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Con cuidado, Bond levantó la mano izquierda e hizo visera con ella para que la luz de la luna no le impidiera ver. De detrás de su oído derecho le llegó un siseo de respiración.

– Ya sale.

Por la boca del gran cartel en sombras, entre los enormes labios color violeta, semiabiertos de éxtasis, emergió la silueta oscura de un hombre y se colgó como un gusano de la boca de un cadáver.

El hombre cayó. Una barca que remontaba el Bosforo brilló en la noche como un animal insomne dentro de un zoológico. Bond sintió que una gota de sudor le bajaba por la frente. El cañón del arma descendió cuando el hombre abandonó la calzada con pasos sigilosos, en dirección a ellos.

«Cuando llegue al borde de la sombra -pensó Bond- echará a correr. Condenado estúpido, mira más adelante.»

Ahora. El hombre se dobló para atravesar a la carrera la calle deslumbrantemente blanca. Estaba saliendo de la sombra. Tenía la pierna derecha flexionada hacia delante y el hombro correspondiente alineado con ella para darse impulso.

En el oído de Bond sonó un restallido como de hacha que golpea un tronco de árbol. El hombre salió disparado hacia delante con los brazos extendidos. Se produjo un ruido seco al chocar su mentón o su frente contra el suelo.

Un cartucho vacío tintineó a los pies de Bond. Oyó el chasquido del siguiente proyectil que entraba en la recámara.

Los dedos del hombre arañaron los adoquines por un breve instante. Sus zapatos golpearon la calle. Quedó allí tendido, por completo inmóvil.

Kerim profirió un gruñido. El arma se apartó del hombro de Bond. El agente británico escuchó los sonidos que hacía Kerim al desmontar el arma y guardar la mira telescópica en el estuche de cuero.

Bond apartó los ojos de la silueta tendida en la calle, la silueta del hombre que había sido y ya no era. Tuvo un instante de resentimiento contra la vida que le hacía presenciar este tipo de cosas. El resentimiento no era contra Kerim. Este había sido el objetivo de los ataques de aquel hombre en dos ocasiones. En un cierto sentido, esto era el final de un largo duelo, en el que Krilencu había disparado dos veces contra el único disparo de Kerim. Pero Kerim era el más inteligente, el más frío y el más afortunado de los dos, y eso era todo. Sin embargo, Bond nunca había matado a sangre fría y no le había gustado observar cómo otro lo hacía, y cooperar con él.

En silencio, Kerim lo tomó por un brazo. Se alejaron con lentitud de la escena y volvieron por donde habían llegado.

Kerim pareció percibir los pensamientos de Bond.

– La vida está llena de muerte, amigo mío -comentó con aire filosófico-. Y a veces uno se convierte en instrumento de la muerte. No lamento haber matado a ese hombre. Ni tampoco lamentaría matar a cualquiera de los rusos esos que vimos hoy en la oficina. Son gente dura. Con ellos, las cosas se consiguen por la fuerza, o no se consiguen. Los rusos son todos iguales. Ojalá el gobierno de usted se diera cuenta de eso y se mostrara fuerte con ellos. Sólo una pequeña lección de modales como la que les he dado esta noche, de vez en cuando, no les vendría mal.

– En las relaciones de fuerza, uno no tiene a menudo la oportunidad de actuar con tanta rapidez y limpieza como lo ha hecho usted esta noche, Darko. Y no olvide que sólo ha castigado a uno de sus satélites, uno de los hombres que ellos siempre encuentran para que les hagan el trabajo sucio. Y le advierto -prosiguió Bond- que estoy muy de acuerdo con usted por lo que respecta a los rusos. Sencillamente no entienden el lenguaje de la zanahoria. Sólo el palo logra algún efecto. Son básicamente ma- soquistas. Adoran el azote. Por eso eran tan felices bajo Stalin. El les daba azote. No estoy seguro de cómo van a reaccionar ante los trozos de zanahoria que les están dando Kruschov y compañía. En cuanto a Inglaterra, el problema reside en que hoy por hoy está de moda darles zanahorias a todos. A los de casa y a los de fuera. Nosotros ya no enseñamos los dientes… sólo las encías.

