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Ruth se cruzó con ellos, pero ellos no la vieron. Llevaba una pila de libros enorme que había tomado prestados de la señorita Kaplan, la profesora de ciencias sociales. Todos eran textos feministas de primera época, y los sostenía con el lomo contra el estómago para que nadie leyera los títulos. Su padre, contratista de obras, le había regalado dos gomas muy resistentes para llevar libros, y había puesto las dos alrededor de los tomos que tenía previsto leer en vacaciones.

Clarissa y Brian reían bobamente. Él tenía una mano dentro de la camisa de ella. Y a medida que la deslizaba poco a poco hacia arriba, aumentaban las risitas, pero ella interrumpía cada vez sus avances, retorciéndose o apartándose unos centímetros. Ruth se distanció, como solía hacer con casi todo. Habría pasado de largo como solía hacer, con la cabeza gacha, pero todo el mundo sabía que Clarissa había sido amiga mía, de modo que se quedó mirando.

– Vamos, cariño -dijo Brian-, sólo un pequeño montículo de amor. Sólo uno.

Vi cómo los labios de Ruth hacían una mueca de disgusto. Mis labios se curvaron hacia arriba en el cielo.

– No puedo, Brian. Aquí no.

– ¿Qué tal en el campo de trigo? -susurró él.

Clarissa rió nerviosa, pero se acurrucó contra él. De momento, lo rechazaría.

Poco después, alguien desvalijó la taquilla de Clarissa.

Desaparecieron su álbum de recortes, las fotos sueltas que tenía pegadas dentro de la taquilla y la marihuana que Brian había escondido allí sin que ella lo supiera.

Ruth, que nunca se había colocado, pasó esa noche vaciando el tabaco de los largos y marrones More 100 de su madre y llenándolos de hierba. Se sentó en el cobertizo con una linterna, mirando fotos mías y fumando aún más hierba de la que eran capaces de soportar los porreros del colegio.

A la señora Connors, que lavaba los platos frente a la ventana de la cocina, le llegó un olorcillo del cobertizo.

– Creo que Ruth está haciendo amigos en el colegio -comentó a su marido, que estaba sentado con su Evening Bulletin y una taza de café.

Al final de su jornada laboral estaba demasiado cansado hasta para hacer hipótesis.

– Estupendo -dijo.

– Tal vez todavía no está todo perdido.

– Nunca lo está -dijo él.

Cuando Ruth entró más tarde esa noche, tambaleándose y con los ojos soñolientos de la luz de la linterna y de los ocho More que se había fumado, su madre la recibió con una sonrisa y le dijo que tenía tarta de arándanos en la cocina. A Ruth le llevó unos días y cierta investigación no centrada en Susie Salmón averiguar por qué se había comido la tarta entera de una sentada.

El aire de mi cielo a menudo olía a mofeta, sólo un poco. Era un olor que siempre me había entusiasmado en la Tierra. Cuando inhalaba, lo sentía a la vez que lo olía. Era el miedo y la fuerza del animal combinados para formar un fuerte y persistente olor almizclado. El cielo de Franny olía a tabaco puro de primera calidad. El de Holly olía a naranjas chinas.

Me pasé días y noches enteras sentada en el cenador, observando. Veía cómo Clarissa se apartaba de mí y se volvía hacia el consuelo de Brian. Veía cómo Ruth la vigilaba tras una esquina cerca de la clase de ciencias del hogar o a la puerta de la cafetería, junto a la enfermería. Al principio, la libertad que tenía yo de ver todo el colegio era embriagadora. Observaba al ayudante del entrenador de fútbol dejar anónimamente bombones a la profesora de ciencias, que estaba casada, o a la líder de las animadoras tratando de atraer la atención del chico al que habían expulsado tantas veces de tantos colegios que hasta él había perdido la cuenta. Observaba cómo el profesor de arte hacía el amor con su novia en el cuarto del horno, y cómo el director miraba amorosamente al ayudante del entrenador de fútbol. Llegué a la conclusión de que ese ayudante era un semental en el mundo del colegio Kennet, aun cuando su mandíbula cuadrada me dejaba fría.

