Debí de hacer caso de sus consejos sobre los ángulos de la cámara y la composición cuando saqué las fotos que él tenía ahora en las manos. No había sabido en qué orden iban los carretes ni qué había en ellos cuando los había hecho revelar. Había un número excesivo de fotos de Holiday, y muchas de mis pies en la hierba, borrones grisáceos en el aire que eran pájaros y un granulado intento de atardecer sobre el sauce blanco. Pero en un momento dado yo había decidido hacerle fotos a mi madre. Cuando mi padre recogió el carrete del laboratorio, se quedó sentado en el coche mirando fijamente unas fotos de una mujer que tenía la sensación de que ya casi no conocía.
Desde entonces las había sacado demasiadas veces del cajón para contarlas, pero cada vez que había examinado la cara de esa mujer, había tenido la sensación de que algo crecía dentro de él. Le llevó mucho tiempo comprender qué era. Hacía muy poco que sus sinapsis heridas le habían permitido ponerle nombre. Se había vuelto a enamorar.
No comprendía cómo dos personas que estaban casadas, que se veían todos los días, podían olvidar el aspecto que tenían, pero si tenía que describir de algún modo lo que había ocurrido, era eso. Y las últimas dos fotos del carrete proporcionaban la clave. Él había vuelto a casa del trabajo (yo recordaba que había tratado de mantener la atención de mi madre cuando Holiday se puso a ladrar al oír detenerse el coche en el garaje).
– Ya vendrá -le dije-. Espera.
Y ella así lo hizo. Parte de lo que me fascinaba de la fotografía era el poder que me otorgaba sobre la gente que estaba al otro lado de la cámara, incluidos mis propios padres.
Con el rabillo del ojo vi a mi padre cruzar la puerta lateral del patio. Llevaba la delgada cartera que, años atrás, Lindsey y yo habíamos registrado emocionadas para encontrar muy pocas cosas de interés. Los ojos de mi madre ya habían empezado a reflejar distracción y ansiedad, deslizándose por debajo de una máscara. En la foto siguiente la máscara estaba casi en su sitio, y en la última, en la que mi padre se inclinaba ligeramente para besarla en la mejilla, estaba puesta del todo.
– ¿Te hice yo eso? -preguntó él a la imagen de mi madre mirando fijamente las fotos, colocadas en fila-. ¿Cómo ocurrió?
– Han parado los relámpagos -dijo mi hermana. La humedad que le cubría la piel ya no era de la lluvia, sino del sudor.
– Te quiero -dijo Samuel.
– Lo sé.
– No, quiero decir que te quiero y quiero casarme contigo, ¡y quiero vivir en esta casa!
– ¿Cómo?
– ¡Ya se ha acabado esa mierda de universidad odiosa! -gritó Samuel. La pequeña habitación absorbió de tal manera su voz que en sus finas paredes apenas hubo eco.
– Para mí no -dijo mi hermana.
Samuel se levantó del suelo, donde había estado tumbado al lado de mi hermana, y se arrodilló delante de ella.
– Cásate conmigo.
– ¿Samuel?
– Estoy cansado de hacer siempre lo que está bien. Cásate conmigo y dejaré esta casa como nueva.
– ¿Y quién nos mantendrá?
– Nosotros -dijo él-, como sea.
Ella se incorporó y se arrodilló frente a él. Estaban los dos medio vestidos y empezaban a tener frío a medida que se disipaba su calor.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo?
– Creo que puedo -dijo mi hermana-. ¡Quiero decir que sí!
Algunos clichés yo sólo los comprendía cuando llegaban a toda velocidad a mi cielo. Nunca había visto un pollo decapitado, nunca había significado mucho para mí, aparte de ser una criatura que había recibido un trato muy parecido al mío. Pero en ese momento corrí por mi cielo como… ¡un pollo decapitado! Estaba tan contenta que grité una y otra vez. ¡Mi hermana! ¡Mi Samuel! ¡Mi sueño!
Ella lloraba, y él la abrazaba y la mecía contra él.
– ¿Estás contenta, mi amor? -preguntó.
Ella asintió contra su pecho desnudo.
– Sí -dijo, y luego se quedó inmóvil-. Mi padre. -Levantó la cabeza y miró a Samuel-. Sé que está preocupado.