Kerim profirió una áspera risotada, pero no hizo comentarios. Estaban ascendiendo por el callejón maloliente y no le quedaba aliento para hablar. Descansaron al llegar al final y luego echaron a andar con lentitud hacia los árboles de la plaza del Hipódromo.

– ¿Así que me perdona usted por lo de hoy? -Resultaba extraño percibir el anhelo de una respuesta tranquilizadora en la voz habitualmente bulliciosa del corpulento hombre.

– ¿Perdonarlo? ¿Perdonarlo por qué? No sea ridículo. -Había afecto en la voz de Bond-. Tenemos un trabajo que hacer y estamos haciéndolo. Me ha dejado muy impresionado. Tiene aquí un tinglado maravilloso. Soy yo quien debería disculparse. Parece que le he traído una enorme cantidad de problemas. Y usted los ha solucionado. Yo me he limitado a seguirle los pasos. Y no he llegado a ninguna parte en absoluto por lo que respecta a mi principal misión. M se estará impacientando bastante. Tal vez habrá algún tipo de mensaje en el hotel.

Pero cuando Kerim llevó a Bond a su hotel y entró con él hasta recepción, no había nada para Bond. Kerim le dio una palmada en la espalda.

– No se preocupe, amigo mío -dijo con tono alegre-. La esperanza es un buen desayuno. Tómela en abundancia. Le enviaré el coche por la mañana, y si no ha sucedido nada, pensaré en algunas aventurillas más para pasar el rato. Limpie su arma y duerma sobre ella. Los dos merecen un descanso.

Bond subió el tramo de escalera, abrió la puerta con la llave, la cerró tras de sí y volvió a echarle llave y cerrojo. La luz de la luna se filtraba a través de las cortinas. Atravesó la habitación y encendió las lámparas con pantalla rosada que había sobre el tocador. Se quitó la ropa, entró en el baño y permaneció durante unos minutos debajo de la ducha. Pensó en lo mucho más movido que había sido el sábado catorce comparado con el viernes trece. Se cepilló los dientes e hizo gárgaras con un gran sorbo de agua para librarse del sabor del día, tras lo cual apagó la luz del baño y regresó al dormitorio.

Bond apartó una de las cortinas, abrió de par en par las altas ventanas, y permaneció allí, sujetando las cortinas hacia los lados y mirando el gran bumerán curvo de agua brillante bajo la luna que viajaba por el cielo. La brisa nocturna tenía un tacto maravillosamente fresco sobre su cuerpo desnudo. Miró su reloj de pulsera. Eran las dos en punto.

Bond profirió un tremendo bostezo. Volvió a correr las cortinas. Se inclinó para apagar las luces del tocador. De pronto se tensó. El corazón se le paró durante un latido.

Desde las sombras del fondo de la habitación, le había llegado una risilla nerviosa.

– Pobre señor Bond -dijo una voz de muchacha-. Tiene que estar cansado. Venga a la cama.

Capítulo 20

Negro y rosa

Bond se volvió en un instante. Miró hacia la cama, pero tenía los ojos ciegos por haber contemplado la luna. Atravesó la habitación y encendió la lámpara de pantalla rosa que había junto al lecho. Bajo la sábana había un cuerpo largo. Una cabellera castaña se hallaba esparcida sobre la almohada. Se veían las puntas de unos dedos que sujetaban la sábana que ocultaba el rostro. Más abajo, los pechos sobresalían como colinas bajo la nieve.

Bond rió suavemente. Se inclinó hacia delante y tiró de los cabellos con suavidad. Se oyó un chillido de protesta procedente de debajo de la sábana. Bond se sentó en el borde de la cama. Tras un momento de silencio, una punta de la sábana descendió con cautela y un ojo azul grande lo inspeccionó.

– Su aspecto es muy indecoroso. -La voz estaba amortiguada por la sábana.

– ¡Y qué me dice de usted! ¿Y cómo ha entrado aquí?

– Bajando dos pisos. También yo vivo aquí. -La voz era profunda y provocativa. Tenía muy poco acento.

– Bueno, pues voy a meterme en la cama.

La sábana bajó con rapidez hasta el mentón y la muchacha se incorporó un poco contra las almohadas. Se había ruborizado.