Ambos los vaciaron de un trago. El jefe gitano se acercó a ellos, limpiando la punta de su daga en un puñado de hierba. Se sentó y aceptó el vaso de raki que Bond le ofreció. Parecía bastante alegre. Bond tuvo la impresión de que la pelea había sido demasiado breve para él. El gitano dijo algo con aire socarrón.
Kerim rió entre dientes.
– Dice que lo había juzgado correctamente. Que usted mata bien. Ahora quiere que se enfrente a esas dos mujeres.
– Respóndale que incluso una de ellas sería demasiado para mí. Pero dígale que creo que son hermosas. Me alegraría si me hiciera el favor de declarar empatada la pelea. Esta noche ya han resultado muertos bastantes de los suyos. Necesitará a esas dos muchachas para que tengan hijos para la tribu.
Kerim tradujo. El gitano miró a Bond con amargura y dijo algunas palabras con acritud.
– Dice que no debería haberle pedido un favor tan difícil. Dice que tiene el corazón demasiado tierno para ser un buen luchador. Pero dice que hará lo que le pide.
El gitano hizo caso omiso de la sonrisa de gratitud de Bond. Comenzó a hablarle rápidamente a Kerim, que le escuchaba con atención, interrumpiendo de vez en cuando el flujo de palabras con alguna pregunta. El nombre de Krilencu se mencionaba con frecuencia. Kerim habló después. En su voz había una contrición profunda y no permitió que las protestas del otro le hicieran callar. Se hizo una última referencia a Krilencu. Kerim se volvió a mirar a Bond.
– Amigo mío -dijo con tono seco-, éste es un asunto curioso. Parece ser que los búlgaros recibieron orden de matar a Vavra y a tantos de sus hombres como fuese posible. Ésa es una cuestión que se explica con facilidad. Sabían que el gitano había estado trabajando para mí. Algo drástico, quizá. Pero en lo que a matar se refiere, los rusos no son muy refinados. Les gustan las muertes en masa. Vavra era uno de los objetivos principales. Yo era otro. La declaración de guerra contra mí personalmente, también puedo entenderla. Pero parece que a usted no debían causarle ningún daño. Lo describieron con todo detalle para que no hubiera errores. Eso sí que es raro. Tal vez se decidió que no debía haber repercusiones diplomáticas. ¿Quién puede saberlo? El ataque estaba bien planificado. Llegaron a lo alto de la colina dando un rodeo y descendieron con el motor apagado para que nadie los oyera. Ésta es una zona solitaria y no hay ni un policía en varios kilómetros. Me culpo a mí mismo por haber tratado a esta gente con demasiada ligereza. -Kerim parecía perplejo y desdichado. Al parecer, tomó una decisión-. Pero ya es medianoche -dijo-. El Rolls llegará dentro de poco. Nos quedan algunos asuntos de trabajo que ultimar antes de irnos a dormir. Y ya es hora de que dejemos a esta gente tranquila. Tienen muchas cosas que hacer antes de que amanezca. Hay muchos cadáveres que arrojar al Bosforo y tienen que reparar el muro. Cuando salga el sol no debe quedar ni rastro de todo este asunto. Nuestro amigo le quiere bien. Dice que debe regresar, y que Zora y Vida son suyas hasta que se les caigan los pechos. Se niega a culparme a mí por lo sucedido. Dice que debo continuar enviándole búlgaros. Esta noche murieron diez. Le gustaría recibir algunos más. Y ahora le estrecharemos la mano y nos marcharemos. Es lo único que él nos pide. Somos buenos amigos, pero también somos gajos. Y supongo que no quiere que veamos a sus mujeres llorando por los muertos.
Kerim tendió su enorme mano. Vavra la cogió y la retuvo, mientras miraba a Kerim a los ojos. Por un momento, los feroces ojos del gitano parecieron empañarse. Luego el gitano soltó la mano y se volvió hacia Bond. La mano era seca y áspera, y como protegida con un relleno, como la zarpa de un enorme animal. Los ojos volvieron a empañarse. Soltó la mano de Bond. Le habló con rapidez y tono urgente a Kerim, les volvió la espalda a ambos hombres y se alejó hacia los árboles.
