos de los grandes almacenes selectos y de la gente adinerada que pedía réplicas de sus propias casas. Nada. Había llamado a los fabricantes de las sillas en miniatura, de las diminutas puertas y ventanas de cristal biselado y del material de latón, así como al fabricante de los matorrales y árboles de tela. Nada.
Se quedó sentado ante las pruebas esparcidas sobre una desolada mesa común en el sótano de la comisaría. Revisó el montón de carteles de más que mi padre había mandado hacer. Había memorizado mi cara, pero aun así los miró. Empezaba a creer que lo más beneficioso para mi caso iba a ser el creciente desarrollo de la urbanización de la zona. Con toda la tierra removida, tal vez encontraran nuevas pistas que proporcionaran la respuesta que él necesitaba.
En el fondo de la caja estaba la bolsa con el gorro de borla y cascabeles. Cuando se lo había dado a mi madre, ésta se había desmayado en la alfombra. Seguía sin saber en qué momento se había enamorado de ella. Yo sabía que fue el día en que se había sentado en nuestra sala mientras mi madre dibujaba figuras en el papel de la carnicería, y Buckley y Nate dormían en el sofá, cada uno en un extremo. Lo lamenté por él. Había tratado de resolver mi asesinato sin éxito. Había tratado de querer a mi madre, también sin éxito.
Len miró el dibujo del campo de trigo que había robado Lindsey y se obligó a reconocer que, en su prudencia, había permitido que el asesino saliera impune. No podía quitarse de encima el sentimiento de culpabilidad. Sabía, aun cuando nadie más lo hiciera, que el haber estado con mi madre ese día en el centro comercial le hacía culpable de que George Harvey estuviera en libertad.
Se sacó la billetera del bolsillo trasero y dejó en la mesa las fotos de todos los casos sin resolver en los que había trabajado. Entre ellas estaba la de su mujer. Las puso boca abajo. «Fallecida», había escrito en cada una de ellas. Ya no esperaba que llegara el día en que comprendería quién, por qué o cómo. Nunca averiguaría todas las razones por las que su mujer se había quitado la vida. Nunca comprendería por qué habían desaparecido tantas niñas. Dejó esas fotos en la caja de las pruebas de mi caso y apagó las luces de la fría habitación.
Pero no sabía que, en Connecticut, el 10 de septiembre de 1976, un cazador había visto en el suelo, al regresar a su coche, algo que brillaba. Mi colgante con la piedra de Pensilvania. Y vio que cerca de allí, en el suelo, un oso había estado cavando parcialmente y había dejado a la vista algo que, sin lugar a dudas, era un pie infantil.
Mi madre sólo aguantó un invierno en New Hampshire antes de que se le ocurriera la idea de ir en coche hasta California. Era algo que siempre había querido hacer pero nunca había hecho. Un hombre que había conocido en New Hampshire le había comentado que había trabajo en las bodegas de los valles de San Francisco. Era fácil llegar allí, y el trabajo sólo requería esfuerzo físico y podía ser, si querías, muy anónimo. A mi madre, esas tres condiciones le parecieron bien.
Ese hombre también había querido acostarse con mi madre, pero ella había rehusado. Para entonces ya sabía que ésa no era la salida. Desde la primera noche con Len en las entrañas del centro comercial había sabido que no tenían futuro. En realidad, ni siquiera lo había sentido.
Hizo las maletas para irse a California y envió postales a mis hermanos desde cada ciudad por la que pasaba. «Hola, estoy en Dayton. El pájaro típico de Ohio es el cardenal», «Llegué al Mississippi anoche al atardecer. Es un río realmente enorme».
En Arizona, ocho estados más allá de lo más lejos que nunca había llegado, alquiló una habitación y se llevó una bolsa de cubitos de hielo de la máquina de fuera. Al día siguiente llegaría a California y, para celebrarlo, había comprado una botella de champán. Pensó en lo que le había explicado el hombre de New Hampshire, cómo se había pasado un año entero rascando el moho de los enormes barriles de vino. Tumbado de espaldas, había tenido que utilizar un cuchillo para arrancar las capas de moho. El moho tenía el color y la textura del hígado, y por mucho que se bañara seguía atrayendo a las moscas de la fruta horas después.
Ella se bebió el champán en un vaso de plástico y se miró en el espejo. Se obligó a mirarse.
Se recordó a sí misma sentada en la sala de nuestra casa conmigo, mis hermanos y mi padre la primera Nochevieja que nos habíamos quedado levantados los cinco. Todo su día se había centrado en asegurarse de que Buckley durmiera lo suficiente.
Cuando él se despertó después del anochecer, estaba convencido de que esa noche iba a venir alguien mejor que Papá Noel. En su imaginación tenía una imagen explosiva de las mejores vacaciones posibles, en las que sería transportado hasta el país de los juguetes.
Horas después, mientras bostezaba recostado en el regazo de mi madre y ella le pasaba los dedos por el pelo, mi padre entró a hurtadillas en la cocina para preparar chocolate caliente, y mi hermana y yo servimos pastel de chocolate alemán. Cuando el reloj dio las doce y sólo se oyeron unos gritos lejanos y unos cuantos disparos al aire en nuestro vecindario, mi hermano no podía creérselo. Se llevó un chasco tan grande que mi madre no sabía qué hacer. Lo vio como un Is that all there is? de una Peggy Lee pequeña seguido de un berrido.
Recordó que en ese momento mi padre había cogido a Buckley en brazos y se había puesto a cantar. Los demás cantamos con él. «Let ole acquaintance be forgot and never brought to mind, should ole acquaintance be forgot and days of auld lang syne!»
Y Buckley se quedó mirándonos. Capturó las extrañas palabras como burbujas flotando en el aire.
– ¿«Lang syne»? -repitió con cara de desconcierto.
– ¿Qué significa? -pregunté a mis padres.
– Los viejos tiempos -dijo mi padre.
– Días que pasaron hace mucho -explicó mi madre. Pero de pronto había empezado a reunir las migas del pastel en el plato.
– Eh, Ojos de Océano -dijo mi padre-. ¿Adonde has ido?
Y ella recordó que había reaccionado a la pregunta cerrándose, como si su espíritu hubiera tenido un grifo y lo hubiera girado a la derecha, y luego se había puesto de pie y me había pedido que la ayudara a recoger.
Cuando, en el otoño de 1976, llegó a California, fue directamente a la playa y detuvo el coche. Se sentía como si hubiera conducido a través de familias durante días -familias peleándose, familias chillando, familias desgañitándose, familias bajo la milagrosa presión de la cotidianidad- y, al contemplar las olas a través del parabrisas de su coche, se sintió aliviada. No pudo evitar pensar en los libros que había leído en la universidad. The Awakening. Y lo que le había ocurrido a una escritora, Virginia Woolf. Todo le había parecido tan maravilloso entonces, tan romántico y diáfano… con piedras en los bolsillos, caminar entre las olas…