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Ella cruzaba el parque en zigzag. Había lugares obvios adonde ir, como los paseos, para documentar la historia de violencia que había tenido lugar allí sin necesidad de apartarse siquiera de los árboles, pero ella prefería los lugares que la gente consideraba seguros: la fría y brillante superficie del estanque de patos situado en el concurrido extremo sudeste del parque, o el plácido lago artificial donde unos ancianos remaban en bonitos botes hechos a mano.

Se había sentado en un banco en un sendero que conducía al zoológico de Central Park, y miró, al otro lado de la grava, los niños con sus niñeras y los adultos solitarios que leían libros en distintos tramos de sombra o sol. Se había cansado de pasear por el barrio residencial, pero aun así sacó su diario del bolso. Lo dejó abierto en su regazo, sosteniendo el bolígrafo como para inspirarse. Había aprendido que era mejor dar la impresión de que hacías algo cuando mirabas al vacío. De lo contrario, era probable que se te acercara algún desconocido e intentara entablar conversación contigo. Era con su diario con quien mantenía una relación más importante y más íntima. En él estaba todo.

Al otro lado, una niña se había alejado de la manta donde dormía su niñera. Se acercaba a los arbustos que bordeaban una pequeña cuesta para convertirse en una cerca que separaba el parque de la Quinta Avenida. En el preciso momento en que Ruth se disponía a adentrarse en el mundo de los seres humanos cuyas vidas inciden unas en otras llamando a la niñera, un fino cordón que Ruth no había visto avisó a la niñera, despertándola. Ésta se irguió de golpe y ladró una orden a la niña para que volviera.

En momentos como ése, Ruth pensaba en todas las niñas que alcanzaban la vida adulta y la vejez como si fuera una especie de alfabeto en clave para todos los que no lo hacían. De alguna manera, sus vidas estaban unidas inextricablemente a las de todas las niñas que habían sido asesinadas. Fue entonces, mientras la niñera recogía sus cosas y enrollaba la manta, preparándose para la tarea que le tocara hacer a continuación, cuando Ruth vio a la niña que un día se había metido por los arbustos y había desaparecido.

Por la ropa que llevaba supo que había ocurrido hacía tiempo, pero eso era todo. No vio nada más, ni niñera, ni madre, ni indicios de si era de noche o de día, sólo una niña desaparecida.

Me quedé con Ruth. En su diario abierto escribió: «¿Año? Niña en Central Park se mete entre matorrales. Cuello de encaje blanco, elegante». Lo cerró y se lo guardó en el bolso. Cerca había un lugar que la tranquilizaba: la caseta de los pingüinos del zoo.

Pasamos la tarde allí, Ruth sentada en el asiento tapizado que se extendía a lo largo de toda la sala, su ropa negra haciendo que sólo se le vieran la cara y las manos. Los pingüinos se tambalearon, chasquearon con la lengua y se zambulleron, deslizándose por las rocas de su hábitat como simpáticos comicastros pero viviendo debajo del agua como músculos enfundados en esmoquin. Los niños gritaban y chillaban y apretaban la cara contra el cristal. Ruth no sólo contaba a los vivos sino también a los muertos, pero en los cerrados confines de la caseta de los pingüinos los alegres gritos de los niños retumbaban con tal sonoridad que, por un rato, logró ahogar la otra clase de gritos.

Ese fin de semana mi hermano se despertó temprano, como siempre hacía. Estaba en séptimo curso, se compraba el almuerzo en el colegio, estaba en el grupo de debates y, como había ocurrido con Ruth, en gimnasia siempre era el último o el penúltimo. No le gustaba el atletismo como a Lindsey. Practicaba, en cambio, lo que la abuela Lynn llamaba su «aire de dignificación». Su profesora favorita no era en realidad una profesora sino la bibliotecaria del colegio, una mujer alta y frágil de pelo áspero que bebía té de su termo y decía haber vivido en Inglaterra de joven. Después de eso, él había fingido durante algunos meses tener acento inglés y había mostrado muchísimo interés cuando mi hermana vio Masterpiece Theatre.

