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– Tu primer beso es el destino que llama a tu puerta -me dijo la abuela Lynn un día por teléfono.

Yo sostenía el auricular mientras mi padre iba a llamar a mi madre. Lo oí decir desde la cocina:

– Está como una cuba.

– Si tuviera que repetirlo, me pondría algo especial como Fuego y Hielo, pero entonces Revlon no hacía ese pintalabios. Habría dejado mi marca en el hombre.

– ¡Madre! -dijo mi madre desde la extensión del dormitorio.

– Estamos hablando del asunto de los besos, Abigail.

– ¿Cuánto has bebido?

– Verás, Susie -siguió la abuela Lynn-, si besas como un limón, haces limonada.

– ¿Qué sentiste?

– Ah, el asunto de los besos -dijo mi madre-. Eso te lo dejo a ti.

Yo había pedido una y otra vez a mis padres que me lo contaran para escuchar sus distintas versiones. Me quedé con la imagen de los dos detrás de una nube de humo de cigarrillo y sus labios rozándose ligeramente dentro de la nube.

– Susie -susurró la abuela Lynn un momento después-, ¿estás ahí?

– Sí, abuela.

Se quedó callada un rato más largo.

– Tenía tu edad, y mi primer beso vino de un adulto. El padre de una amiga.

– ¡Abuela! -exclamé, sinceramente escandalizada.

– No vas a regañarme, ¿verdad?

– No.

– Fue maravilloso -dijo la abuela Lynn-. Él sabía besar. Yo no podía soportar a los chicos que intentaban besarme. Les ponía una mano en el pecho y los apartaba. El señor McGahern, en cambio, sabía utilizar los labios.

– ¿Y qué pasó?

– Fue maravilloso -exclamó-. Yo sabía que no estaba bien, pero fue increíble, por lo menos para mí. Nunca le pregunté qué había sentido, claro que después de eso nunca volví a verlo a solas.

– Pero ¿te habría gustado repetir?

– Sí, siempre anduve a la caza de ese primer beso.

– ¿Qué hay del abuelo?

– No era nada del otro mundo besando -dijo ella. Yo oía los cubitos de hielo al otro lado de la línea-. Nunca he olvidado al señor McGahern, aunque sólo fue un momento. ¿Hay algún chico que quiere besarte?

Mis padres no me lo habían preguntado. Yo sabía que ya lo sabían, lo notaban y sonreían cuando cambiaban impresiones.

Tragué saliva al otro lado de la línea.

– Sí.

– ¿Cómo se llama?

– Ray Singh.

– ¿Te gusta?

– Sí.

– Entonces, ¿a qué esperas?

– Tengo miedo de no hacerlo bien.

– ¿Susie?

– ¿Sí?

– Sólo diviértete, niña.

Pero cuando, esa tarde, me quedé junto a mi taquilla y oí la voz de Ray pronunciar mi nombre, esta vez detrás y no por encima de mí, me pareció cualquier cosa menos divertido. El momento en sí tampoco fue divertido. No tuvo nada que ver con los estados absolutos que había conocido hasta entonces. Me sentí, por expresarlo en una sola palabra, revuelta. No como verbo, sino como adjetivo. Feliz + Asustada = Revuelta.

– Ray -dije, pero antes de que el nombre abandonara mis labios, él se había inclinado hacia mí y capturado mi boca abierta con la suya. Fue tan inesperado, aunque llevaba semanas esperándolo, que me quedé con ganas de más. Deseé desesperadamente volver a besar a Ray Singh.

A la mañana siguiente, el señor Connors recortó un artículo del periódico y lo guardó para Ruth. Era un dibujo detallado de la sima de los Flanagan y cómo iban a cubrirla. Mientras Ruth se vestía le escribió una nota. «Esto es una chapuza -se leía en ella-. Algún día el coche de algún pobre diablo volverá a caer en ella.»

– Papá cree que es un presagio -dijo, agitando el recorte en el aire al subirse en el Chevy azul de Ray al final del camino de su garaje-. Nuestro rincón va a ser engullido en parcelas subdivididas. Toma. En este artículo hay cuatro cuadros como los cubos que dibujas en una clase de dibujo para principiantes, y se supone que muestran cómo van a tapar la sima.

