– El tipo hacía casas de muñecas -dijo Ralph Cichetti.
Hal llamó a Len.
Pasaron los años. Los árboles de nuestro patio crecieron. Yo observaba a mi familia, a los amigos y vecinos, a los profesores que había tenido o había imaginado tener, el instituto con el que había soñado. Sentada en el cenador, fingía que estaba sentada en la rama más alta del arce debajo del cual mi hermano se había tragado un palo y donde todavía jugaba con Nate al escondite. Me sentaba en la barandilla de una escalera en Nueva York y esperaba a que Ruth pasara. Estudiaba con Ray. Iba en coche con mi madre por la carretera de la costa del Pacífico en una calurosa tarde con el aire cargado de sal. Pero terminaba todos los días con mi padre en su estudio.
Extendía en mi mente esas fotos que había reunido observando sin parar, y veía cómo un solo incidente, mi muerte, relacionaba todas esas imágenes con un único origen. Nadie podía haber previsto cómo mi muerte iba a cambiar pequeños instantes en la Tierra. Pero yo me aferraba a esos instantes, los atesoraba. Ninguno se perdería mientras yo estuviese allí, observando.
En una de mis veladas musicales, mientras Holly tocaba el saxo y la señora Bethel Utemeyer se unía a ella, lo vi: vi a Holiday pasar corriendo junto a un samoyedo peludo y blanco. Había vivido hasta una edad avanzada en la Tierra y dormido a los pies de mi padre después de que se marchara mi madre, sin querer perderlo de vista. Había estado con Buckley mientras éste construía su fuerte y era el único que había tenido permiso para estar en el porche cuando Lindsey y Samuel se habían besado. Y en los últimos años de su vida, todos los domingos por la mañana la abuela Lynn le había hecho una crepé de mantequilla de cacahuete que dejaba plana en el suelo, sin cansarse nunca de ver cómo intentaba levantarla con el hocico.
Yo esperé a que me olfateara, impaciente por saber si aquí, al otro lado, seguía siendo la niña pequeña con la que él había dormido. No tuve que esperar mucho; se alegró tanto de verme que me tiró al suelo.
17
A los veintiún años, Lindsey era muchas cosas que yo nunca sería, pero eso apenas me entristecía ya. Aun así, vagaba por donde ella vagaba. Recogí mi diploma de la universidad, y me subí a la moto de Samuel, rodeándole la cintura con los brazos y apretándome contra su espalda en busca de calor…
Está bien, era Lindsey. Lo sé. Pero descubrí que, al observarla a ella, era capaz de perderme más que con cualquier otra persona.
La noche de su graduación en la Temple University, ella y Samuel volvieron en moto a casa después de haber prometido a mi padre y a mi abuela Lynn repetidas veces que no tocarían el champán que llevaban en la bolsa de la moto hasta que llegaran. «¡Después de todo, somos licenciados universitarios!», había dicho Samuel. Mi padre era blando porque tenía plena confianza en Samuel; habían pasado los años y el chico siempre se había comportado correctamente con la hija que le quedaba.
Pero al volver en moto de Filadelfia por la carretera 30 empezó a llover. Al principio ligeramente, pequeños alfilerazos que se clavaban en mi hermana y en Samuel a ochenta kilómetros por hora. La lluvia fría golpeaba el asfalto seco y caliente de la carretera, y arrancaba de él olores que se habían cocido todo el día bajo el sol abrasador de junio. A Lindsey le gustaba apoyar la cabeza entre los omóplatos de Samuel e inhalar el olor de la carretera y de los arbustos y matorrales desiguales que la bordeaban. Había recordado cómo, horas antes de la tormenta, la brisa había hinchado los trajes blancos de todos los graduados a las puertas del Macy Hall. Por un instante, había parecido que todos estaban a punto de alejarse flotando.
Recorrieron un tramo de carretera más rodeado de vegetación, la clase de tramo que había entre dos áreas comerciales y que poco a poco, por adición, eran eliminados por otra área comercial o un almacén de piezas de recambios de automóviles. La moto se tambaleó, pero no cayó en la grava mojada del arcén. Samuel frenó ayudándose con los pies y, como le había enseñado Hal, esperó a que mi hermana se bajara y se apartó un poco antes de bajarse él.
