Su verdadero nombre era Donovan Grant, o Grant «el Rojo». Sin embargo, durante los últimos diez años, había sido Krassno Granitski, con el nombre clave de «Granit».
Era el jefe ejecutor de SMERSH, el aparato asesino del MGB,' y en este momento estaba recibiendo instrucciones por la línea directa del MGB, en Moscú.
1. Ministerio de Seguridad del Estado, servicio secreto soviético.
Capítulo 2
Grant colgó con suavidad el teléfono y se sentó, mirándolo.
El guardia de cabeza redonda que se hallaba de pie junto a él dijo:
– Será mejor que empieces a moverte.
– ¿Te han dado alguna pista sobre el trabajo? -Grant hablaba el ruso a la perfección, aunque con un marcado acento. Podría haber pasado por nativo de cualquiera de las provincias bálticas. Su voz era aguda e inexpresiva, como si estuviera recitando un texto de un libro aburrido.
– No. Sólo me dijeron que te necesitan en Moscú. El avión está de camino. Llegará aquí dentro de una hora. Media hora para repostar, y después de tres o cuatro horas, dependiendo del tiempo que haga, aterrizaréis en Jarkov. Llegarás a Moscú hacia medianoche. Será mejor que hagas el equipaje. Yo pediré el coche.
Grant se puso de pie con nerviosismo.
– Sí. Tienes razón. Pero, ¿no te dijeron siquiera si se trataba de una operación? Me gusta saber las cosas. Hablábamos por una línea segura. Podrían haberte dado alguna pista. Por lo general lo hacen.
– Esta vez no lo han hecho.
Grant salió con lentitud por la puerta acristalada hasta el césped. Si reparó en la muchacha que estaba sentada en el borde más alejado de la piscina, no dio señales de que así fuera. Se inclinó para recoger el libro y los dorados trofeos de su profesión, volvió a entrar en la casa y subió los pocos escalones que lo conducirían a su dormitorio.
Se trataba de una habitación desnuda y amueblada tan sólo con un somier de hierro del que las sábanas arrugadas pendían por un lado hasta el piso, una silla de mimbre, un armario sin pintar y una mesita alta con una jofaina de hojalata. El piso estaba sembrado de revistas inglesas y estadounidenses. Apilados contra la pared, debajo de la ventana, había libros en rústica de llamativas cubiertas y novelas de misterio en tapa dura.
Grant sacó una vapuleada maleta italiana de fibra de debajo de la cama. Metió dentro una selección de prendas respetables y bien lavadas que sacó del armario. A continuación se lavó apresuradamente el cuerpo con agua fría y el inevitable jabón que olía a rosas, y se secó con una de las sábanas de la cama.
Se oyó el ruido de un coche en el exterior. Grant se vistió de prisa con ropas tan sencillas y corrientes como las que había metido en la maleta, se puso el reloj de pulsera, metió sus otras pertenencias en los bolsillos, recogió la maleta y bajó las escaleras.
La puerta delantera estaba abierta. Podía ver a sus dos guardias hablando con el conductor del abollado sedán ZIS.
«Condenados estúpidos -pensó. Aún pensaba en inglés durante la mayor parte del tiempo-. Probablemente están di- ciéndole que se asegure de que suba al avión. Probablemente no pueden ni imaginarse que un extranjero quiera vivir en su condenado país.» Los fríos ojos manifestaban desprecio cuando Grant dejó la maleta en el escalón de entrada para rebuscar entre el grupo de abrigos que colgaban de ganchos en la puerta de la cocina. Encontró su «uniforme», el abrigo gris amarillento y la gorra de tela negra de la oficialidad soviética, se los puso, recogió su maleta, salió de la casa y se instaló en el asiento junto al conductor vestido de paisano, dándole un brutal golpe de hombro a uno de los guardias al pasar.
Los dos hombres retrocedieron sin decir nada, pero lo miraron con ojos duros. El conductor quitó el pie del pedal de embrague y el coche, que ya tenía una marcha puesta, aceleró con presteza por la carretera polvorienta.
