– Tengo miedo de bebérmelo -dijo.
– ¿Quién ha llamado? -preguntó mi hermana.
– ¿Llamado?
– Te he oído decir lo que siempre dices de la sonrisa de Susie. De las estrellas que estallan.
– ¿He dicho eso?
– Te has puesto un poco cursi. Era un poli, ¿verdad?
– ¿Nada de mentiras?
– Nada de mentiras -acordó Lindsey.
– Han encontrado una parte de un cuerpo. Podría ser de Susie.
Fue un fuerte golpe en el estómago.
– ¿Qué?
– No hay nada seguro -tanteó mi padre.
Lindsey se sentó a la mesa de la cocina.
– Voy a vomitar -dijo.
– ¿Cariño?
– Papá, quiero que me digas qué es, qué parte del cuerpo es, y luego tendré que vomitar.
Mi padre bajó un gran recipiente metálico, lo llevó a la mesa y lo dejó cerca de Lindsey antes de sentarse a su lado.
– Está bien -dijo ella-. Dímelo.
– Un codo. Lo ha encontrado el perro de los Gilbert.
Mi padre le cogió la mano y entonces ella vomitó, como había prometido hacer, en el brillante recipiente plateado.
Más tarde, esa mañana, el cielo se despejó, y no muy lejos de mi casa la policía acordonó el campo de trigo y emprendió su búsqueda. La lluvia, aguanieve, nieve y granizo, al derretirse y mezclarse, habían dejado el suelo empapado; aun así, había una zona donde habían removido recientemente la tierra. Empezaron a cavar por allí.
En algunas partes, según se averiguó más tarde en el laboratorio, había una fuerte concentración de mi sangre mezclada con la tierra, pero en esos momentos la policía se sentía cada vez más frustrada, cavando en el suelo frío y húmedo en busca de una niña.
A lo largo del borde del campo de fútbol se habían detenido unos cuantos vecinos a una distancia respetuosa del cordón de la policía, intrigados por los hombres con pesadas parkas azules que manejaban palas y rastrillos como si se tratara de herramientas médicas.
Mis padres se habían quedado en casa. Lindsey no salió de su habitación. Buckley estaba en casa de su amigo Nate, donde pasó mucho tiempo esos días. Le habían dicho que me había quedado más días en casa de Clarissa.
Yo sabía dónde estaba mi cuerpo, pero no podía decírselo. Observé y esperé a ver qué veían. Y de pronto, a media tarde, un policía levantó un puño cubierto de tierra y gritó:
– ¡Aquí! -exclamó, y los demás agentes echaron a correr y lo rodearon.
Todos los vecinos se habían ido a casa menos la señora Stead. Después de conferenciar con los demás agentes alrededor del que había hecho el descubrimiento, el detective Fenerman deshizo el oscuro corro y se acercó a ella.
– ¿Señora Stead? -preguntó por encima del cordón que los separaba.
– Sí.
– ¿Tiene usted una hija en el colegio?
– Sí.
– ¿Sería tan amable de acompañarme?
Un joven agente condujo a la señora Stead por debajo del cordón policial y a través del campo de trigo revuelto y lleno de baches donde se hallaban los demás hombres.
– Señora Stead -dijo Len Fenerman-, ¿le resulta familiar esto? -Levantó un ejemplar en rústica de Matar a un ruiseñor-. ¿Leen esto en el colegio?
– Sí -respondió ella, palideciendo al pronunciar el monosílabo.
– ¿Le importa si le pregunto…? -empezó a decir él.
– Noveno curso -dijo ella, mirando los ojos azul pizarra de Len Fenerman-. El curso de Susie.
Era terapeuta, y confiaba en su habilidad para encajar las malas noticias y hablar con racionalidad de los detalles escabrosos de la vida de sus pacientes, pero se sorprendió a sí misma apoyándose en el joven agente que la había acompañado hasta allí. Me di cuenta de que le habría gustado haberse ido a casa con los demás vecinos y estar ahora en el salón con su marido, o fuera, en el patio trasero, con su hijo.
– ¿Quién da la clase?
– La señorita Dewitt -dijo-. A los chicos les parece un regalo después de Otelo.