Levantó la visera de su casco para decirle a gritos:
– Es peligroso. Voy a llevarla debajo de esos árboles.
Lindsey lo siguió, con el ruido de la lluvia amortiguado dentro de su casco acolchado. Se abrieron paso entre la grava y el barro, pisando las ramas y los escombros amontonados al lado de la carretera. Parecía que llovía con más fuerza, y mi hermana se alegró de haberse quitado el vestido que había llevado en la ceremonia de graduación y haberse puesto los pantalones y la cazadora de cuero que Hal había insistido en darle pese a sus protestas de que parecía una pervertida.
Samuel empujó la moto hasta la hilera de robles que había junto a la carretera, y Lindsey lo siguió. La semana anterior habían ido a cortarse el pelo al mismo barbero de la calle Market, y aunque Lindsey tenía el pelo más claro y fino que Samuel, el barbero les había hecho el mismo corte puntiagudo. En cuanto se quitaron los cascos, las grandes gotas que se colaban entre los árboles les mojaron el pelo, y a Lindsey se le empezó a correr el rimel. Observé cómo Samuel le limpiaba la mejilla con el pulgar. «Feliz graduación», dijo en la oscuridad, y se agachó para besarla.
Desde su primer beso en nuestra cocina dos semanas después de mi muerte, yo había sabido que él era -como mi hermana y yo lo habíamos llamado riendo bobamente con nuestras Barbies o cuando veíamos a Bobby Sherman por la televisión- el hombre de su vida. Samuel se había hecho tan imprescindible para ella que su relación enseguida se había consolidado. Habían estudiado juntos en la Temple University, codo con codo. Él la había odiado, pero Lindsey lo había animado a continuar. Verla disfrutar tanto le había permitido sobrevivir.
– Busquemos la parte más tupida de esta maleza -dijo. -¿Y la moto?
– Hal seguramente tendrá que rescatarnos cuando deje de llover.
– Mierda -dijo Lindsey.
Samuel rió y le cogió la mano para empezar a andar. En ese preciso momento oyeron el primer trueno, y Lindsey pegó un bote. El la abrazó con más fuerza. Los relámpagos todavía estaban lejos, y los truenos cobrarían intensidad, siguiéndolos de cerca. A ella nunca le habían fascinado como a mí. La ponían histérica y nerviosa. Pensaba en árboles partiéndose por la mitad, casas estallando en llamas y perros escondiéndose en los sótanos de los barrios residenciales.
Caminaron a través de la maleza, que estaba empapada a pesar de los árboles. Aunque era media tarde, estaba oscuro salvo por la linterna de Samuel. Aun así, vieron rastros de gente; sus botas aplastaban latas y se tropezaban con envases vacíos. Y de pronto, en medio de las tupidas malas hierbas y la oscuridad, los dos vieron la ventana con los cristales rotos del piso superior de una vieja casa victoriana. Samuel apagó la linterna inmediatamente.
– ¿Crees que habrá alguien dentro? -preguntó Lindsey.
– Está oscuro.
– Es espeluznante.
Se miraron, y mi hermana dijo en voz alta lo que los dos pensaban:
– ¡Allí no nos mojaremos!
Se cogieron de la mano bajo la intensa lluvia y echaron a correr lo más deprisa posible hacia la casa, tratando de no tropezar o resbalarse en el barro cada vez más abundante.
Al acercarse más, Samuel se fijó en la pronunciada inclinación del tejado, así como en la pequeña cruz de madera de los aguilones. Casi todas las ventanas del piso de abajo estaban cerradas con tablones, pero la puerta delantera se balanceaba sobre sus goznes, golpeando la pared de yeso de dentro. Aunque parte de él quería quedarse fuera, bajo la lluvia, para examinar los aleros y las cornisas, entró en la casa precipitadamente con Lindsey. Se quedaron a unos pasos del umbral, temblando y mirando hacia el bosque que los rodeaba. Luego registraron rápidamente las habitaciones de la vieja casa. Estaban solos. No había monstruos espeluznantes agazapados en las esquinas ni había echado raíces allí ningún vagabundo.