Cuando preguntó ese año a mi padre si podía hacerse cargo del jardín que mi madre en otro tiempo había cuidado, mi padre respondió: «Adelante, Buck, vuélvete loco».

Y así lo había hecho. Se había vuelto totalmente loco, leyendo viejos catálogos de Burpee por las noches cuando no podía dormir y examinando los pocos libros sobre jardinería que tenían en la biblioteca. Donde mi abuela había sugerido plantar respetuosas hileras de perejil y albahaca, y Hal había sugerido «plantas que realmente importen» -berenjenas, cantalupos, pepinos, zanahorias y judías-, mi hermano había dado la razón a ambos.

No le gustaba lo que leía en los libros. No veía motivo para tener las flores separadas de los tomates y las hierbas marginadas en un rincón. Había plantado poco a poco todo el jardín con una pala, suplicando todos los días a su padre que le trajera semillas y haciendo viajes con la abuela Lynn a la tienda de comestibles, donde su extrema solicitud yendo por cosas se veía premiada con una rápida parada en el invernadero en busca de una pequeña planta que diera flores. Ahora esperaba sus tomates, sus margaritas azules, sus petunias, pensamientos y salvias de todo tipo. Había convertido su fuerte en una especie de cobertizo donde guardaba sus herramientas y suministros.

Pero mi abuela se preparaba para el momento en que se diera cuenta de que no era posible cultivarlo todo junto y que a veces algunas semillas no brotaban, que las finas y sedosas raicillas de los pepinos podían verse bruscamente inmovilizadas por los tubérculos cada vez más gruesos de las zanahorias y las patatas, que el perejil podía ser camuflado por las malas hierbas más recalcitrantes, y los bichos que daban brincos alrededor podían arruinar las tiernas flores. Pero esperaba con paciencia. Ya no creía en el poder de la palabra. Nunca salvaba nada. A los setenta años había acabado creyendo únicamente en el tiempo.

Buckley subía una caja de ropa del sótano a la cocina cuando mi padre bajó por su café.

– ¿Qué tenemos aquí, granjero Buck? -preguntó mi padre. Su mejor momento siempre había sido por las mañanas.

– Voy a sujetar mis tomateras -explicó mi hermano.

– ¿Ya han brotado?

Mi padre estaba en la cocina con su albornoz azul y descalzo. Se sirvió café de la cafetera que la abuela Lynn preparaba todas las mañanas y lo bebió mirando a su hijo.

– Acabo de verlas esta mañana -dijo él, radiante-. Se enroscan como una mano que se abre.

Hasta que mi padre repitió esa descripción a la abuela Lynn junto a la encimera no vio por la ventana trasera lo que Buckley había sacado de la caja. Era mi ropa. Mi ropa, que Lindsey había revisado antes por si quería algo. Mi ropa, que mi abuela, al instalarse en mi habitación, había metido discretamente en una bolsa mientras mi padre trabajaba. La había dejado en el sótano con un pequeño letrero en el que sólo se leía: «Guardar».

Mi padre dejó su café. Salió del porche y avanzó a grandes zancadas, llamando a Buckley.

– ¿Qué pasa, papá? -Estaba atento al tono de mi padre.

– Esa ropa es de Susie -dijo mi padre con tono calmado cuando llegó a su lado.

Buckley bajó la vista hacia mi vestido negro, que tenía en la mano.

Mi padre se acercó más, le quitó el vestido de la mano y, sin decir nada, recogió el resto de mi ropa, que Buckley había amontonado en el césped. Mientras se volvía en silencio hacia la casa, sin apenas respirar y estrechando la ropa contra el pecho, estalló.

Yo fui la única que vi los colores de Buckley. Cerca de las orejas y por las mejillas y la barbilla se puso un poco anaranjado, un poco rojo.

– ¿Por qué no podemos utilizarla? -preguntó.

Esas palabras aterrizaron como un puño en la espalda de mi padre.

– ¿Por qué no puedo utilizar esa ropa para sujetar mis tomateras?

Mi padre se volvió. Vio a su hijo allí, de pie, con el perfecto terreno de tierra lodosa removida y salpicada de minúsculas plantitas detrás de él.