Fuimos en coche hasta la estrecha franja de terreno despejado que había a cada lado del taller de motos de Hal. Ray detuvo el coche y puso el freno.
– ¿Por qué aquí? -preguntó Ray.
– Estamos explorando, ¿recuerdas? -dije.
Le llevé a la parte trasera del taller y busqué por la jamba de la puerta hasta palpar la llave escondida.
– ¿Cómo sabías dónde estaba?
– He visto cientos de veces a la gente esconder llaves -dije-. No hace falta ser un genio para adivinarlo.
Dentro era tal como yo lo recordaba, y olía intensamente a grasa de moto.
– Creo que necesito ducharme -dije-. ¿Por qué no te pones cómodo?
Pasé junto a la cama y accioné el interruptor de la luz, que colgaba de un cable, y todas las diminutas luces blancas que había encima de la cama de Hal se encendieron; eran las únicas fuentes de iluminación aparte de la polvorienta luz que entraba por la pequeña ventana trasera.
– ¿Adonde vas? -preguntó Ray-. ¿Por qué conoces este lugar? -Su voz se había vuelto un sonido frenético.
– Dame un poco de tiempo, Ray -dije-. Luego te lo explico.
Entré en el pequeño cuarto de baño, pero dejé la puerta entreabierta. Mientras me quitaba la ropa de Ruth y esperaba a que el agua se calentara, confié en que ella me viera, viera su cuerpo tal como yo lo veía, su perfecta belleza viviente.
En el cuarto de baño olía a humedad y a moho, y la bañera estaba manchada después de años de no correr nada más que agua por su desagüe. Me metí en la vieja bañera de patas de cabra y me quedé de pie bajo el chorro de agua. Aunque salía caliente, tenía frío. Llamé a Ray. Le pedí que entrara.
– Te veo a través de la cortina -dijo él, desviando la vista.
– No pasa nada -dije-. Me gusta. Quítate la ropa y entra aquí.
– Susie -dijo él-, ya sabes que yo no soy así.
Se me encogió el corazón.
– ¿Qué has dicho? -pregunté. Concentré mi mirada en la suya a través de la tela blanca traslúcida que Hal usaba como cortina: él era una forma oscura con cien agujeritos de luz a su alrededor.
– He dicho que no soy así.
– Me has llamado Susie.
Hubo un silencio, y un momento después él corrió la cortina, con cuidado de mirarme sólo a la cara.
– ¿Susie?
– Ven aquí -dije, con lágrimas en los ojos-. Por favor, ven aquí.
Cerré los ojos y esperé. Metí la cabeza debajo del agua y sentí el calor en las mejillas y el cuello, en los pechos, el estómago y las ingles. Luego le oí a él moverse torpemente, oí la hebilla de su cinturón golpear el frío suelo de cemento y unas monedas que cayeron de los bolsillos.
Tuve la misma sensación de expectación entonces que la que había tenido a veces de niña cuando me tumbaba en el asiento trasero del coche y cerraba los ojos mientras mis padres conducían, segura de que cuando el coche se detuviera estaríamos en casa, y ellos me cogerían en brazos y me llevarían dentro. Era una expectación nacida de la confianza.
Ray corrió la cortina. Me volví hacia él y abrí los ojos. Sentí una maravillosa corriente de aire en el interior de los muslos.
– No pasa nada -dije.
Él se metió despacio en la bañera. Al principio no me tocó, pero luego, sin mucha confianza, recorrió una pequeña cicatriz que yo tenía en el costado. Observamos juntos cómo su dedo se deslizaba por la zigzagueante herida.
– El accidente que tuvo Ruth jugando al voleibol en mil novecientos setenta y cinco -dije. Volví a estremecerme.
– Tú no eres Ruth -dijo con una expresión perpleja.
Cogí su mano, que había llegado al final de la cicatriz, y la puse debajo de mi pecho derecho.
– Llevo años observándoos -dije-. Quiero que hagas el amor conmigo.
Él abrió la boca para hablar, pero lo que en esos momentos acudió a sus labios era demasiado extraño para decirlo en voz alta. Me rozó el pezón con el pulgar e inclinó la cabeza hacia mí. Nos besamos. El chorro de agua que caía entre nuestros cuerpos mojó el escaso vello de su pecho y su vientre. Lo besé porque quería ver a Ruth, y quería ver a Holly, y quería saber si ellas podían verme. En la ducha podía llorar y Ray podía besarme las lágrimas, sin saber exactamente por qué lloraba yo.
