– ¡Atención todos! -gritó mi abuela desde la cocina-. ¡Sentaos, que Samuel tiene algo que decirnos!
Todos rieron, y antes de que volvieran a cerrarse en sí mismos -les resultaba muy difícil estar juntos, aun cuando fuera lo que todos habían deseado-, Samuel entró en la sala con la abuela Lynn, que llevaba una bandeja de copas de champán, listas para ser llenadas. Él lanzó una mirada a Lindsey.
– Lynn va a ayudarme a servir -dijo.
– Algo que se le da muy bien -dijo mi madre.
– ¿Abigail? -dijo la abuela Lynn.
– ¿Sí?
– Me alegro de verte a ti también.
– Adelante, Samuel -dijo mi padre.
– Quería deciros que me alegro de estar aquí con todos vosotros.
Pero Hal conocía a su hermano.
– No has acabado, artífice de la palabra. Buck, ayúdale con una escobilla. -Esta vez dejó que mi hermano lo hiciera sin su ayuda y éste respaldó a Samuel.
– Quería decir que me alegro de que la señora Salmón haya vuelto, y que el señor Salmón también haya vuelto, y que es un honor para mí casarme con su encantadora hija.
– ¡Bien dicho! -dijo mi padre.
Mi madre se levantó para sostenerle la bandeja a la abuela Lynn, y juntas repartieron las copas por la habitación.
Mientras veía a mi familia beber champán, pensé en cómo sus vidas se habían arrastrado de acá para allá desde mi asesinato, y vi, mientras Samuel daba el atrevido paso de besar a Lindsey delante de toda la familia, que emprendían por fin el vuelo, alejándose de mi muerte.
Ésos eran los queridos huesos que habían crecido en mi ausencia: las relaciones, a veces poco sólidas, otras hechas con grandes sacrificios, pero a menudo magníficas, que habían nacido después de mi desaparición. Y empecé a ver las cosas de una manera que me permitía abrazar el mundo sin estar dentro de él. Los sucesos desencadenados por mi muerte no eran más que los huesos de un cuerpo que se recompondría en un momento impredecible del futuro. El precio de lo que yo había llegado a ver como ese cuerpo milagroso había sido mi vida.
Mi padre miró a la hija que tenía delante. La hija misteriosa había desaparecido.
Con la promesa de que Hal iba a enseñarle a hacer redobles después de comer, Buckley dejó la escobilla y los palillos, y los siete cruzaron la cocina hasta el comedor, donde Samuel y la abuela Lynn habían servido en la vajilla buena sus ziti congelados Souffer y la tarta de queso congelada Sara Lee.
– Hay alguien fuera -dijo Hal, viendo a un hombre por la ventana-. ¡Es Ray Singh!
– Hazle pasar -dijo mi madre.
– Se está yendo.
Todos salieron tras él menos mi padre y mi abuela, que se quedaron en el comedor.
– ¡Eh, Ray! -gritó Hal, abriendo la puerta y casi pisando la tarta-. ¡Espera!
Ray se volvió. Su madre estaba en el coche con el motor encendido.
– No queríamos interrumpir -le dijo Ray a Hal.
Lindsey, Samuel, Buckley y una mujer que reconoció como la señora Salmón se habían quedado amontonados en el porche.
– ¿Es Ruana? -dijo mi madre-. Por favor, invítala a pasar.
– No os preocupéis, en serio -dijo Ray sin hacer ademán de acercarse. «¿Está viendo esto Susie?», se preguntó.
Lindsey y Samuel se separaron del grupo y se acercaron a él.
Para entonces mi madre había recorrido el camino del garaje y se inclinaba hacia la ventanilla del coche para hablar con Ruana.
Ray lanzó una mirada a su madre cuando ésta abrió la portezuela para bajar del coche y entrar en la casa.
– Para nosotros, todo menos tarta -dijo a mi madre al acercarse por el camino.
– ¿Está trabajando el doctor Singh? -preguntó mi madre.
– Para variar -dijo Ruana. Vio a Ray cruzar con Lindsey y Samuel la puerta de la casa-. ¿Volverá a venir a fumarse un apestoso cigarrillo conmigo?
