– ¡Para el carro! -logró decir Ruth.
Ruana se quedó mirándola.
– Lo siento, mamá -dijo Ray-. Ayer tuvimos un día bastante intenso. -Pero se preguntó si su madre le creería algún día.
Ruana se volvió hacia la encimera y llevó una de las dos tartas que había hecho a la mesa. El olor se elevó de la agujereada superficie en forma de húmedo vapor.
– ¿Queréis desayunar? -dijo.
– ¡Eres una diosa! -dijo Ruth.
Ruana sonrió.
– Comed todo lo que queráis y luego os vestís, que me acompañaréis los dos.
– La verdad es que tengo que ir a un sitio -dijo Ruth mirando a Ray-, pero me pasaré más tarde.
Hal trajo a casa la batería para mi hermano. Él y mi abuela se habían mostrado de acuerdo en que la necesitaba, aunque faltaban semanas para que Buckley cumpliera trece años. Samuel había dejado que Lindsey y Buckley se reunieran con mis padres en el hospital sin él. Iba a ser un regreso al hogar por partida doble. Mi madre había estado con mi padre cuarenta y ocho horas seguidas, durante las cuales el mundo había cambiado para ellos y para los demás, y volvería a cambiar, yo lo veía, una y otra vez. No había forma de detenerlo.
– Sé que no deberíamos empezar tan temprano -dijo la abuela Lynn-, pero ¿con qué preferís envenenaros, chicos?
– Creía que la ocasión pedía champán -dijo Samuel.
– Eso más tarde -dijo ella-. Os estoy ofreciendo un aperitivo.
– Creo que yo paso -dijo Samuel-. Tomaré algo cuando Lindsey lo haga.
– ¿Hal?
– Estoy enseñando a Buck a tocar la batería.
La abuela se contuvo de hacer un comentario sobre la cuestionable sobriedad de los grandes del jazz.
– Bueno, ¿qué me decís de tres centelleantes vasos de agua?
Mi abuela volvió a la cocina para ir a buscar las bebidas. Después de mi muerte, yo había llegado a quererla más de lo que nunca lo había hecho en la Tierra. Ojalá pudiera decir que en ese momento en la cocina decidió dejar de beber. Pero de pronto comprendí que beber formaba parte de lo que la hacía ser quien era. Si lo peor de lo que dejaba en la Tierra era un legado de embriagado apoyo, era un gran legado, a mi modo de ver.
Llevó el hielo de la nevera al fregadero y fue generosa con los cubitos. Siete en cada vaso alto. Abrió el grifo y esperó a que saliera lo más fría posible. Su Abigail volvía a casa. Su extraña Abigail, a quien tanto quería.
Pero cuando levantó la vista y miró por la ventana, habría jurado que vio a una joven con ropa de su juventud sentada al lado del fuerte-cobertizo-huerto de Buckley, mirándola. Un momento después la niña desapareció y ella reaccionó. Iba a ser un día ajetreado. No se lo contaría a nadie.
Cuando el coche de mi padre se detuvo en el camino del garaje, empezaba a preguntarme si era eso lo que yo había estado esperando, que mi familia volviera a casa, no a mí sino los unos a los otros, y que yo desapareciera.
A la luz de la tarde mi padre parecía más menudo, más delgado, pero en su mirada había una gratitud que no había mostrado en años.
Mi madre, por su parte, se iba convenciendo por momentos de que tal vez lograría sobrevivir si se quedaba.
Los cuatro se bajaron a la vez del coche. Buckley se bajó del asiento trasero para prestar a mi padre tal vez más ayuda de la que necesitaba, protegiéndolo quizá de mi madre. Lindsey lo miró por encima del capó, sin renunciar aún a su habitual papel de supervisora. Se sentía responsable, al igual que mi hermano y mi padre. Luego se volvió y vio a mi madre mirándola, con la cara iluminada por la luz amarilla de los narcisos.
– ¿Qué?
– Eres la viva imagen de la madre de tu padre -dijo mi madre.
– Ayúdame con el equipaje -dijo mi hermana.
Se acercaron juntas al maletero mientras Buckley recorría con mi padre el camino principal.