Toqué cada parte de su cuerpo, sosteniéndola en mis manos. Ahuequé la palma alrededor de su codo. Estiré su vello púbico entre los dedos. Sostuve esa parte de él que el señor Harvey me había metido a la fuerza. Dentro de mi cabeza pronuncié la palabra «delicadeza», y luego la palabra «hombre».
– ¿Ray?
– No sé cómo llamarte.
– Susie.
Llevé los dedos a sus labios para poner fin a sus preguntas.
– ¿Te acuerdas de la nota que me escribiste? ¿Te acuerdas de que te llamabas a ti mismo el Moro?
Por un instante los dos nos quedamos allí, y yo vi cómo el agua le caía por los hombros.
Sin decir nada más, él me levantó y yo lo rodeé con mis piernas. Él se apartó del chorro de agua para apoyarse en el borde de la bañera. Cuando estuvo dentro de mí, le sujeté la cara con las manos y lo besé lo más apasionadamente que supe.
Al cabo de un largo minuto se apartó.
– Dime cómo es aquello.
– A veces se parece al instituto -dije sin aliento-. Nunca llegué a ir, pero en mi cielo puedo hacer hogueras en las aulas y correr arriba y abajo por los pasillos gritando todo lo fuerte que quiero. Aunque no siempre es así. Puede ser como Nueva Escocia, o Tánger, o el Tíbet. Se parece a todo aquello con que has soñado alguna vez.
– ¿Está Ruth allí ahora?
– Ruth está dando una charla, pero volverá.
– ¿Te ves a ti misma allí ahora?
– Ahora estoy aquí -dije.
– Pero te irás pronto.
No iba a mentir. Asentí.
– Creo que sí, Ray. Sí.
Entonces hicimos el amor. Hicimos el amor en la bañera y en el dormitorio, bajo las luces y las estrellas falsas que brillaban en la oscuridad. Mientras él descansaba, le cubrí de besos la columna vertebral y bendije cada músculo, cada lunar y cada imperfección.
– No te vayas -dijo él, y sus ojos, esas gemas brillantes, se cerraron y sentí su respiración poco profunda.
– Me llamo Susie -susurré-, de apellido Salmón, como el pez. -Bajé la cabeza hasta apoyarla en su pecho y me dormí a su lado.
Cuando abrí los ojos, la ventana que teníamos delante estaba de color rojo oscuro, y comprendí que no nos quedaba mucho tiempo. Fuera, el mundo que llevaba tanto tiempo observando vivía y respiraba sobre la misma Tierra en la que ahora me encontraba. Pero yo sabía que no podía salir. Había aprovechado esa ocasión para enamorarme, enamorarme con la clase de impotencia que no había experimentado muerta, la impotencia de estar viva, la oscura y brillante compasión de ser humana, abriéndome paso a tientas, palpando los rincones y abriendo los brazos a la luz, y todo ello formaba parte de navegar por lo desconocido.
El cuerpo de Ruth se debilitaba. Me apoyé en un brazo y observé a Ray dormir. Sabía que me iría pronto.
Cuando él abrió los ojos un rato después, lo miré y recorrí su perfil con los dedos.
– ¿Piensas alguna vez en los muertos, Ray?
Él parpadeó y me miró.
– Estudio medicina.
– No me refiero a cadáveres, enfermedades u órganos defectuosos, sino de lo que habla Ruth. Me refiero a nosotros.
– A veces sí -dijo él-. Siempre me ha intrigado.
– Estamos aquí, ¿sabes? -dije-. Todo el tiempo. Puedes hablar con nosotros y pensar en nosotros. No tiene por qué ser triste o espeluznante.
– ¿Puedo volver a tocarte? -Y se apartó las sábanas de las piernas para incorporarse.
Fue entonces cuando vi algo al pie de la cama de Hal. Algo borroso e inmóvil. Traté de convencerme de que la luz me engañaba, que eran motas de polvo atrapadas en el sol del atardecer. Pero cuando Ray alargó una mano para tocarme, no sentí nada.