– Lo que usted diga -replicó Bond-Me queda una bala para el caso de que usted falle.
– Venga, pues -aceptó Kerim, reacio-. Tendremos que andar un buen trecho. Ellos dos irán por otro camino.
Kerim cogió un largo bastón que tenía el chófer y un estuche de cuero. Se los echó sobre el hombro y partieron andando calle abajo hacia el guiño amarillo del faro. El sonido de sus pasos rebotaba en las cortinas de hierro de las tiendas cerradas y volvía a ellos. No se veía ni un alma, ni un gato, y Bond se alegró de no ir solo por aquella larga calle hacia el funesto ojo lejano.
Desde el principio, Estambul le había dado la impresión de ser una ciudad donde, al caer la noche, el horror sale arrastrándose de las piedras. Le parecía una urbe que los siglos habían embebido en sangre y violencia de tal manera que, cuando la luz diurna se apagaba, los fantasmas de sus muertos eran la única población. El instinto le decía, como les sucedía a otros viajeros, que Estambul era una ciudad de la que se alegraría de salir con vida.
Llegaron a un estrecho callejón maloliente que descendía una empinada colina hacia la derecha. Kerim giró en él y comenzó a bajar con pies de plomo por el adoquinado.
– Cuidado dónde pone los pies -dijo en voz baja-. «Basura» es una palabra demasiado fina para lo que mi encantador pueblo arroja a la calle.
La luna brillaba blanca sobre el húmedo río de adoquines. Bond mantenía la boca cerrada y respiraba por la nariz. Bajaba un pie después del otro, planos sobre el suelo, con las rodillas dobladas, como si descendiera por una ladera cubierta de nieve. Pensó en su cama del hotel y en el cómodo acolchado del automóvil que aguardaba bajo los tilos de dulce aroma, y se preguntó con cuántas clases de hedores espantosos más iba a tropezarse durante su presente misión.
Se detuvieron al final del callejón. Kerim se volvió hacia él con una ancha sonrisa blanca. Señaló un elevado bloque de negras sombras que había en lo alto.
– Es la mezquita del sultán Ahmet, [22] con sus famosos freseos bizantinos. Lamento no tener tiempo para enseñarle más de las bellezas de mi país. -Sin aguardar la respuesta de Bond, giró a la derecha y siguió un polvoriento bulevar, flanqueado por tiendas baratas, que descendía hacia el lejano destello que era el mar de Mármara. Caminaron en silencio durante diez minutos. Luego Kerim se detuvo y atrajo a Bond hacia las sombras.
– Ésta será una operación sencilla -comentó en voz baja-. Krilencu vive ahí abajo, junto a la vía del tren. -Con un gesto indicó vagamente un grupo de luces rojas y verdes que se veía al final del bulevar-. Se oculta en una choza que hay detrás de una valla publicitaria. La choza tiene una puerta frontal y una trampilla que conduce a la calle a través de la valla. Él cree que nadie sabe de su existencia. Mis dos hombres entrarán por la puerta frontal. Él se escapará a través de la valla. Entonces yo le dispararé. ¿Comprendido?
– Si usted lo dice.
Continuaron avanzando bulevar abajo, manteniéndose cerca de las paredes. Tras unos diez minutos, apareció a la vista la valla de seis metros de alto que remataba la intersección en forma de T que había al final de la calle. La luna se encontraba detrás de la valla y proyectaba una sombra. Kerim avanzaba ahora con más cuidado aún, posando los pies ante sí con sigilo. A unos cien metros de la valla, las sombras acababan y la luna resplandecía blanca sobre la intersección. Kerim se detuvo en el último portal oscuro y colocó a Bond ante sí, en contacto con su pecho.
– Ahora debemos esperar -susurró. Bond oyó que Kerim manipulaba algo a sus espaldas. Se oyó un suave chasquido cuando se abrió la tapa del estuche. Dejó en manos de Bond un pesado tubo fino de acero, de unos sesenta centímetros de largo, con una protuberancia en cada extremo.
