Comenzó por los pequeños detalles: el cabello del hombre. Posó los ojos sobre la redonda cabeza algo pequeña que remataba el cuello vigoroso. Estaba cubierta por apretados rizos dorado rojizos que deberían haberle traído el agradable recuerdo de los cabellos de formas bien definidas que había visto en las fotografías de estatuas clásicas. Pero los rizos estaban, de alguna forma, demasiado apretados, demasiado juntos entre sí y demasiado pegados al cuero cabelludo. Le hacían rechinar los dientes, como cuando pasaba las uñas por el pelillo de una alfombra. Y los rizos dorados descendían hasta muy abajo del cuello; casi (pensó en términos profesionales) hasta la quinta vértebra cervical. Y allí se detenían de modo abrupto en una línea recta de tiesos pelos rubios.
La muchacha se detuvo para descansar las manos y se sentó sobre las piernas. La hermosa parte superior de su cuerpo ya brillaba de sudor. Se pasó el reverso del antebrazo por la frente para enjugársela y cogió la botella de aceite. Vertió aproximadamente una cucharada en la velluda meseta que se alzaba en la base de la columna del hombre, flexionó los dedos y volvió a inclinarse.
Este embrión de cola dorada que descendía por la hendidura entre las nalgas… en un amante habría sido placentero, excitante, pero en este hombre resultaba, de alguna manera, bestial. No, propio de un reptil. Pero las serpientes no tenían pelo. Bueno, eso no podía evitarlo. A ella le recordaba a un reptil. Desplazó las manos hasta los dos montes formados por los glúteos mayores. Éste era el momento en que muchos de sus pacientes, en particular los jóvenes del equipo de fútbol, se ponían a bromear con ella. A continuación, si no iba con cuidado, llegaban las propuestas. A veces ella podía silenciar estas últimas presionando con fuerza sobre el nervio ciático. En otras ocasiones, y en especial si el hombre le resultaba atractivo, se producían discusiones entre risillas sofocadas, un breve forcejeo y una rápida, deliciosa rendición.
Con este hombre era diferente, casi extraordinariamente distinto. Desde el principio mismo se había comportado como un montón de carne inanimada. En dos años jamás le había dirigido la palabra. Una vez acabada la espalda y llegado el momento de que se diera la vuelta, ni los ojos ni el cuerpo del hombre habían jamás manifestado ni una sola vez el más mínimo interés en ella. Cuando le daba unos golpecitos en el hombro, él se limitaba a rodar sobre sí y contemplar el cielo a través de los párpados semiabiertos, y ocasionalmente dejaba escapar uno de sus largos bostezos estremecedores que constituían el único indicio de que tenía alguna reacción humana.
La muchacha cambió de posición y fue masajeando lentamente la pierna derecha, desde lo alto hacia el tendón de Aqui- les. Cuando llegó a él, volvió los ojos hacia el bello cuerpo. ¿Su revulsión era sólo física? ¿Sería el color rojizo de las quemaduras del sol sobre la piel naturalmente blanca como la leche, ese aspecto como de carne asada? ¿Se trataba de la textura de la piel misma, los poros profundos y muy espaciados sobre la superficie de satén? ¿Las abundantes pecas anaranjadas que le cubrían los hombros? ¿O se debía todo a la asexualidad del hombre? ¿La indiferencia de aquellos espléndidos músculos de un relieve insolente? ¿O era más bien algo de naturaleza espiritual, un instinto animal que le decía que dentro de ese cuerpo maravilloso había una persona malvada?
La masajista se puso de pie, giró con lentitud la cabeza de un lado a otro y flexionó los hombros. Extendió los brazos a ambos lados y luego los alzó, dejándolos en alto durante un momento para aliviarlos de la congestión sanguínea. Avanzó hasta su bolso de red y sacó una toalla de mano con la que se enjugó el sudor del rostro y el cuerpo.
Cuando se volvió hacia el hombre, éste ya había rodado sobre sí y yacía con la cabeza apoyada sobre una mano abierta, contemplando el cielo con rostro inexpresivo. El brazo libre yacía extendido sobre la hierba, esperándola. Ella se arrodilló junto a la cabeza del hombre. Extendió un poco de aceite por sus manos, cogió la mano laxa semiabierta y comenzó a masajear los cortos dedos gruesos.
