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Cuando su padre mencionó la sima por teléfono, Ruth estaba en la habitación que tenía alquilada en la Primera Avenida. Se enrolló el largo cable negro del teléfono alrededor de la muñeca y el brazo, y dio breves y cortantes respuestas. A la anciana que le alquilaba la habitación le gustaba escuchar, de modo que Ruth trató de no extenderse mucho. Más tarde, desde la calle, llamaría a casa a cobro revertido y concretaría sus planes.
Había sabido que haría un peregrinaje a la sima antes de que la cubrieran los promotores inmobiliarios. Su fascinación por lugares como las simas era un secreto que guardaba para sí, como lo eran mi asesinato y nuestro encuentro en el aparcamiento de los profesores. Eran cosas que no explicaría en Nueva York, donde veía a otros contar sus intimidades borrachos en el bar, prostituyendo a sus familias y sus traumas a cambio de copas y popularidad. Le parecía que estas cosas no debían circular como falsos regalitos que se reparten en una fiesta. Tenía un código de honor con sus diarios y sus poemas. «Guárdatelo, guárdatelo», susurraba para sí cuando sentía la urgencia de contar algo, y acababa dando largos paseos por la ciudad, pero viendo en su lugar el campo de trigo de Stolfuz o una imagen de su padre examinando los fragmentos de antiguas molduras que había rescatado. Nueva York le proporcionaba un telón de fondo perfecto para sus pensamientos. Pese a sus autoimpuestos paseos pisando fuerte por sus calles y callejones, la ciudad en sí tenía muy poco que ver con su vida interior.
Ya no tenía aspecto de embrujada, como en el instituto, pero aun así, si la mirabas fijamente a los ojos, veías la energía de conejo asustadizo que a menudo ponía nerviosa a la gente. Tenía la expresión del que está siempre a la búsqueda de algo o alguien que aún no ha llegado. Todo su cuerpo parecía inclinarse hacia delante, interrogante, y aunque en el bar donde trabajaba le habían dicho que tenía el pelo bonito o las manos bonitas o -en las contadas ocasiones en que alguno de sus clientes la había visto salir de detrás de la barra- las piernas bonitas, nunca le decían nada de sus ojos.
Se vestía apresuradamente toda de negro, con leotardos, minifalda, botas y una camiseta llena de lamparones a causa del doble servicio que le prestaba como ropa de trabajo y de calle. Los lamparones sólo se veían a la luz del sol, de modo que Ruth nunca los veía hasta más tarde, cuando se paraba en la terraza de una cafetería para tomarse un café y, al bajar la vista hacia su falda, veía los oscuros residuos del vodka o el whisky derramado. El alcohol tenía el efecto de hacer la ropa negra más negra, y eso le divertía; en su diario había escrito: «El alcohol daña tanto a los tejidos como a las personas».
Una vez en la calle, camino de una cafetería de la Primera Avenida, inventaba conversaciones secretas con los abotargados perros falderos -chihuahuas y pomeranos- que las mujeres ucranianas sentadas en los taburetes sostenían en el regazo. A Ruth le gustaban los perritos antipáticos que ladraban furiosos cuando pasaba por su lado. Luego paseaba, paseaba sin parar, paseaba con un dolor que brotaba de la tierra y le penetraba en el talón del pie que apoyaba en el suelo. Aparte de los tipos desagradables, nadie la saludaba, y le gustaba jugar a ver cuántas calles lograba recorrer sin tener que detenerse por el tráfico. No aminoraba el paso por otra persona y viviseccionaba grupos de estudiantes de la Universidad de Nueva York o de ancianos con sus carritos de la lavandería, creando una ráfaga de viento a cada lado de ella. Le gustaba imaginar que cuando pasaba el mundo se volvía a mirarla, pero al mismo tiempo sabía lo desapercibida que pasaba. Menos cuando trabajaba, nadie sabía dónde estaba a cualquier hora del día y nadie la esperaba. Era un anonimato perfecto.
