Bajo las luces de arco, la locomotora alemana de largo chasis jadeaba agitadamente con la trabajosa respiración de un dragón agonizante de asma. Cada pesada exhalación parecía que iba a ser la última. Luego se oía otra. De los empalmes entre coches, ascendían jirones de vapor que desaparecían con presteza en el aire tibio del mes de agosto. El Orient Express era el único tren vivo que había en la estación central de Estambul, una fea madriguera de arquitectura ordinaria. Los trenes que se encontraban en las otras vías carecían de locomotora y estaban desiertos, aguardando al día siguiente. Sólo la vía número tres y su andén latían con la trágica poesía de la partida.
La sólida inscripción de bronce que se veía en el lateral del coche azul oscuro decía: «COMPAGNIE INTERNATIONA- LES DES WAGON-LITS ET DES GRANDES EXPRESS EU- ROPÉENS». Por encima de la inscripción, encajado en ranuras metálicas, se veía un letrero plano de hierro que anunciaba, en letras negras sobre fondo blanco, ORIENT EXPRESS y, debajo del mismo, en tres líneas, se leía lo siguiente:
ISTAMBUL THESSALONIKI BEOGRAD VENEZIA MILAN LAUSANNE PARIS
James Bond pasó una mirada vaga sobre los nombres más románticos del mundo. Por décima vez, miró su reloj. Las ocho y cincuenta y un minutos. Sus ojos volvieron a los letreros. Todos los nombres estaban escritos en el idioma del país, excepto Milán. ¿Por qué no habían escrito MILANO? Bond sacó el pañuelo y se enjugó el sudor de la cara. ¿Dónde demonios estaba la muchacha? ¿La habrían descubierto? ¿Se habría arrepentido? ¿Acaso habría sido demasiado brusco con ella anoche, o más bien esta madrugada, en la cama?
Las ocho y cincuenta y cinco. El quedo jadeo de la locomotora había cesado. Se oyó un resonante soplido cuando la válvula de seguridad dejó escapar el exceso de vapor. A cien metros de distancia, a través de la hormigueante multitud, Bond observó cómo el jefe de estación levantaba una mano hacia el maquinista y el fogonero, y echaba a andar lentamente hacia el final del tren, cerrando de golpe las puertas de los coches de tercera clase, colocados en cabeza. Los pasajeros, principalmente campesinos griegos que regresaban a Grecia después de haber pasado el fin de semana con sus parientes de Turquía, se asomaron a las ventanillas y comenzaron a parlotear con la multitud que atestaba el andén.
A lo lejos, donde acababan las débiles luces de arco y se veía la noche azul oscuro y las estrellas a través de la embocadura en forma de media luna del túnel de la estación, Bond vio que una luz roja cambiaba a verde.
El jefe de estación llegó cerca de él. El empleado del coche- cama, ataviado con uniforme marrón, le tocó un brazo a Bond.
– En voiture, s'il vous plait.
Dos turcos con aspecto de ricos besaron a sus amantes -eran demasiado bellas para ser sus esposas-, y con una andanada de recomendaciones acompañadas de carcajadas, subieron el pequeño pedestal de hierro y los dos altos escalones, hasta el interior del coche. En el andén no había ningún otro pasajero de coche-cama. El revisor, tras dirigir una mirada de impaciencia al inglés de elevada estatura, recogió el pedestal de hierro y subió con él al tren.
El jefe de estación pasó por su lado con paso decidido. Dos compartimentos más, los coches de primera y segunda clase y luego, cuando llegara al furgón, alzaría la sucia banderilla verde.
No se veía ninguna silueta apresurada que corriera hacia el tren desde la guichet. Muy por encima de la guichet, cerca del techo de la estación, el minutero del enorme reloj iluminado dio un salto de dos centímetros y señaló las nueve.
Una ventanilla resonó al bajar por encima de la cabeza de Bond. Él alzó la vista. Su reacción inmediata fue pensar que la trama del velo negro era demasiado abierta. La intención de ocultar la boca exuberante y los emocionados ojos azules era de aficionada.
– Rápido.
El tren había comenzado a moverse. Bond se aferró al pasamanos que desfilaba ante él y saltó al escalón. El camarero aún tenía la puerta abierta. Bond la traspasó sin prisas.
