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Mientras recogía sus cosas oyó cuchicheos por todas partes. Estaba segura de que Danny Clarke le había cuchicheado algo a Sylvia Henley justo antes de que ella saliera del aula. Y alguien había dejado caer algo en la parte trasera. Lo hacían, creía ella, para, al ir a recogerlo y volver, tener ocasión de decirle algo al compañero de al lado sobre la hermana de la niña muerta.

Lindsey recorrió los pasillos y pasó entre las hileras de taquillas, esquivando a todo el que anduviera cerca. Me habría gustado caminar a su lado, imitando al director del colegio y su forma de empezar todas las reuniones en la sala de actos: «¡Vuestro director es un compañero más, pero con directrices!», le relincharía al oído, haciéndole reír.

Pero aunque tuvo la suerte de encontrar los pasillos vacíos, cuando llegó a la oficina principal se vio obligada a aguantar las miradas sensibleras de secretarias consoladoras. No importaba. Se había preparado en su habitación. Iba armada hasta los dientes contra cualquier avalancha de compasión.

– Lindsey -dijo el director Caden-. Esta mañana me ha llamado la policía. Siento mucho la pérdida que has sufrido.

Ella lo miró a la cara. No era tanto una mirada como un láser.

– ¿Qué he perdido exactamente?

El señor Caden, que creía necesario tratar de forma directa los temas de las crisis de los niños, rodeó su escritorio y condujo a Lindsey a lo que los alumnos solían llamar el Sofá. Al final cambiaría el Sofá por dos sillas, cuando se impuso la política en el distrito del colegio y le dijeron: «No es apropiado tener aquí un sofá; mejor sillas. Los sofás dan un mensaje que se presta a equívocos».

El señor Caden se sentó en el Sofá y mi hermana lo imitó. Quiero creer que, por compungida que estuviera, en ese momento le emocionó un poco sentarse en el mismísimo Sofá. Quiero creer que yo no se lo había arrebatado todo.

– Estamos aquí para ayudarte en todo lo qué esté en nuestra mano -continuó el señor Caden. Hacía lo que podía.

– Estoy bien -respondió ella.

– ¿Te gustaría hablar de ello?

– ¿De qué? -preguntó Lindsey.

Se estaba mostrando lo que mi padre llamaba «enfurruñada», como cuando decía: «Susie, no me hables con este tono enfurruñado».

– De la pérdida que has sufrido -dijo él.

Alargó una mano hacia la rodilla de mi hermana. Su mano fue como un hierro de marcar al rojo vivo.

– No me había dado cuenta de que había perdido algo -dijo, y, con un esfuerzo hercúleo, hizo ver que se palmeaba la camisa y comprobaba los bolsillos.

El señor Caden no supo qué decir. El año anterior, Vicki Kurtz se había desmoronado en sus brazos. Había sido difícil, sí, pero, viéndolo en retrospectiva, Vicki Kurtz y su difunta madre le parecían una crisis manejada hábilmente. Había llevado a Vicki Kurtz al sofá… no, no, Vicki había ido derecha a él y se había sentado, y él había dicho «Lo siento muchísimo», y Vicki había reventado como un globo demasiado hinchado, y esa misma tarde él había llevado el traje a la tintorería.

En cambio, Lindsey Salmón era un caso totalmente distinto. Era una chica con talento, una de los veinte alumnos del colegio seleccionados para el Simposio de Talentos de todo el estado. El único problema en su expediente académico era un pequeño altercado al comienzo del curso con un profesor que la había reprendido por haber llevado a clase literatura obscena: Miedo a volar.

«Hágala reír -tenía ganas de decirle-. Llévela a ver una película de los hermanos Marx, siéntela en uno de esos almohadones que pedorrean, ¡enséñele los calzoncillos que lleva puestos, con los pequeños diablos comiendo perritos calientes!» Lo único que podía hacer yo era hablar, pero nadie en la Tierra podía oírme.

El distrito del colegio sometió a todos los alumnos a unos tests para decidir quién tenía talento y quién no. A mí me gustaba insinuar a Lindsey que su pelo me sacaba mucho más de quicio que mi estatus de tonta. Las dos habíamos nacido con abundante pelo rubio, pero a mí enseguida se me había caído para ser reemplazado, muy a mi pesar, por una mata de color castaño desvaído. Lindsey, en cambio, había conservado el suyo y alcanzado así una especie de posición mítica. Era la única rubia de verdad de la familia.