No sabía que Samuel le había propuesto matrimonio a mi hermana y, a no ser que se enterara por Ray, la única persona con la que se había mantenido en contacto desde el colegio, nunca lo averiguaría. Estando en el Fairfax había oído decir que mi madre se había marchado. Había corrido una nueva oleada de rumores por el instituto, y Ruth había visto a mi hermana sobrellevarlos lo mejor que podía. De vez en cuando las dos coincidían en el pasillo. Ruth decía unas palabras de apoyo si creía que no iba a perjudicarle que la vieran hablar con ella. Estaba al corriente de la fama de bicho raro que tenía en el instituto y sabía que aquella noche en el Simposio de Talentos había sido exactamente lo que había parecido: un sueño en el que los elementos dispersos se reunían espontáneamente más allá de las malditas normas escolares.
Pero Ray era otro asunto. Sus besos, y sus primeros achuchones y escarceos, eran para ella objetos encerrados en una vitrina, recuerdos que conservaba intactos. Lo veía cada vez que iba a casa de sus padres, y había sabido inmediatamente que sería él quien la acompañaría cuando volviera a la sima. Se alegraría de tomarse un descanso del continuo yugo de sus estudios y, si tenía suerte, le describiría, como hacía a menudo, algún procedimiento médico que había estudiado. Ray los describía de una manera que ella creía saber con exactitud incluso lo que se sentía. Lo evocaba todo con pequeñas pulsaciones verbales de las que era totalmente inconsciente.
Al encaminarse al norte por la Primera Avenida, contaba con los dedos todos los lugares donde se había detenido anteriormente, segura de haber encontrado un lugar donde había sido asesinada una mujer o una niña. Al final del día trataba de anotarlos en su diario, pero a menudo se quedaba tan destrozada por lo que creía que podía haber ocurrido en un oscuro alero o en un estrecho callejón que se olvidaba de los más obvios y simples, aquellos sobre los que había leído en el periódico y donde había visitado lo que había sido la tumba de una mujer.
No era consciente de que en el cielo era una especie de celebridad. Yo le había hablado a la gente de ella, de lo que hacía, de cómo guardaba unos minutos de silencio arriba y debajo de la ciudad, y de que escribía en su diario pequeñas oraciones individuales, y la noticia se había propagado tan rápidamente que las mujeres hacían cola para saber si Ruth había descubierto dónde las habían matado. Tenía admiradoras en el cielo, aunque se habría llevado un chasco al saber que a menudo esas admiradoras, cuando se reunían, se parecían más a un puñado de adolescentes absortas en un número de TeenBeat que a la imagen que ella tenía de un grupo susurrando un canto fúnebre al compás de timbales celestiales.
Fui yo la que empezó a seguirla y observarla, y, a diferencia de ese coro atolondrado, esos instantes a menudo me parecían tan dolorosos como asombrosos. Ruth obtenía una imagen y ésta se fundía en su memoria. A veces sólo eran instantes, una caída por las escaleras, un grito, un empujón, unas manos apretándose alrededor de un cuello, pero otras era como si un guión completo se escenificara en su mente durante el tiempo que la niña o la mujer tardaba en morir.
Ningún transeúnte pensaba nada de la chica vestida de negro que se había detenido en medio del tráfico. Camuflada de estudiante de arte, podía recorrer todo Manhattan y, si no fundirse con el entorno, sí verse catalogada y por tanto obviada. Entretanto, para nosotros realizaba una tarea importante, una tarea que a la mayoría de la gente de la Tierra le asustaba considerar siquiera.
El día siguiente a la ceremonia de graduación de Lindsey y Samuel, acompañé a Ruth en su paseo. Cuando llegó a Central Park ya había pasado hacía rato la hora del almuerzo, pero el parque seguía estando muy concurrido.
Había parejas sentadas en la pradera recién segada. Ruth las miró. Su apasionamiento era tan poco atrayente en una tarde soleada que cuando algún hombre joven de expresión franca la miraba, desviaba la mirada.