– Eso está hecho -dijo mi madre.
– Bienvenido, Ray. Siéntate -dijo mi padre al verlo entrar en la sala de estar. En su corazón había un lugar especial para el chico que había querido a su hija, pero Buckley se dejó caer en la silla al lado de su padre antes de que nadie más pudiera acercarse a él.
Lindsey y Samuel trajeron dos sillas de respaldo recto de la sala de estar y se sentaron junto al aparador. Ruana se sentó entre la abuela Lynn y mi madre, y Hal, solo, en un extremo.
En ese momento caí en la cuenta de que no sabrían cuándo me había marchado, del mismo modo que no podían saber las veces que había rondado una habitación en particular. Buckley me había hablado y yo le había respondido. Aunque yo no había creído que había hablado con él, lo había hecho. Me había manifestado de la forma en que ellos habían querido que lo hiciera.
Y allí volvía a estar ella, saliendo sola del campo de trigo, mientras que todas las personas que me importaban estaban reunidas en una habitación. Ella siempre me sentiría y pensaría en mí, me daba cuenta de ello, pero yo no podía hacer nada más. Ruth había estado obsesionada conmigo y seguiría estándolo. Primero por accidente y luego de manera voluntaria. Toda la historia de mi vida y de mi muerte era suya si decidía contársela a los demás, aunque fuera de uno en uno.
Ruana y Ray llevaban un rato en casa cuando Samuel empezó a hablar de la casa neogótica que había descubierto con Lindsey junto a un tramo cubierto de maleza de la carretera 30. Mientras se la describía en detalle a Abigail, explicando que había comprendido que quería casarse con Lindsey y vivir allí con ella, Ray se sorprendió a sí mismo preguntando:
– ¿Tiene un gran agujero en el techo de la habitación trasera y unas bonitas ventanas encima de la puerta principal?
– Sí -respondió Samuel, alarmando cada vez más a mi padre-. Pero eso puede repararse, señor Salmón. Estoy seguro.
– Es del padre de Ruth -dijo Ray.
Todos guardaron silencio un momento, y entonces Ray continuó:
– Ha pedido un préstamo para comprar casas viejas cuya demolición aún no se ha anunciado. Tiene intención de restaurarlas -explicó Ray.
– Dios mío -dijo Samuel.
Y yo desaparecí.
HUESOS
No te das cuenta de que los muertos se van cuando deciden dejarte de verdad. Se supone que no tienes que hacerlo. Como mucho, los sientes como un susurro o la ola de un susurro ondulándose hacia abajo. Lo compararía con una mujer en el fondo de una sala de lectura o un teatro, una mujer en la que nadie se fija hasta que sale a hurtadillas. Y entonces sólo se fijan los que están cerca de la puerta, como la abuela Lynn; para los demás es como una brisa inexplicable en una habitación cerrada.
La abuela Lynn murió varios años después, pero aún no la he visto por aquí. La imagino emborrachándose en su cielo, bebiendo cócteles de whisky con menta con Tennessee Williams y Dean Martin. Vendrá a su debido tiempo, estoy segura.
Si os soy sincera, a veces todavía me escabullo para ver a mi familia, no puedo evitarlo. Y a veces ellos todavía piensan en mí, no pueden evitarlo.
Después de su boda, Lindsey y Samuel se sentaron en la casa vacía de la carretera 30 y bebieron champán. Las ramas de los árboles habían crecido tanto que se habían metido por las ventanas del piso superior, y se acurrucaron debajo de ellas sabiendo que tendrían que cortarlas. El padre de Ruth había prometido venderles la casa si Samuel la pagaba trabajando como encargado en su negocio de restauración. Hacia el final de ese verano, el señor Connors, con ayuda de Samuel y Buckley, había despejado la parcela e instalado allí una caravana, que durante el día sería su oficina y por la noche podía ser el cuarto de estudio de Lindsey.
Al principio era incómodo, por la falta de electricidad y cañerías, y porque tenían que ir a casa de uno de sus padres para ducharse, pero Lindsey se volcó en sus estudios y Samuel en encontrar los pomos y apliques de luz de la época adecuada. Fue una sorpresa para todos cuando Lindsey descubrió que estaba embarazada.