La villa se encontraba situada en la costa sudoriental de Crimea, más o menos a medio camino entre Feodosija y Yalta. Era una de las muchas dachas de vacaciones para oficiales que había a lo largo de la costa montañosa preferida por todos, y que forma parte de la Riviera rusa. Grant el Rojo sabía que era un inmenso privilegio que lo alojaran allí en lugar de en alguna triste villa de la periferia de Moscú. Mientras el coche ascendía adentrándose en las montañas, pensó que sin duda lo trataban tan bien como sabían, aunque esta preocupación por su bienestar tuviera dos caras.
Realizaron el viaje de sesenta y cinco kilómetros hasta el aeropuerto de Simferopol en una hora. No había otros coches en la carretera, y los ocasionales carros de caballos de los viñedos se apartaban hasta la cuneta al oír su bocina. Como en todas las zonas de Rusia, un coche significaba un oficial, y un oficial sólo podía significar peligro.
Había rosas por todo el camino, campos de ellas alternados con viñedos, setos conformados de rosales a lo largo de la carretera y, en la entrada al aeropuerto, un vasto macizo circular de las variedades roja y blanca para formar una estrella roja sobre fondo blanco. Grant estaba asqueado de aquellas flores y deseoso de llegar a Moscú y huir de su dulce hedor.
Pasaron de largo ante la entrada del aeropuerto civil y siguieron un muro alto durante aproximadamente un kilómetro y medio, hasta la zona militar del aeródromo. Ante una alta puerta de reja, el conductor enseñó su pase a dos centinelas armados con fusiles, para luego continuar hasta el asfalto de la pista. Varios aviones se encontraban posados sobre ella, como también transportes militares de camuflaje, pequeños bimotores de entrenamiento y dos helicópteros de la marina. El conductor se detuvo para preguntarle a un hombre ataviado con mono de trabajo dónde se encontraba el avión de Grant. De inmediato se oyó un chasquido metálico procedente de la torre de control, y una voz les gritó por los altavoces:
– A la izquierda. Más adelante…, a la izquierda. Número V-BO.
El conductor ya atravesaba obedientemente la pista cuando la voz de hierro volvió a ladrarle:
– ¡Alto!
Clavó los frenos, y se oyó un alarido ensordecedor por encima de sus cabezas. Ambos hombres se agacharon de modo instintivo mientras una escuadrilla de cuatro MiG 17 aparecía desde el sol que estaba poniéndose y pasaba en vuelo rasante sobre ellos, con los frenos aerodinámicos completamente bajos para el aterrizaje. Los aviones tocaron la pista de aterrizaje uno tras otro, desprendiendo nubes de humo azul de las ruedas de proa y, con los reactores aullando, continuaron la rodadura hasta la lejana línea que marcaba el límite, para luego regresar hacia la torre de control y los hangares.
– ¡Continúen!
Pocos metros más adelante llegaron hasta un avión que lucía las letras de identificación V-BO. Se trataba de un bimotor Ilyushin 12. Una pequeña escalerilla de aluminio colgaba de la puerta de la cabina, y el coche se detuvo junto a ella. En la puerta apareció uno de los tripulantes. Descendió la escalerilla y examinó con atención el pase del conductor, así como los documentos de identidad de Grant, para luego despedir al primero con un gesto, y con otro indicarle a Grant que lo siguiera hasta el interior del aparato. No se ofreció a ayudarlo con la maleta, pero Grant subió con ella como si no pesara más que un libro. El tripulante ascendió tras él, cerró la gran escotilla con fuerza y avanzó hasta la carlinga.
Allí había veinte asientos vacíos entre los cuales escoger sentarse. Grant se acomodó en el más cercano a la escotilla y se ajustó el cinturón de seguridad. A través de la puerta abierta de la cabina le llegó un corto murmullo de conversación con la torre de control, los dos motores gimieron y tosieron al encenderse, y el aparato giró tan rápidamente como si fuera un coche, rodó hasta el inicio de la pista de despegue norte-sur y, sin más preliminares, salió disparado por ella y se elevó.