Lindsey se quedó mirando fijamente el oscuro interior del maletero. Sólo quería saber una cosa.
– ¿Vas a volver a hacerle daño?
– Voy a hacer todo lo posible por evitarlo -respondió mi madre-, pero esta vez no voy a hacer promesas.
Esperó a que Lindsey alzara la vista y la miró con la misma expresión desafiante que la niña que había crecido tan deprisa, que había corrido tan deprisa desde el día en que la policía había dicho: Hay demasiada sangre en la tierra, tu hija-hermana-niña ha muerto.
– Sé lo que hiciste.
– Quedo advertida.
Mi hermana levantó la maleta.
Oyeron gritos, y Buckley salió corriendo del porche delantero.
– ¡Lindsey! -gritó olvidando su seriedad, su pesado cuerpo boyante-. ¡Ven a ver lo que me ha comprado Hal!
Buckley tocó. Tocó sin parar. Y Hal fue el único que seguía sonriendo después de escucharle cinco minutos. Todos los demás habían entrevisto el futuro que les aguardaba, y era ruidoso.
– Creo que ahora sería un buen momento para iniciarlo en la escobilla -dijo la abuela Lynn.
Hal la complació.
Mi madre le había dado los narcisos a la abuela Lynn y subido casi inmediatamente al piso de arriba con el pretexto de ir al cuarto de baño. Todos sabían adonde iba: a mi antigua habitación.
Se quedó sola en la puerta, como si estuviera en el borde del Pacífico. Seguía siendo azul lavanda. Los muebles seguían siendo los mismos, menos una silla reclinable de mi abuela.
– Te quiero, Susie -dijo ella.
Yo le había oído decir esas palabras tantas veces a mi padre que en ese momento me sorprendieron; llevaba tiempo esperando, sin saberlo, oírselas decir a mi madre. Ella había necesitado tiempo para comprender que ese amor no iba a destruirla, y yo, ahora me daba cuenta, le había dado ese tiempo, podía dárselo porque me sobraba. Se fijó en una fotografía con marco dorado que había encima de mi antigua cómoda. Era la primera foto que yo le había hecho, el retrato secreto de Abigail antes de que su familia despertara y ella se aplicara su barra de labios. Susie Salmón, fotógrafa de la naturaleza, había captado a una mujer mirando al otro lado de su brumoso jardín de barrio residencial.
Utilizó el cuarto de baño, dejando que el agua corriera ruidosamente y moviendo las toallas. Supo de inmediato que era su madre quien había comprado las toallas de color crema, un color ridículo para unas toallas, y había bordado las iniciales, algo también ridículo, pensó. Pero con la misma rapidez se rió de sí misma. Empezaba a preguntarse si le había servido de algo su estrategia de tantos años de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo. Su madre era encantadora en su ebriedad, era juiciosa en su banalidad. ¿Cuándo debería uno liberarse no sólo de los muertos sino de los vivos, y aprender a aceptar?
Yo no estaba en el cuarto de baño, ni en la bañera, ni en el grifo; no recibía en audiencia en el espejo ni estaba en miniatura en la punta de cada cerda del cepillo de dientes de Lindsey o de Buckley. De una manera que no sabía explicar -¿habían alcanzado un estado de felicidad?, ¿volvían mis padres a estar juntos para siempre?, ¿había empezado Buckley a contarle sus problemas a alguien?, ¿se curaría de verdad mi padre?-, yo había dejado de suspirar por ellos, de necesitar que suspiraran por mí. Aunque todavía lo haría alguna vez y ellos también lo harían. Siempre.
En el piso de abajo, Hal sujetaba la muñeca de la mano de Buckley que sostenía la escobilla.
– Pásalo con mucha delicadeza por el tambor con bordón.
Y Buckley así lo hizo y levantó la vista hacia Lindsey, sentada frente a él en el sofá.
– Genial, Buck.
– Como una serpiente de cascabel.
A Hal le gustó eso.
– Exacto -dijo, y por la cabeza le pasaron imágenes de su futura banda de jazz.
Mi madre bajó por la escalera. Cuando entró en la sala, lo primero que vio fue a mi padre. Trató de darle a entender con la mirada que estaba bien, que seguía respirando, soportando la altitud.