– ¿Cómo puedes preguntarme algo así?
– Tienes que escoger. No es justo -dijo mi hermano.
– ¿Buck? -Mi padre sostenía la ropa contra su pecho.
Yo observé cómo Buckley se encendía y estallaba. Detrás de él estaba el seto de solidago, dos veces más alto que a mi muerte.
– ¡Ya me he cansado! -bramó Buckley-. ¡El padre de Keesha se murió y ella está bien!
– ¿Keesha es una niña del colegio?
– ¡Sí!
Mi padre se quedó inmóvil. Notaba el rocío en sus pies y en sus tobillos desnudos, sentía el suelo debajo de él, frío, húmedo y rebosante de posibilidades.
– Lo siento. ¿Cuándo fue?
– ¡Eso no viene al caso, papá! No lo entiendes.
Buckley giró sobre sus talones y empezó a pisotear los tiernos brotes de las tomateras.
– ¡Para, Buck! -gritó mi padre.
Mi hermano se volvió.
– No lo entiendes, papá.
– Lo siento -dijo mi padre-. Es la ropa de Susie, y yo sólo… Tal vez no tenga sentido, pero es suya… es algo que ella llevaba.
– Cogiste tú el zapato, ¿verdad? -dijo mi hermano. Había dejado de llorar.
– ¿Qué?
– Te llevaste el zapato. De mi habitación.
– Buckley, no sé de qué me estás hablando.
– Guardaba el zapato del Monopoly, y de pronto desapareció. ¡Lo cogiste tú! ¡Actúas como si sólo tú la hubieras querido!
– Dime qué quieres decir. ¿A qué viene eso del padre de tu amiga Keesha?
– Deja la ropa en el suelo.
Mi padre la puso con delicadeza en el suelo.
– No se trata del padre de Keesha.
– Dime de qué se trata, entonces.
Mi padre era ahora todo apremio. Regresó al lugar donde había estado tras la operación de la rodilla, cuando salió del sueño como drogado por los analgésicos y vio a su hijo, que entonces tenía cinco años, sentado cerca de él, esperando que abriera los ojos para decir: «Cucú».
– Está muerta.
Nunca dejaba de doler.
– Lo sé.
– Pues no lo parece. El padre de Keesha murió cuando ella tenía seis años, y dice que apenas piensa en él.
– Lo hará -dijo mi padre.
– ¿Y qué pasa con nosotros?
– ¿Con quién?
– Con nosotros, papá. Conmigo y con Lindsey. Mamá se fue porque no podía soportarlo.
– Cálmate, Buck -dijo mi padre. Estaba siendo todo lo generoso que podía mientras el aire de los pulmones se evaporaba en su pecho. Luego, una vocecilla dentro de él dijo: «Suéltalo, suéltalo, suéltalo»-. ¿Qué? -dijo.
– No he dicho nada.
«Suéltalo, suéltalo, suéltalo.»
– Lo siento -dijo mi padre-. No me encuentro muy bien.
De pronto sintió los pies increíblemente fríos sobre la hierba húmeda. Su pecho parecía hueco, como bichos volando alrededor de un hoyo excavado. Allí dentro había eco, y le repitió en los oídos: «Suéltalo».
Cayó de rodillas. Empezó a sentir un hormigueo intermitente en el brazo, como si se le hubiera dormido, alfilerazos arriba y abajo. Mi hermano corrió hacia él.
– ¿Papá?
– Hijo. -A mi padre le tembló la voz y alargó un brazo tratando de asir a mi hermano.
– Iré a buscar a la abuela. -Y Buckley echó a correr.
Tumbado de costado, con la cara contraída hacia mi vieja ropa, mi padre susurró débilmente:
– No es posible escoger. Os he querido a los tres.
Mi padre pasó aquella noche en una cama de hospital, conectado a monitores que pitaban y zumbaban. Había llegado el momento de dar vueltas alrededor de los pies de mi padre y recorrer su columna vertebral. El momento de imponer silencio y acompañarlo. Pero ¿adonde?
Un reloj hacía tictac encima de su cama, y yo pensé en el juego al que habíamos jugado Lindsey y yo en el jardín -«Me quiere», «No me quiere»- con los pétalos de una margarita. Oía el reloj devolviéndome mis dos grandes deseos con ese mismo ritmo: «Muere por mí», «No mueras por mí»; «Muere por mí», «No mueras por mí». Parecía que no podía contenerme mientras tiraba de su corazón debilitado. Si moría, lo tendría para siempre. ¿Tan malo era desearlo?