La joven miró nerviosamente de soslayo el rostro moreno rojizo coronado por apretados rizos rubios. A primera vista no estaba maclass="underline" era apuesto en cierto sentido, como un carnicero muy joven, con las mejillas llenas y rosadas, la nariz respingona y el mentón redondo. No obstante, mirado de cerca, había algo cruel en la boca fruncida de labios finos, una calidad porcina en las amplias fosas nasales, y la ausencia de expresión que empañaba los ojos azul muy pálido se derramaba por todo el rostro y le confería el aspecto de un ahogado, de un cadáver. Era como si, reflexionó la muchacha, alguien hubiese cogido una muñeca de porcelana y le hubiese pintado un rostro que infundiera miedo.
La masajista fue ascendiendo por el brazo hasta el enorme bíceps. ¿De dónde había sacado el hombre estos fantásticos músculos? ¿Sería boxeador? ¿Qué hacía con su cuerpo formidable? Los rumores decían que esa villa era de la policía. Los dos sirvientes masculinos eran, obviamente, algún tipo de guardias, a pesar de que se ocupaban de la cocina y la limpieza de la casa. De forma regular, cada mes el hombre se marchaba durante algunos días, y a ella le decían que no acudiera a la casa. Y de vez en cuando le decían que no fuese a la casa durante una semana, o dos, o en todo el mes. En una ocasión, tras una de estas ausencias, el cuello del hombre y la parte superior de su cuerpo se habían convertido en una masa de magulladuras. En otra, el extremo enrojecido de una herida a medio cicatrizar asomaba por debajo de treinta centímetros de escayola que le cubría las costillas a la altura del corazón. Nunca se había atrevido a preguntar por él en el hospital ni en la ciudad. Cuando la enviaron a la casa por primera vez, uno de los sirvientes le había dicho que si hablaba de lo que allí viera, iría a parar a la prisión. Cuando volvió al hospital, el jefe de personal, que nunca antes había reparado en su existencia, la hizo llamar y le dijo lo mismo. Iría a parar a la cárcel. Los dedos fuertes de la muchacha se hundían nerviosamente en el gran músculo deltoides a la altura del hombro. Siempre había sabido que se trataba de un asunto de seguridad de Estado. Tal vez era eso lo que le repugnaba de aquel cuerpo espléndido. Quizá era sólo el miedo que le inspiraba la organización que tenía ese cuerpo bajo su custodia. Cerró los ojos con fuerza ante el pensamiento de quién podría ser él, de qué podría ordenar que le hicieran a ella. Volvió a abrirlos con rapidez. Él podría haberlo advertido. Pero los ojos del hombre contemplaban, inexpresivos, el cielo.
La muchacha cogió el aceite para masajearle la cara.
Los pulgares acababan de presionar apenas las cuencas de los ojos cerrados del hombre, cuando el teléfono comenzó a sonar en el interior de la casa. El sonido llegó con impaciente insistencia hasta el jardín. De inmediato el hombre estuvo sobre una rodilla, como un corredor que espera el disparo de salida. Pero no se movió. El teléfono dejó de sonar. Se oyó el murmullo de una voz. La joven no podía oír lo que estaba diciendo, pero sonaba obediente, como tomando nota de unas instrucciones que se le transmitían. La voz calló y uno de los sirvientes apareció por un breve instante en la puerta, hizo un gesto en dirección al hombre desnudo y se perdió en el interior de la casa. A mitad del gesto, el hombre ya había echado a correr. Ella observó la bronceada espalda que desaparecía como un rayo por la puerta. Sería mejor no permitir que la encontrase allí cuando volviera a salir… sin hacer nada, tal vez escuchando. Se puso de pie, avanzó dos pasos hasta el borde de cemento de la piscina y se zambulló grácilmente.
Aunque haber conocido el nombre del hombre cuyo cuerpo masajeaba podría haber explicado sus sentimientos instintivos, para la paz mental de la muchacha era mejor que no lo supiera.