– Mira telescópica. Modelo alemán -susurró Kerim-. Lente para infrarrojos. Se puede ver en la oscuridad. Échele un vistazo a ese cartel cinematográfico de allí. Esa cara. Justo debajo de la nariz. Verá el contorno de una trampilla. En línea recta desde la garita de señales del tren.
Bond apoyó el antebrazo contra la jamba de la puerta y se llevó el tubo al ojo derecho. Enfocó la zona en sombras que tenía delante. Lentamente, el negro se transformó en gris. Aparecieron el contorno de un enorme rostro de mujer y algunas letras. Ahora Bond podía leer la inscripción. Decía: «N1YAGA- RA. MARILYN MONROE VE JOSEPH COTTEN» y más abajo «NONZO FUTBOLOU». Bond descendió lentamente con el visor por la vasta masa de cabello de Marilyn Monroe, por el acantilado de su frente y por la nariz de sesenta centímetros hasta las cavernosas narinas. Sobre el cartel se distinguía un débil recuadro. Corría por debajo de la nariz y abarcaba la gran curva tentadora de los labios. Era de alrededor de un metro veinte de ancho. Desde allí habría una buena caída hasta el suelo.
Detrás de Bond sonaron una serie de chasquidos suaves. Kerim alzó horizontalmente su bastón. Como Bond había supuesto, era un arma, un rifle con culata de esqueleto que también formaba la recámara. El rechoncho cilindro de un silenciador había ocupado el sitio de la punta de goma del bastón.
– Un cañón del nuevo Winchester 88 -susurró Kerim con orgullo-. Me lo montó especialmente un hombre de Ankara. Usa cartuchos de 308 milímetros. Los cortos. Tres de ellos. Deme la mira. Quiero enfocar y apuntar a esa trampilla antes de que mis hombres entren por la puerta delantera. ¿Le molesta si uso su hombro como punto de apoyo?
– No hay problema. -Bond le pasó a Kerim la mira telescópica. Kerim la acopló a la parte superior del cañón y deslizó el arma sobre el hombro de Bond.
– Ya la tengo -susurró Kerim-. Está donde Vavra dijo que estaría. Es un buen hombre. -Bajó el arma justo en el momento en que dos policías aparecían en la esquina derecha de la intersección. Bond se puso tenso.
– No pasa nada -susurró Kerim-, Son mi hijo y el chófer. -Se llevó dos dedos a la boca. Un silbido muy bajo sonó durante una fracción de segundo. Uno de los policías se llevó una mano a la nuca. Luego ambos dieron media vuelta y se alejaron, con las botas golpeteando sonoramente los adoquines.
– Faltan pocos minutos -susurró Kerim-. Tienen que pasar por detrás de esa valla. -Bond sintió que el pesado cañón del arma volvía a deslizarse sobre su hombro derecho.
El silencio bañado de luna se vio interrumpido por un sonoro entrechocar metálico procedente de la garita de señales que quedaba al otro lado de la valla. Uno de los brazos de señales cayó. Un puntito de luz verde se hizo visible entre el grupo de las rojas. Desde lejos llegó un suave retumbar bajo, hacia la izquierda, en dirección a Cabo Serrallo. Se aproximó más y acabó por definirse en el pesado jadeo de una locomotora y el estruendo de dos coches de mercancías mal acoplados. Un débil brillo trémulo de color amarillo pasó a lo largo del terraplén izquierdo. La locomotora apareció avanzando trabajosamente por encima de la valla publicitaria.
El tren avanzó rechinando en su recorrido de ciento sesenta kilómetros hacia la frontera griega, una negra silueta quebrada contra el mar plateado, y la espesa nube de humo de su combustible de mala calidad flotó hacia ellos en el aire quieto. Cuando la luz roja del furgón de cola destelló brevemente para luego desaparecer, se oyó un retumbar profundo cuando la locomotora entró en una trinchera, y luego dos ásperos lamentos tristes cuando hizo sonar el silbato para advertir que se acercaba a la pequeña estación de Buyuk, que quedaba a un kilómetro y medio más abajo.
El retumbar del tren se apagó en la distancia. Bond sintió que el arma se apoyaba con más fuerza sobre su hombro. Forzó los ojos para ver el objetivo en sombras. En el centro del mismo, apareció un profundo recuadro de negrura.