En casa, Buckley estaba acostado en la oscuridad, y estiró la sábana hasta la barbilla. No le habían permitido pasar de la sala de urgencias, donde Lindsey lo había llevado en coche, siguiendo la estruendosa ambulancia en la que iba mi padre. Mi hermano había sentido cómo una gran carga de culpabilidad se cernía en los silencios de Lindsey. En las dos preguntas repetidas: «¿De qué hablabais?» y «¿Por qué se acaloró tanto?».
El mayor temor de mi hermano pequeño era perder a una persona que significaba tanto para él. Quería a Lindsey, a la abuela Lynn y a Samuel y a Hal, pero mi padre lo tenía siempre en vilo, vigilándolo día y noche con aprensión, como si al dejar de vigilarlo fuera a perderlo.
Nos situamos -la hija muerta y los vivos- a cada lado de mi padre, unos y otros deseando lo mismo. Tenerlo para siempre con nosotros. Era imposible complacernos a todos.
Mi padre sólo había dormido fuera de casa dos veces en la vida de Buckley. La primera, la noche que había salido al campo de trigo en busca del señor Harvey, y la segunda, ahora que lo habían ingresado en el hospital y lo tenían en observación por si se trataba de un segundo infarto.
Buckley sabía que era demasiado mayor para que eso le importara, pero yo lo comprendía. A veces era el beso de buenas noches lo que mejor se le daba a mi padre. Cuando se quedaba al pie de la cama después de cerrar las persianas venecianas y pasar la mano por ellas para asegurarse de que estaban todas las lamas bajadas en el mismo ángulo y no se había quedado atascada ninguna rebelde que dejara entrar la luz del sol sobre su hijo antes de que éste se despertara, a mi hermano a menudo se le podía la carne de gallina, tan agradable era la expectación. «¿Preparado, Buck?», preguntaba mi padre, y a veces Buckley respondía «¡Roger!», y otras, «Listo», pero cuanto más asustado y mareado se sentía y esperaba que todo acabara, se limitaba a decir «¡Sí!». Y mi padre cogía la fina sábana de algodón y hacía un ovillo con cuidado de sujetar los dos extremos entre el pulgar y el índice. Luego la soltaba de golpe, de tal manera que la sábana de color azul pálido (si era la de Buckley) o lavanda (si era la mía) se extendiera como un paracaídas por encima de él, y, con delicadeza y lo que parecía una tranquilidad increíble, la sábana descendía flotando y le rozaba la piel desnuda: mejillas, barbilla, antebrazos, rodillas. Aire y cobertura estaban de alguna manera allí, en el mismo espacio y al mismo tiempo; provocaban las sensaciones extremas de libertad y protección. Era agradable, y lo dejaba vulnerable y tembloroso al borde de algún precipicio, y lo único que podía esperar era que, si suplicaba, mi padre lo complaciera y volviera a hacerlo. Aire y cobertura, aire y cobertura, sustentando el vínculo no expresado entre ellos: niño pequeño, hombre herido.
Esa noche tenía la cabeza apoyada en la almohada y el cuerpo acurrucado en posición fetal. No se le había ocurrido cerrar las persianas y veía las luces de las casas vecinas desperdigadas por la colina. Miró al otro lado de la habitación, las puertas de listones de su armario; de pequeño había imaginado que de allí salían brujas malas para reunirse con los dragones que había debajo de su cama. Ya no le asustaban esas cosas.
– Por favor, Susie, no dejes que papá se muera -susurró-. Le necesito.
Cuando dejé a mi hermano, pasé junto al cenador y bajo las farolas que colgaban como bayas, y vi que los caminos de ladrillo se bifurcaban a mi paso.
Caminé hasta que los ladrillos se convirtieron en losas, luego en piedrecitas afiladas y finalmente en tierra que había sido removida durante kilómetros y kilómetros. Me detuve. Llevaba en el cielo el tiempo suficiente para saber que iba a tener una revelación. Y mientras la luz disminuía gradualmente y el cielo se volvía de un agradable azul oscuro, como había sucedido la noche de mi muerte, vi aparecer a alguien, tan lejos que al principio no supe si era hombre o mujer, niño o adulto. Pero cuando la luz de la luna iluminó la figura vi que era un hombre y, asustada de pronto, con la respiración entrecortada, corrí lo justo para ver. ¿Era mi padre? ¿Era lo que había deseado tan desesperadamente todo ese tiempo?