Pero una vez seleccionada como talentosa, se había visto obligada a vivir de acuerdo con el adjetivo. Se encerró en su dormitorio y leyó gruesos libros. Así, mientras yo estaba con ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret, ella leía Resistencia, rebelión y muerte, de Camus. Es posible que no entendiera casi nada, pero lo llevaba consigo a todas partes, y con ello logró que la gente -incluidos los profesores- empezara a dejarla tranquila.

– Lo que quiero decir, Lindsey, es que todos echamos de menos a Susie -dijo el señor Caden.

Ella no respondió.

– Era muy brillante -tanteó él.

Ella le sostuvo la mirada sin comprender.

– Ahora recae sobre ti. -No tenía ni idea de qué decía, pero le pareció que hacer una pausa podía dar a entender que estaba yendo a alguna parte-. Ahora eres la única chica Salmón.

Nada.

– ¿Sabes quién ha venido a verme esta mañana? -El señor Caden se había reservado su gran final, que estaba seguro de que funcionaría-. El señor Dewitt. Se está planteando entrenar un equipo de chicas. Toda la idea gira en torno a ti. Ha visto lo buena que eres, con tantas posibilidades como los chicos, y cree que otras chicas podrían apuntarse si tú das el primer paso. ¿Qué dices?

El corazón de mi hermana se cerró como un puño.

– Digo que resultaría muy duro jugar al fútbol en un campo que está a seis metros de donde se supone que asesinaron a mi hermana.

¡Gol!

El señor Caden abrió la boca y la miró fijamente.

– ¿Algo más? -preguntó Lindsey.

– No, yo… -El señor Caden volvió a tenderle una mano. Seguía habiendo un cabo… un deseo de comprender-. Quiero que sepas lo mucho que lo sentimos todos -dijo.

– Llego tarde a la primera clase -dijo ella.

En ese momento me recordó a un personaje de las películas del Oeste que entusiasmaban a mi padre y que veíamos juntos por la televisión entrada la noche. Siempre había un hombre que, después de disparar su pistola, se la llevaba a los labios y soplaba en el orificio.

Lindsey se levantó y salió despacio de la oficina del director Caden. Esos recorridos iban a ser su único momento de descanso. Las secretarias estaban al otro lado de la puerta, los profesores en la parte delantera de las aulas, los alumnos en cada pupitre, nuestros padres en casa, la policía de visita. No iba a venirse abajo. La observé, oí las frases que se repetía una y otra vez dentro de su cabeza. «Bien. Todo va bien.» Yo estaba muerta, pero eso era algo que ocurría continuamente: la gente moría. Al salir aquel día de la oficina, pareció mirar a las secretarias a los ojos, pero en realidad se concentró en la barra de labios mal aplicada o en el crepé de China de dos piezas con estampado de cachemir.

En casa, esa noche, se tumbó en el suelo de su dormitorio y se abrazó los pies debajo de su escritorio. Hizo diez tandas de abdominales boca arriba y a continuación se colocó para hacer flexiones de brazos. No de las que hacían las chicas. El señor Dewitt le había explicado las que había hecho en la Marina, con la cabeza levantada, o sosteniéndose con una sola mano o dando una palmada entre flexión y flexión. Después de hacer diez, se acercó a su estantería para coger los dos libros más pesados, su diccionario y un almanaque del mundo, y trabajó los bíceps hasta que le dolieron los brazos. Luego se concentró sólo en respirar. Inspirar, espirar.

Yo estaba sentada en el cenador de la plaza mayor de mi cielo (nuestros vecinos, los O'Dwyer, tenían un cenador y yo había crecido queriendo uno) y observé la ira de mi hermana.

Horas antes de que yo muriera, mi madre había colgado en la puerta de la nevera un dibujo de Buckley. En él, una gruesa línea azul separaba el aire del suelo. Los días que siguieron, observé cómo mi familia pasaba por delante de ese dibujo, y me convencí de que la gruesa línea azul era un lugar real, un Intermedio, donde el horizonte del cielo se juntaba con el de la Tierra. Quería adentrarme en el azul lavanda de las ceras Crayola, el azul marino, el turquesa, el cielo.