– Estaba muy preocupado -dijo al abrir la puerta.
Lindsey tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y hasta mi padre tuvo que reír cuando, desviando la mirada, se apresuró a coger las mantas que guardaban en el armario del vestíbulo. Samuel cubrió primero a Lindsey con una mientras mi padre le cubría los hombros a él lo mejor que podía y se formaban charcos de agua en el suelo de losetas. Justo cuando Lindsey se hubo tapado, Buckley, Hal y la abuela Lynn salieron al vestíbulo.
– Buckley -dijo la abuela Lynn-, ve a buscar unas toallas.
– ¿Has podido ir en moto con esta lluvia? -preguntó Hal con incredulidad.
– No, hemos venido corriendo -dijo Samuel.
– ¿Qué?
– Pasad a la sala -dijo mi padre-. Encenderemos el fuego.
Cuando los dos estuvieron sentados de espaldas a la chimenea, temblando al principio y bebiendo a sorbos el brandy que la abuela Lynn había pedido a Buckley que les sirviera en una bandeja de plata, todos oyeron la historia de la moto y la casa de la habitación octogonal que había puesto eufórico a Samuel.
– ¿Está bien la moto? -preguntó Hal.
– Hemos hecho lo que hemos podido -dijo Samuel-, pero necesitaremos un remolque.
– Estoy muy contento de que estéis bien -dijo mi padre.
– Hemos venido corriendo por usted, señor Salmón.
Mi abuela y mi hermano se habían sentado en el otro extremo de la habitación, lejos del fuego.
– No queríamos que os preocuparais -dijo Lindsey.
– Lindsey no quería que usted en concreto se preocupara.
Se produjo un silencio en la habitación. Lo que Samuel había dicho era verdad, por supuesto, pero también señalaba con demasiada claridad un hecho seguro: que Lindsey y Buckley habían llegado a vivir sus vidas en directa proporción al efecto que sus actos podían tener en un padre frágil.
La abuela Lynn atrajo la mirada de mi hermana y le guiñó un ojo.
– Entre Hal, Buckley y yo hemos hecho galletas de chocolate y nueces -dijo-. Y, si queréis, tengo lasaña congelada. -Se levantó y mi hermano la imitó, listo para ayudar.
– Me encantarían unas galletas, Lynn -dijo Samuel.
– ¿Lynn? Así me gusta -dijo-, ¿Vas a empezar a llamar a Jack «Jack»?
– Tal vez.
Una vez que Buckley y la abuela Lynn hubieron salido de la habitación, Hal notó un nuevo nerviosismo en el ambiente.
– Creo que voy a echar una mano -dijo.
Lindsey, Samuel y mi padre oyeron los atareados ruidos de la cocina. También oían el tictac del reloj del rincón, el que mi madre había llamado nuestro «rústico reloj colonial».
– Sé que me preocupo demasiado -dijo mi padre.
– Eso no es lo que quería decir Samuel -dijo Lindsey.
Samuel guardó silencio y yo lo observé.
– Señor Salmón -dijo por fin; no estaba del todo preparado para llamarlo «Jack»-. Le he pedido a Lindsey que se case conmigo.
Lindsey tenía el corazón en la garganta, pero no miraba a Samuel. Miraba a mi padre.
Buckley entró con una fuente de galletas, y Hal lo siguió con copas de champán entre los dedos y una botella de Dom Pérignon de 1978.
– De parte de tu abuela, en el día de vuestra ceremonia de graduación -dijo.
La abuela Lynn entró a continuación con las manos vacías, a excepción de su gran vaso de whisky, que reflejó la luz, brillando como un jarro de diamantes de hielo.
Para Lindsey era como si no hubiera nadie más allí aparte de ella y su padre.
– ¿Qué dices, papá? -preguntó.
– Digo -logró decir él, levantándose para estrechar la mano de Samuel- que no podría desear un yerno mejor.
La abuela Lynn estalló al oír la última palabra.
– ¡Dios mío, cariño! ¡Felicidades!
Hasta Buckley se relajó, liberándose del nudo que solía inmovilizarlo y abandonándose a una alegría poco habitual en él. Pero yo vi el delgado y tembloroso hilo que seguía uniendo a mi hermana a mi padre. El cordón invisible que puede matar.
Descorcharon la botella.
– ¡Como un maestro! -le dijo mi abuela a Hal mientras servía el champán.