– Yo también me alegro de verte, Ruth -dijo él, dando marcha atrás por el camino mientras señalaba con la mirada el cinturón de seguridad desabrochado de Ruth.

– Perdona -dijo Ruth-. Hola.

– ¿Qué dice el artículo? -preguntó Ray.

– Hace un día precioso, un tiempo espléndido.

– Está bien, está bien. Háblame del artículo.

Cada vez que veía a Ruth después de unos meses recordaba su impaciencia y su curiosidad, dos rasgos que los había acercado y mantenido como amigos.

– Los tres primeros son el mismo dibujo, pero con distintas flechas señalando distintas partes: «capa superior», «piedra caliza resquebrajada» y «roca desintegrándose». El último tiene un gran título, «Cómo solucionarlo», y debajo explica: «El hormigón llena la garganta y el cemento blanco rellena las grietas».

– ¿La garganta? -preguntó Ray.

– Lo sé -dijo Ruth-. Luego está esta otra flecha al otro lado, como si fuera un proyecto tan importante que han tenido que hacer una pausa para que los lectores asimilen la idea, y dice: «Por último, se llena el hoyo de tierra».

Ray se echó a reír.

– Como un procedimiento médico -continuó Ruth-. Se necesita una cirugía complicada para reparar el planeta.

– Creo que los agujeros en la tierra provocan miedos muy primarios.

– ¡Tienen gargantas, por el amor de Dios! -exclamó Ruth-. Eh, vamos a echarle un vistazo.

Un kilómetro y medio más adelante había letreros que anunciaban una nueva construcción. Ray giró a la izquierda y se adentró en los círculos de las carreteras recién pavimentadas donde habían talado los árboles y ondeaban pequeñas banderas rojas y amarillas a espacios regulares en lo alto de indicadores al nivel de la cintura.

Justo cuando se habían convencido de que estaban solos explorando las carreteras trazadas para un área todavía inhabitable, vieron a Joe Ellis acercarse a ellos.

Ni Ruth ni Ray lo saludaron con la mano, y Joe no hizo ademán de saludarlos.

– Dice mi madre que sigue viviendo en casa y no encuentra trabajo.

– ¿Qué hace durante todo el día? -preguntó Ray.

– Pegar sustos, supongo.

– Nunca lo superó -dijo Ray, y Ruth se quedó mirando las hileras e hileras de aparcamientos vacíos hasta que Ray salió de nuevo a la carretera principal y volvieron a cruzar las vías del tren hacia la carretera 30, que los llevaría a la sima.

Ruth había sacado el brazo por la ventana para sentir el aire húmedo de la mañana después de la lluvia. Aunque Ray había sido acusado de estar involucrado en mi desaparición, había comprendido la razón, sabía que la policía había cumplido con su deber. Sin embargo, Joe Ellis nunca se había recuperado de la acusación de haber matado a los gatos y perros que había matado el señor Harvey. Vagaba por ahí, manteniéndose a una distancia prudencial de sus vecinos y deseando intensamente consolarse con el amor de los gatos y los perros. Lo más triste es que los animales olían lo deshecho que estaba -era el defecto de los humanos- y se mantenían bien lejos de él.

En la carretera 30, cerca de Eels Rod Pike, por donde Ray y Ruth estaban a punto de pasar, vi a Len salir del apartamento de encima de la barbería de Joe. Llevaba a su coche una mochila de estudiante no muy llena. Se la había regalado la joven a la que pertenecía el apartamento, que le había invitado a un café un día después de que se conocieran en la comisaría haciendo un curso de criminología del West Chester College. Dentro de la mochila había una mezcolanza de cosas: se proponía enseñarle alguna a mi padre, pero las otras ningún padre necesitaba verlas. Entre las últimas estaban las fotos de las tumbas de los cuerpos recuperados, dos codos en cada caso.

Cuando llamó al hospital, la enfermera le dijo que el señor Salmón estaba con su mujer y su familia. Su sentimiento de culpabilidad aumentó mientras detenía el coche en el aparcamiento del hospital y se quedaba un momento sentado bajo el sol abrasador que atravesaba el parabrisas, disfrutando del calor.