Nadie alzó la vista de su trabajo cuando Kerim y Bond pasaron por la brecha del muro. El Rolls se encontraba, rutilante a la luz de la luna, a unos pocos metros calle abajo, frente a la entrada del café. Junto al chófer había sentado un hombre joven. Kerim lo señaló con una mano.
– Ése es mi décimo hijo. Se llama Boris. Pensaba que podría necesitarlo. Y así será.
– Buenas noches, señor -dijo el chico, al volverse. Bond lo reconoció como uno de los trabajadores de la oficina del almacén. Era tan moreno y delgado como el jefe de secretarios, y sus ojos también eran azules.
El coche descendió por la colina. Kerim le habló en inglés al chófer.
– Es una calle pequeña que sale de la plaza del Hipódromo. Cuando lleguemos allí, continuaremos en silencio. Ya te diré cuándo debes detenerte. ¿Tienes los uniformes y el equipo?
– Sí, Kerim Bey.
– De acuerdo. Acelera. A esta hora deberíamos estar todos en la cama.
Kerim se hundió en el asiento. Sacó un cigarrillo. Ambos se pusieron a fumar. Bond miraba las calles grises y pensaba que las farolas muy esparcidas eran el distintivo inequívoco de las ciudades pobres.
Pasó un rato antes de que Kerim hablara.
– El gitano -comentó luego- dijo que los dos tenemos las alas de la muerte sobre la cabeza. Dijo que yo debía guardarme de un hijo de las nieves y que usted debe guardarse de un hombre que está poseído por la luna. -Profirió una áspera risa-. Es el tipo de galimatías que suelen decir ellos. Pero asegura que Krilencu no es ninguno de esos hombres. Me alegro.
– ¿Por qué?
– Porque no podré dormir hasta que no mate a ese hombre. No sé si lo que sucedió esta noche tiene alguna relación con usted y su misión. Y no me importa. Por algún motivo, me han declarado la guerra. Si yo no mato a Krilencu, al tercer intento seguro que él me matará a mí. Así que ahora vamos camino de acudir a una cita con él en Samara. [21]
Capítulo 19
La boca de Marilyn Monroe
El coche corría a gran velocidad por las calles desiertas, pasando ante mezquitas sombrías desde las cuales los deslumbrantes minaretes se encumbraban hacia la luna creciente en tres cuartos de su plenitud, pasando bajo el acueducto en ruinas, atravesando el Bulevar Ataturk y corriendo ante las entradas norte del Gran Bazar, ahora cerradas. Al llegar a la Columna de Constantino, el vehículo giró a la derecha, metiéndose entre mean- drosas calles que olían a basura, para desembocar por último en una larga plaza ornamental alargada en la que tres columnas de piedra se lanzaban como una batería de cohetes espaciales hacia el cielo estrellado.
– Aminora la marcha -dijo Kerim en voz baja. Describieron un lento giro en torno a la plaza bajo la sombra de los tilos. Desde el fondo de una calle del lado este, el faro que había bajo el palacio Topkapi Saray les hizo un gran guiño amarillo.
– Para.
El coche se detuvo en la oscuridad bajo los tilos. Kerim tendió la mano hacia el tirador de la puerta.
– No tardaremos mucho, James. Usted siéntese adelante, en el asiento del conductor, y si un policía se acerca, simplemente dígale: «fíen Bey Kerim in ortagiyim». ¿Podrá recordarlo? Significa: «Soy el socio de Kerim Bey». Lo dejarán en paz.
Bond profirió un bufido.
– Muchísimas gracias, pero se sorprenderá al saber que yo voy a acompañarlos. Sin mí, será inevitable que se metan en líos. En cualquier caso, que me condenen si tengo intención de quedarme aquí a embaucar agentes de policía. Lo peor de aprender bien una sola frase es que parece que uno sepa el idioma. El policía me responderá con una andanada de turco y, cuando no pueda responderle, se olerá que hay gato encerrado. No discuta, Darko.
– Bueno, no me culpe si esto no le gusta. -La voz de Kerim era de incomodidad-. Va a ser un asesinato sin más, a sangre fría. En mi tierra, se deja que los perros dormidos se queden echados, pero si se levantan y muerden, se les pega un tiro. No se les ofrece un duelo. ¿De acuerdo?