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Tatiana tendió una mano, cogió el borde de la chaqueta de él y tironeó de la misma. Bond subió la ventanilla y se volvió. Le sonrió. Interpretó el mensaje de los ojos de ella. Se inclinó, posó las manos sobre la piel de cebellina que le cubría los pechos, y la besó con fuerza en los labios. Tatiana se echó de espaldas, arrastrándolo consigo.

Se oyeron dos golpes suaves de llamada en la puerta. Bond se puso de pie. Sacó su pañuelo y se limpió con brusquedad el lápiz de labios.

– Ése debe de ser mi amigo Kerim -comentó-. Tengo que hablar con él. Le diré al revisor que haga las camas. Quédate aquí mientras las hace. No tardaré. Estaré cerca de la puerta. -Se inclinó, le tocó una mano, miró sus grandes ojos y los tristes labios semiabiertos-. Tendremos todas las noches del mundo para nosotros. Primero tengo que asegurarme de que estés a salvo. -Abrió la puerta con llave y salió.

La enorme silueta de Darko Kerim bloqueaba el pasillo. Se encontraba inclinado sobre el pasamanos de latón, fumando y mirando con malhumor hacia el mar de Mármara que retrocedía a medida que el tren serpenteaba alejándose de la costa, adentrándose en tierra, hacia el norte. Bond se inclinó sobre el pasamanos, a su lado. Kerim miró el reflejo de Bond sobre la ventanilla oscura.

– Las noticias no son buenas -dijo en voz baja-. Hay tres de ellos en el tren.

– ¡Ah! -Una descarga eléctrica recorrió la columna de Bond.

– Son los tres desconocidos que vimos en aquella habitación. Es obvio que están aquí por usted y la muchacha. -Kerim lanzó una mirada penetrante de soslayo-. Eso hace de ella un doble agente. ¿O no?

La mente de Bond estaba serena. Así que ella era un cebo. Y sin embargo, sin embargo… No, maldición. No podía estar actuando. Era imposible. ¿La máquina descifradora? Tal vez, a fin de cuentas, no estaba dentro del estuche.

– Espere un momento -dijo. Se volvió y llamó a la puerta con unos suaves golpecitos. Oyó que ella hacía girar la llave y quitaba la cadena. Entró y cerró la puerta. La joven parecía sorprendida. Había pensado que se trataba del camarero que acudía a hacer las camas.

Le dedicó una radiante sonrisa.

– ¿Has acabado?

– Siéntate, Tatiana. Tengo que hablar contigo.

Ahora ella vio la frialdad en el rostro de Bond, y su sonrisa se desvaneció. Se sentó, obediente, con las manos sobre el regazo. Bond permaneció de pie, frente a ella. ¿Había culpabilidad en su rostro, o miedo? No, sólo sorpresa, y una frialdad equiparable a la expresión de él.

– Escucha, Tatiana. -La voz de Bond era mortal-. Ha surgido algo. Debo mirar dentro del estuche y ver si la máquina está dentro.

– Cógela y mira -replicó ella con indiferencia. Se contempló las manos que descansaban sobre su regazo. Así que iba a suceder ahora. Lo que había dicho el director. Iban a apoderarse de la máquina y hacerla a un lado, quizá la harían bajar del tren. ¡Oh, Dios! Este hombre iba a hacerle eso.

Bond extendió un brazo y bajó el pesado estuche, para dejarlo luego sobre el asiento. Descorrió la cremallera hacia un lado y miró el interior. Sí, una carcasa metálica lacada en gris con tres hileras de rechonchas teclas, muy parecida a una máquina de escribir. Sujetó el estuche abierto, orientado hacia ella.

– ¿Esto es una Spektor?

Ella le echó una mirada indiferente.

– Sí.

Bond volvió a cerrar la cremallera y devolvió el estuche a la rejilla portaequipajes. Se sentó junto a la joven.

– En el tren hay tres agentes del MGB. Sabemos que son los que llegaron el lunes al centro donde trabajabas. ¿Qué están haciendo aquí, Tatiana? -La voz de Bond era suave. La observaba, la sondeaba con todos sus sentidos.