– ¿Otelo?
– Sí -dijo ella; sus conocimientos sobre el colegio de pronto eran muy importantes, con todos los agentes escuchándola-. A la señorita Dewitt le gusta graduar la dificultad de las lecturas, y justo antes de Navidad hace un gran esfuerzo con Shakespeare y después reparte Harper Lee como premio. Si Susie llevaba Matar a un ruiseñor ya debía de haber entregado su trabajo sobre Otelo.
Toda esa información se verificó.
La policía hizo llamadas. Yo observaba cómo se ampliaba el círculo. La señorita Dewitt tenía mi trabajo. Con el tiempo, se lo enviaría por correo a mis padres sin corregir. «He pensado que tal vez les gustaría guardarlo -había escrito en una nota-. Mi más sentido pésame.» Lindsey se quedó con él porque mi madre no se vio con fuerzas para leerlo. «El condenado al ostracismo: un hombre solo», lo había titulado. Lindsey había sugerido «El condenado al ostracismo» y yo había añadido la segunda parte. Mi hermana le había hecho tres agujeros y había guardado cada hoja escrita cuidadosamente a mano en un cuaderno vacío. Lo dejó en su armario debajo de su maleta de Barbie y la caja donde guardaba sus muñecos Ann y Andy Raggedy en perfecto estado, que yo tanto le había envidiado.
El detective Fenerman telefoneó a mis padres. Habían encontrado un libro de texto que podían haberme dado ese último día.
– Pero podría ser de cualquiera -dijo mi padre a mi madre al comienzo de otra agitada noche en vela-. O podría habérsele caído por el camino.
Aumentaban las pruebas, pero ellos se resistían a creer.
Dos días después, el 12 de diciembre, la policía encontró mis apuntes de la clase del señor Botte. Los animales se habían llevado la libreta de donde estuvo inicialmente enterrada: la tierra no coincidía con las muestras de los alrededores, pero habían encontrado el papel cuadriculado con las teorías garabateadas que yo no había entendido, pero aun así había copiado obedientemente, cuando un gato había derribado un nido de cuervo. Entremezclados con las hojas y las ramitas estaban los trozos de papel. La policía separó el papel cuadriculado junto con fragmentos de otra clase de papel, más fino y quebradizo, que no tenía rayas.
La niña que vivía en la casa del árbol reconoció parte de la letra. No era la mía, sino la del chico que estaba colado por mí, Ray Singh. En papel de arroz especial de su madre, me había escrito una nota de amor que yo nunca llegué a leer. Me la había metido en el cuaderno el miércoles, mientras estábamos en el laboratorio. Tenía una caligrafía elegante. Cuando llegaron los agentes, tuvieron que juntar los trozos de mi libreta de biología y los de la nota amorosa de Ray Singh.
– Ray no se encuentra bien -dijo su madre cuando un detective llamó a su casa y quiso hablar con él.
Pero a través de ella averiguaron lo que querían saber.
Ray asintió a medida que ella le repetía las preguntas de la policía. Sí, le había escrito una nota de amor a Susie Salmón. Sí, la había metido en el cuaderno de Susie después de que el señor Botte le hubiera pedido a ella que recogiera los ejercicios. Sí, se había llamado a sí mismo el Moro.
Ray Singh pasó a ser el primer sospechoso.
– ¿Ese chico tan encantador? -le dijo mi madre a mi padre.
– Ray Singh es simpático -dijo mi hermana con voz monótona durante la cena de esa noche.
Observé a mi familia y supe que lo sabían. No había sido Ray Singh.
La policía irrumpió en su casa y lo intimidó, insinuando cosas. Les estimulaba la piel oscura de Ray, que para ellos era sinónimo de culpabilidad, así como la rabia que les provocaba sus modales, y su hermosa pero demasiado exótica e inalcanzable madre. Pero Ray tenía una coartada. Podían llamar a un buen número de países que testificarían a su favor. Su padre, que enseñaba historia poscolonial en Penn, le había pedido a su hijo que hablara de la experiencia de los adolescentes en una conferencia que había organizado la International House el día que yo morí.