Cada vez eran más escasos esos terrenos sin urbanizar que habían marcado más que ninguna otra cosa mi niñez. Vivíamos en una de las primeras urbanizaciones de la región que se habían construido en tierra de labranza, una urbanización que iba a convertirse en modelo e inspiración de lo que ahora parecía un millar de ellas, pero yo siempre había soñado con el tramo de carretera que no se había llenado de tejas de madera de colores chillones y tubos de desagüe, caminos de acceso pavimentados y buzones de tamaño desmesurado. Y lo mismo podía decirse de Samuel.
– ¡Guau! ¿Cuántos años crees que tiene? -La voz de Lindsey resonó como en una iglesia.
– Vamos a explorar -dijo Samuel.
Las ventanas cubiertas con tablones del primer piso hacían difícil que se viera algo, pero con la ayuda de la linterna lograron distinguir una chimenea y la guardasilla que se extendía a lo largo de las paredes.
– Fíjate en el suelo -dijo Samuel. Se arrodilló, tirando de ella-. ¿Ves el trabajo de machihembrado? Esta gente tenía más dinero que sus vecinos.
Lindsey sonrió. Del mismo modo que a Hal sólo le importaba el funcionamiento interno de las motos, Samuel se había vuelto un obseso de la carpintería.
Recorrió el suelo con los dedos y pidió a Lindsey que lo imitara.
– Es una ruina maravillosa -dijo.
– ¿Victoriana? -preguntó Lindsey, tratando de adivinar.
– Me alucina decirlo -dijo Samuel-, pero creo que es neogótico. Me he fijado en los soportes en diagonal en los bordes de los aguilones, lo que significa que es posterior a mil ochocientos sesenta.
– Mira -dijo Lindsey.
Alguien había hecho una hoguera hacía tiempo en medio del suelo.
– Eso sí que es una tragedia -dijo Samuel.
– ¿Por qué no utilizaron la chimenea? Hay una en cada habitación.
Pero Samuel estaba absorto mirando por el agujero que había abierto el fuego en el techo, tratando de distinguir el trabajo de carpintería de los marcos de las ventanas.
– Vamos arriba -dijo.
– Tengo la sensación de estar en una cueva -dijo Lindsey mientras subían por la escalera-. Hay tanto silencio que casi no se oye la lluvia.
Al subir, Samuel golpeó el yeso con un puño.
– Podrías emparedar a alguien en este lugar. Y de pronto tuvo lugar uno de esos instantes que ellos habían aprendido a dejar correr y que yo vivía esperando. Planteaba una pregunta primordiaclass="underline" ¿Dónde estaba yo? ¿Me mencionarían? ¿Sacarían el tema y hablarían de mí? Por lo general, a esas alturas la respuesta era un decepcionante no. Ya no era el festival de Susie en la Tierra.
Pero algo tenían esa casa y esa noche -los días señalados, como las ceremonias de graduación y los cumpleaños, siempre reavivaban mi recuerdo, me hacían ocupar un lugar más prominente en sus pensamientos- para que en ese momento Lindsey pensara en mí más de lo que normalmente pensaba. Aun así, no lo dijo en voz alta. Recordó la embriagadora sensación que había tenido en la casa del señor Harvey y que había experimentado a menudo desde entonces: que yo estaba con ella de alguna manera, en sus pensamientos y en sus miembros, moviéndome con ella como una hermana gemela.
En lo alto de la escalera encontraron la puerta de la habitación que se habían quedado mirando desde fuera.
– Quiero esta casa -dijo Samuel.
– ¿Qué?
– Esta casa me necesita, lo noto.
– Tal vez deberías esperar a que salga el sol para decidirlo -dijo ella.
– Es lo más bonito que he visto nunca -dijo él.
– Samuel Heckler, reparador de cosas rotas -dijo mi hermana.
– Así se habla.
Se quedaron un momento en silencio, oliendo la humedad del aire que entraba por el hueco de la chimenea e inundaba la habitación. Aun con el ruido de la lluvia, Lindsey tenía la sensación de estar escondida, arropada en un seguro rincón del mundo con la persona que más quería.
Le cogió la mano y caminó con él hasta una pequeña habitación de la parte delantera. Sobresalía por encima del vestíbulo del piso de abajo y tenía forma octogonal.
– Miradores -dijo Samuel, y se volvió hacia Lindsey-. Las ventanas, cuando se construyen así, como una habitación diminuta, se llaman miradores.
– ¿Te excitan? -preguntó Lindsey sonriendo.
Los dejé en la oscuridad y la lluvia. Me pregunté si Lindsey había notado que, en cuanto empezaron a desabrocharse las cazadoras, los relámpagos habían parado y había cesado el ruido en la garganta de Dios, ese trueno aterrador.
En su estudio, mi padre sostenía en la mano una bola de nieve. El frío del cristal en los dedos lo reconfortaba, y lo sacudió para ver cómo el pingüino desaparecía bajo la nieve ligera y volvía a aparecer poco a poco.
Hal había vuelto de la ceremonia de graduación en su moto, pero en lugar de tranquilizar a mi padre al proporcionarle cierta garantía de que, si una moto había sido capaz de sortear una tormenta y llevar a su conductor a salvo hasta su puerta, otra también podría hacerlo, pareció buscar en su mente las probabilidades de lo contrario.
La ceremonia de graduación de Lindsey le había reportado lo que podría llamarse un doloroso placer. Buckley se había sentado a su lado, indicándole solícito cuándo sonreír y reaccionar. A menudo sabía cuándo hacerlo, pero sus sinapsis ya no eran tan rápidas como las de la gente normal, o al menos así era como se lo explicaba a sí mismo. Era como el tiempo de reacción en las demandas de seguro que él estudiaba. Para la mayoría de la gente había una media de segundos entre el momento en que veían venir algo -otro coche, una roca que bajaba rodando por un terraplén- y el momento en que reaccionaban. Los tiempos de reacción de mi padre eran más lentos que los de la mayoría, como si se moviera en un mundo donde una inevitabilidad aplastante le había arrebatado toda esperanza de percepción aguda.
Buckley llamó a la puerta entreabierta del estudio de su padre.
– Pasa -dijo él.
– Estarán bien, papá. -A sus doce años, mi hermano se había vuelto serio y considerado. Aunque no pagara las facturas ni cocinara, era él quien llevaba la casa.
– Te sienta bien el traje, hijo -dijo mi padre.
– Gracias. -Eso le importaba a mi hermano. Quería que mi padre se sintiera orgulloso de él y se había esmerado en arreglarse, pidiéndole incluso a la abuela Lynn esa mañana que le cortara los mechones que le caían sobre los ojos. Estaba en la fase más incómoda de la adolescencia, cuando no se es niño ni hombre. Casi siempre ocultaba su cuerpo bajo camisetas grandes y vaqueros desaliñados, pero ese día le había gustado llevar traje-. La abuela nos espera abajo con Hal -dijo.
– Enseguida bajo.
Esta vez Buckley cerró la puerta del todo.
Ese otoño mi padre había hecho revelar el último carrete que había encontrado en mi armario en la caja de «Carretes para guardar», y ahora, como hacía a menudo cuando pedía un minuto antes de cenar o veía algo por la televisión o leía un artículo del periódico que le provocaba dolor, abrió el cajón de su escritorio y sacó las fotos con cautela.
Me había sermoneado muchas veces, diciendo que lo que yo llamaba mis «fotos artísticas» eran temerarias, pero el mejor retrato que había tenido nunca se lo había hecho yo en ángulo, de tal modo que su cara llenara todo el cuadro cuando lo sostenías como un rombo.