Todas las noches, al volver al dúplex, pasaba por debajo de anticuadas farolas que había visto una vez en la obra de teatro Nuestra ciudad. Los globos de luz colgaban en un arco de un poste de hierro. Me había acordado de ellas porque cuando vi la obra con mi familia me parecieron bayas gigantes y pesadas llenas de luz. Me inventé un juego en el cielo que consistía en colocarme de tal modo que mi sombra recogiera las bayas al ir a mi casa.

Después de observar a Ruth una noche, me encontré a Franny. La plaza estaba desierta, y las hojas empezaban a arremolinarse más adelante. Me quedé parada y la escudriñé; las arrugas de reír se arremolinaban alrededor de sus ojos y su boca.

– ¿Por qué estás temblando? -me preguntó.

Y aunque el aire era húmedo y frío, no podía confesarle que era por eso.

– No puedo evitar pensar en mi madre -respondí.

Franny me cogió la mano izquierda entre las suyas y sonrió.

Me entraron ganas de darle un beso en la mejilla o pedirle que me abrazara, pero en lugar de eso la observé alejarse, vi cómo su vestido azul desaparecía poco a poco. Yo sabía que ella no era mi madre; no podía mentirme a mí misma.

Di media vuelta y regresé al cenador. Sentí cómo el aire húmedo se enroscaba alrededor de mis piernas y brazos, y me levantaba el pelo de manera casi imperceptible. Pensé en las telarañas por las mañanas, las pequeñas piedras preciosas de rocío atrapadas en ellas, y cómo con un ligero movimiento de muñeca las destruía sin pensar.

La mañana de mi onceavo cumpleaños me había despertado muy temprano. No había nadie más levantado, o eso creí. Bajé la escalera sin hacer ruido y eché un vistazo al comedor, donde supuse que estarían mis regalos. Pero no había nada allí. La mesa estaba igual que el día anterior. Pero cuando me volví, lo vi encima del escritorio de mi madre de la sala de estar. El elegante escritorio cuya superficie siempre estaba despejada. «El escritorio de pagar facturas», como lo llamábamos. Entre papel de seda, pero todavía sin envolver, había una máquina de fotos: lo que yo había pedido con una nota gimoteante en la voz, tan convencida estaba de que no me la comprarían. Me acerqué a ella y la miré. Era una Instamatic, y junto a ella había tres carretes de fotos y un paquete de cuatro flashes cuadrados. Era mi primera máquina, mi primer equipo para convertirme en lo que quería ser de mayor: fotógrafa de la naturaleza.

Miré alrededor. No había nadie. A través de las persianas delanteras que mi madre siempre dejaba medio entornadas -«Invitadoras pero discretas»-, vi a Grace Tarking, que vivía en la misma calle e iba a un colegio privado, andando con pequeñas pesas sujetas a los tobillos. Me apresuré a poner un rollo en la máquina y empecé a acechar a Grace Tarking como acecharía elefantes y rinocerontes, o eso imaginé, cuando fuera mayor. Si aquí me escondía detrás de persianas y ventanas, allí lo haría detrás de altos juncos. Fui sigilosa, o lo que entendía por furtiva, recogiéndome el bajo del camisón de franela con la mano libre. Seguí sus movimientos pasando de la sala de estar al vestíbulo, y entrando en el despacho del otro lado. Mientras observaba cómo su silueta se alejaba tuve una idea geniaclass="underline" saldría corriendo al patio trasero, desde donde podría observarla sin restricciones.

De modo que salí corriendo a la parte trasera de la casa, y me encontré la puerta del porche abierta de par en par.

Cuando vi a mi madre, me olvidé por completo de Grace Tarking. Ojalá pudiera explicarlo mejor, pero nunca la había visto tan quieta, en cierto modo tan ausente. Estaba al otro lado del porche cubierto de tela metálica, sentada en una silla plegable de aluminio que miraba al patio trasero. En la mano tenía un platito y en el platito su consabida taza de café. Esa mañana no había marcas de pintalabios en ella porque no había pintalabios hasta que se los pintaba para… ¿quién? Nunca me había hecho esa pregunta. ¿Mi padre? ¿Quién?