Ella alzó la vista. En sus ojos había lágrimas. ¿Eran acaso las lágrimas de un niño al que acaban de descubrir en una mentira? Pero no había ni rastro de culpabilidad en ella. Sólo parecía aterrorizada por algo.

La joven le tendió una mano y luego la retiró.

– ¿No vas a arrojarme fuera del tren ahora que tienes la máquina?

– Claro que no -respondió Bond con impaciencia-. No seas idiota. Pero tenemos que saber qué están haciendo estos hombres. ¿De qué va todo esto? ¿Sabías que estarían en este tren? -Intentó captar algún indicio en su expresión. Sólo pudo ver un gran alivio. Y ¿qué más? ¿Una expresión calculadora? ¿O reservada? Sí, ocultaba algo. Pero ¿qué?

Tatiana pareció decidirse. Se enjugó los ojos bruscamente con el reverso de una mano. Aún con el rastro de las lágrimas visible, la tendió y posó sobre una rodilla de él. Miró a Bond a los ojos, obligándolo a creerle.

– James -dijo-, yo no sabía que esos hombres estarían en el tren. Me dijeron que se marchaban hoy. Hacia Alemania. Supuse que viajarían en avión. Es todo lo que puedo decirte. Hasta que lleguemos a Inglaterra y esté fuera del alcance de mi gente, no debes hacerme más preguntas. He hecho lo que dije que haría. Estoy aquí con la máquina. Ten fe en mí. No temas por nosotros. Estoy segura de que esos hombres no tienen intención de hacernos ningún daño. Estoy absolutamente segura. Ten fe.

¿Estaba tan segura como decía?, se preguntó Tatiana. ¿Klebb le había dicho toda la verdad? Pero también ella debía tener fe, fe en las órdenes que le habían dado. Esos hombres debían de ser los guardias encargados de asegurarse de que ella no se bajaba del tren. No podían tener intención de hacerles ningún daño. Más adelante, cuando llegaran a Londres, Bond la ocultaría fuera del alcance de SMERSH, y ella le contaría todo lo que él quisiera saber. En el fondo, ya había tomado esa decisión. Pero sabía Dios lo que podría suceder si los traicionaba ahora. De alguna forma, la eliminarían, y a él también. Lo sabía. No había forma de ocultarle un secreto a esa gente. Y no tendrían compasión. Mientras representara bien su papel, todo iría bien. Tatiana miró el rostro de Bond en busca de alguna señal que indicara que le creía.

Bond se encogió de hombros y se puso de pie.

– No sé qué pensar, Tatiana -afirmó-. Sé que me ocultas algo, pero me parece que se trata de algo que, en tu opinión, carece de importancia. Y creo que tú piensas que estamos a salvo. Puede que así sea. El hecho de que estos hombres se encuentren en el tren podría ser una coincidencia. Debo hablar con Kerim y decidir qué vamos a hacer. No te preocupes. Cuidaremos de ti. Pero ahora tendremos que ir con mucho cuidado.

Bond recorrió el compartimento con los ojos. Probó la puerta de comunicación con el siguiente. Estaba cerrada con llave. Decidió que la trabaría con una cuña cuando se hubiese marchado el revisor. Lo mismo haría con la puerta que daba al pasillo. Y tendría que permanecer despierto. ¡Bien por la luna de miel sobre ruedas! Bond sonrió ferozmente para sí y pulsó el timbre para llamar al revisor. Tatiana alzaba sus ansiosos ojos hacia él.

– No te preocupes, Tania -repitió él-. No te preocupes por nada. Cuando se haya marchado ese hombre, métete en la cama. No abras la puerta a menos que sepas que soy yo. Esta noche permaneceré despierto para vigilar. Tal vez mañana lo tengamos más fácil. Trazaré un plan con Kerim. Es un buen hombre.

El revisor llamó a la puerta. Bond lo dejó entrar y salió al corredor. Kerim continuaba allí, mirando al exterior. El tren había acelerado y corría a toda velocidad a través de la noche; su áspero silbido melancólico llegaba hasta ellos al resonar en las paredes de una profunda trinchera sobre cuyos flancos danzaban y corrían las iluminadas ventanillas del coche. Kerim no se movió, pero sus ojos, reflejados en el espejo del cristal oscuro, eran vigilantes.