– La señora ha llegado tarde -explicó el camarero-. Ha venido hasta aquí por el pasillo. Debe de haber entrado por el último coche.
Bond avanzó por el corredor enmoquetado hasta el compartimento central. Un número siete negro se destacaba por encima de un ocho negro en el losange metálico de color blanco. La puerta estaba entornada. Bond entró y la cerró tras de sí. La joven se había quitado el velo y el sombrero negro de paja. Se encontraba sentada en un rincón, junto a la ventanilla. El largo y lustroso abrigo de cebellina que llevaba puesto estaba abierto para mostrar un vestido de seda teñido con tintes naturales que tenía falda plisada, medias de nilón color miel, y cinturón y zapatos de piel de cocodrilo, negros. Ella parecía serena.
– No tienes ninguna fe, James.
Bond se sentó junto a ella.
– Tania -dijo-, si hubiera un poco más de sitio, te echaría sobre mis rodillas y te azotaría. Has estado a punto de provocarme un infarto. ¿Qué ha sucedido?
– Nada -replicó Tatiana con aire inocente-. ¿Qué podía suceder? Te dije que estaría aquí, y aquí me tienes. Eres un hombre sin fe. Puesto que estoy segura de que mi dote te interesa más que yo, está ahí arriba.
Bond alzó los ojos con indiferencia. Junto a su maleta, en la rejilla portaequipajes, había dos maletines.
– Gracias a Dios que estás a salvo -dijo.
Algo en sus ojos, tal vez un destello de culpabilidad mientras admitía para sí que había estado más interesado en la muchacha que en la máquina, tranquilizaron a Tatiana. Retuvo la mano de él 1a suya, y se hundió con aire contento contra el respaldo.
El tren rechinó al pasar con lentitud por Cabo Serrallo. El faro iluminaba los tejados de las tristes chozas que flanqueaban la vía férrea. Con la mano que tenía libre, Bond sacó un cigarrillo y lo encendió. Reflexionó que pronto pasarían por la parte trasera de la gran valla publicitaria donde había vivido Krilencu… hasta hacía menos de veinticuatro horas. Bond volvió a ver la escena con todo detalle. La blanca encrucijada de calles, los dos hombres en las sombras, el hombre condenado deslizándose fuera de los labios púrpura.
La joven observó su rostro con ternura. ¿Qué estaría pensando aquel hombre? ¿Qué pasaría detrás de aquellos ojos horizontales, color azul grisáceo, fríos, que a veces se volvían dulces y a veces, como había sucedido la noche pasada antes de que su pasión se consumiera en sus brazos, resplandecían como diamantes? Ahora se hallaban velados por pensamientos. ¿Estaba preocupado por ellos dos? ¿Por la seguridad de ambos? Si al menos pudiera decirle que no había nada que temer, que él era sólo su pasaporte para Inglaterra… él y el pesado estuche que el director residente le había dado aquella tarde en la oficina. El director había dicho lo mismo: «Aquí tiene su pasaporte para Inglaterra, cabo -había comentado con tono alegre-. Mire. -Había abierto la cremallera del estuche-. Una Spektor flamante. Asegúrese de no volver a abrirlo y de que nadie la saque del compartimento hasta que no llegue al final de su viaje, o ese inglés se la quitará y se deshará de usted. Esta máquina es lo que ellos quieren. No permita que se la quiten, o fracasará en su misión. ¿Comprendido?»
Una garita de señales asomó en la oscuridad azul al otro lado del cristal. Tatiana vio que Bond se levantaba, bajaba la ventanilla y se asomaba hacia la noche. Su cuerpo estaba cerca de ella. La joven desplazó una rodilla para que lo tocara. Qué extraordinaria era esta apasionada ternura que la había invadido desde el momento en que lo vio la pasada noche, de pie, desnudo, ante la ventana, con los brazos alzados para sujetar la cortina, su perfil bajo el revuelto cabello negro, atento y pálido a la luz de la luna. Y luego el enredarse de sus ojos y sus cuerpos. La llama que de pronto se había encendido entre ellos, entre los dos agentes secretos, empujados a unirse desde dos campos enemigo separados por un mundo entero, cada uno implicado en un complot contra el país del otro, antagonistas por profesión y, sin embargo, convertidos en amantes por orden de sus gobiernos.