– Sí -dijo él, tratando de cambiar de estrategia.
– ¿Cuántos kilómetros hay hasta casa?
– Unos quince -dijo Samuel-. Tal vez menos.
– Podríamos hacerlo -dijo ella.
– Estás loca.
– En la otra bolsa de la moto están las zapatillas de deporte.
No podían correr con sus trajes de cuero, de modo que se quedaron en ropa interior y camiseta, lo más cerca de lo que nadie de mi familia estaría jamás de esas personas que corren desnudas en lugares públicos. Samuel marcó el ritmo, corriendo delante de mi hermana como había hecho durante años para que ella no se desanimara. Casi no pasaban coches por la carretera, pero cuando alguno lo hacía, de los charcos de los lados se levantaba una pared de agua que los dejaba a los dos jadeando, luchando por volver a llenarse los pulmones de aire. Los dos habían corrido antes bajo la lluvia, pero nunca en plena tormenta. Mientras corrían, jugaron a ver quién se guarecía mejor de la lluvia, zigzagueando para protegerse bajo cualquier rama que colgara por encima de ellos, aunque el barro les salpicara las piernas. Pero a los cinco kilómetros estaban callados, avanzando a un ritmo natural que llevaban años practicando, concentrados en el sonido de su propia respiración y el de sus zapatillas mojadas al golpear el asfalto.
En un momento dado, al cruzar chapoteando un gran charco sin molestarse ya en esquivarlo, ella pensó en la piscina local de la que habíamos sido socios hasta que mi muerte puso fin a la existencia cómodamente pública de mi familia. Había estado en alguna parte de esa carretera, pero no levantó la cabeza para buscar la conocida valla de tela metálica. En su lugar, un recuerdo acudió a su mente. Estábamos ella y yo metidas en el agua con nuestros bañadores con falditas de volantes. Teníamos los ojos abiertos debajo del agua, una nueva habilidad, sobre todo para ella, y nos mirábamos los cuerpos suspendidos bajo el agua. Nuestro pelo flotaba, las falditas flotaban, y teníamos las mejillas infladas, conteniendo la respiración. Luego nos cogíamos de la mano y, juntas, salíamos disparadas del agua rompiendo la superficie. Nos llenábamos los pulmones de aire, se nos destapaban los oídos y reíamos a la vez.
Observé a mi atractiva hermana correr con los pulmones y las piernas bombeando, y vi que utilizaba de nuevo esa habilidad que había aprendido en la piscina, luchando por ver a través de la lluvia, luchando por seguir levantando las piernas al ritmo que le marcaba Samuel, y supe que no huía de mí ni corría hacia mí. Como alguien que ha sobrevivido a un disparo en el estómago, la herida se había ido cerrando en una cicatriz durante ocho largos años.
Estaban a un kilómetro de mi casa cuando la intensidad de la lluvia bajó y la gente empezó a mirar por las ventanas a la calle.
Samuel aflojó la marcha y ella lo alcanzó. Tenían las camisetas pegadas al cuerpo.
Lindsey sintió una punzada en el costado, pero en cuanto desapareció corrió con Samuel a toda velocidad. De pronto se sorprendió con toda la piel de gallina y sonriendo de oreja a oreja.
– ¡Vamos a casarnos! -gritó, y él se detuvo en seco y la cogió en brazos, y seguían besándose cuando un coche pasó junto a ellos tocando el claxon.
Cuando sonó el timbre de la puerta de nuestra casa eran las cuatro, y Hal estaba en la cocina con uno de los viejos delantales blancos de mi madre, cortando galletas para la abuela Lynn. Le gustaba que le dieran trabajo, sentirse útil, y a mi abuela le gustaba utilizarlo. Formaban un equipo compenetrado. En cambio, a Buckley, el niño guardaespaldas, le encantaba comer.
– Ya voy yo -dijo mi padre.
Había soportado la tormenta con vasos de whisky con soda que le había ido preparando la abuela Lynn.
Se movía ahora con una agilidad desgarbada, como un bailarín de ballet retirado que tiende a apoyarse más sobre una pierna que sobre la otra después de muchos años de saltar con un solo pie.