Fue Buckley quien me vio, mientras mi padre y mi hermana se incorporaban al grupo y escuchaban los innumerables brindis de la abuela Lynn. Me vio bajo el rústico reloj colonial y se quedó mirándome, bebiendo champán. De mí salían cuerdas que se alargaban y se agitaban en el aire. Alguien le pasó una galleta y él la sostuvo en las manos, pero no se la comió. Me vio el cuerpo y la cara, que no habían cambiado, el pelo con la raya aún en medio, el pecho todavía plano y las caderas sin desarrollar, y quiso pronunciar mi nombre. Fue sólo un instante, y luego desaparecí.
Con los años me cansé de observar, y me sentaba en la parte trasera de los trenes que entraban y salían de la estación de Filadelfia. Los pasajeros subían y bajaban mientras yo escuchaba sus conversaciones entremezcladas con el ruido de las puertas del tren al abrirse y cerrarse, los gritos de los revisores al anunciar las estaciones, el arrastrar y repiquetear de suelas de zapatos y tacones altos que pasaban del pavimento al metal, y el suave pum, pum sobre los pasillos alfombrados del tren. Era lo que Lindsey, en sus entrenamientos, llamaba un descanso activo: los músculos todavía tensos, pero la mente relajada. Yo escuchaba los ruidos y sentía el movimiento del tren, y, al hacerlo, a menudo oía las voces de los que ya no vivían en la Tierra. Voces de otros como yo, los observadores.
Casi todos los que estamos en el cielo tenemos en la Tierra a alguien a quien observar, un ser querido, un amigo, incluso algún desconocido que una vez fue amable con nosotros, que nos ofreció una comida caliente o una sonrisa radiante en el momento oportuno. Y cuando yo no observaba, oía hablar a los demás de sus seres queridos en la Tierra, me temo que de manera tan infructuosa como yo. Un intento unilateral de engatusar y entrenar a los jóvenes, de querer y añorar a sus compañeros, una tarjeta de una sola cara que nunca podría firmarse.
El tren se paraba o avanzaba bruscamente desde la calle Treinta hasta cerca de Overbrook, y yo los oía decir nombres y frases: «Ten cuidado con ese vaso», «Ojo con tu padre», «Oh, mira qué mayor parece con ese vestido», «Estoy contigo, madre», «Esmeralda, Sally, Lupe, Keesha, Frank…». Muchos nombres. Y luego el tren ganaba velocidad, y con él aumentaba cada vez más el volumen de todas esas frases inauditas que llegaban del cielo; en el punto más álgido entre dos estaciones, el ruido de nuestra nostalgia se volvía tan ensordecedor que me veía obligada a abrir los ojos.
Desde las ventanas de los trenes repentinamente silenciosos veía a mujeres tendiendo o recogiendo la colada. Se agachaban sobre sus cestas y extendían sábanas blancas, amarillas o rosadas en las cuerdas de tender. Yo contaba las prendas de ropa interior de hombre y de niño, y las típicas bragas de algodón de niña pequeña. Y el ruido que yo echaba de menos, el ruido de la vida, reemplazaba al incesante llamar a todos por sus nombres.
La colada húmeda: los restallidos, los tirones, la mojada pesadez de las sábanas de cama doble y sencilla. Los ruidos reales traían a la memoria los ruidos recordados del pasado, cuando me tumbaba bajo la ropa mojada para atrapar las gotas con la lengua, o corría entre las sábanas como si fueran conos de tráfico, persiguiendo a Lindsey o persiguiéndome ella a mí. Y a eso se sumaba el recuerdo de nuestra madre tratando de sermonearnos porque nuestras manos pringosas de mantequilla de cacahuete iban a ensuciar las sábanas buenas, o por las pegajosas manchas de caramelo de limón que había encontrado en las camisas de nuestro padre. De este modo se fundían en mi mente la visión y el olor de lo real, lo imaginado y lo recordado.
Ese día, después de volver la espalda a la Tierra, me subí a distintos trenes hasta que sólo pude pensar en una cosa: «Aguanta quieta», decía mi padre mientras yo sostenía la botella con el barco en miniatura y él quemaba las cuerdas con que había levantado el mástil y soltaba el clíper en su mar de masilla azul. Y yo le esperaba, notando la tensión de ese instante en que el mundo de la botella dependía únicamente de mí.