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Bruscamente, Bond apartó de su mente todo pensamiento de ella y se concentró en el viaje que tenía por delante.

Pronto habrían salido de Turquía. Pero, ¿serían más fáciles las cosas en Grecia? Entre Inglaterra y Grecia no había precisamente un amor loco. ¿Y Yugoslavia? ¿De qué lado estaba Tito? Probablemente de ambos. Con independencia de cuáles fuesen las órdenes de los tres hombres del MGB, o bien ya sabían que Bond y Tatiana estaban en el tren, o bien no tardarían en descubrirlo. Él y la muchacha no podían permanecer durante cuatro días en el compartimento con las cortinillas echadas. Se informaría a Estambul de su presencia a bordo; telefonearían desde cualquier estación donde pararan, y por la mañana ya se habría descubierto la desaparición de la Spektor. ¿Y entonces, qué? ¿Una apresurada gestión a través de la embajada rusa en Atenas o Belgrado? ¿Para hacer bajar del tren a la muchacha con la acusación de robo? ¿O acaso eso resultaba demasiado sencillo? ¿Y si era más complicado, si todo esto formaba parte de algún plan misterioso, de alguna tortuosa conspiración rusa…? ¿Debía él esquivarlo? ¿Debían, él y la joven, abandonar el tren en una estación cualquiera, bajar por el lado de la vía contrario al andén, alquilar un coche y, de alguna manera, coger un avión hasta Londres?

En el exterior, la luminosa aurora comenzaba a siluetear de azul los árboles y las rocas que pasaban a toda velocidad. Bond miró su reloj. Las cinco. Muy pronto llegarían a Uzunkopru. ¿Qué estaría sucediendo en el tren, a sus espaldas? ¿Qué habría logrado Kerim?

Bond se recostó en el respaldo, relajado. A fin de cuentas, había una respuesta sencilla, de sentido común, para este problema. Si, entre los dos, lograban librarse con rapidez de los tres agentes del MGB, podrían quedarse en el tren y seguir el plan original. En caso contrario, Bond sacaría a la muchacha y la máquina del tren en algún punto de Grecia, y seguiría otra ruta para regresar a casa. No obstante, si las probabilidades mejoraban, Bond era partidario de continuar adelante. Él y Kerim eran hombres de recursos. Kerim tenía un agente en Belgrado que acudiría a recibir al tren. Y siempre quedaba la embajada.

La mente de Bond sumaba los pros a toda velocidad y restaba los contras. Detrás de su razonamiento, Bond admitió con calma que experimentaba el descabellado deseo de jugar la partida hasta el final y ver de qué iba todo aquello. Quería que aquella gente continuara en el tren para poder resolver el misterio y, en caso de tratarse de algún tipo de conspiración, desbaratarla. M lo había dejado a cargo de la situación. Tenía a la muchacha y la máquina bajo su control. ¿Por qué dejarse ganar por el pánico? ¿De qué había que sentir pánico? Sería una locura escapar, y tal vez huiría de una trampa sólo para caer en otra.

El tren hizo sonar un largo silbido y comenzó a reducir velocidad.

Y ahora había llegado el momento del primer asalto. Si Kerim fallaba, si los tres hombres permanecían en el tren…

Algunos vagones de mercancías, arrastrados por locomotoras que avanzaban trabajosamente, pasaron con lentitud junto a ellos. Se vio brevemente la silueta de algunas naves industriales. Con una sacudida y un rechinar de empalmes entre coches, el Orient Express se desvió en el cambio de agujas, alejándose de la vía directa. En el exterior de la ventanilla aparecieron cuatro conjuntos de raíles entre las cuales crecía la hierba, y la larga extensión desierta del andén de descenso. Un gallo cantó. El expreso aminoró hasta la velocidad de paseo de una persona, y por último, con un suspiro de los frenos neumáticos y un sonoro bufido de escape de vapor, rechinó hasta detenerse. La muchacha se removió en sueños. Con suavidad, Bond desplazó su cabeza hasta la almohada, se puso de pie y se escabulló por la puerta.

Era una típica estación intermedia de los Balcanes: una fachada de austeros edificios de piedra con cantos demasiado afilados; un andén polvoriento al nivel del suelo, por lo que quedaba bastante distancia de descenso desde el tren; algunos pollos picoteando por los alrededores y unos cuantos oficiales pálidos y ociosos que permanecían de pie aquí y allá, sin afeitar, sin intentar siquiera parecer importantes. Hacia la parte más económica del tren, una horda de campesinos con bultos y cestas de mimbre aguardaban a que llegaran los controles de aduanas y pasaportes, con el fin de poder subir al tren y unirse a la muchedumbre del interior.

Al otro lado de la plataforma, frente a Bond, había una puerta cerrada con un letrero que decía POLIS. A través de la sucia ventana que había junto a la puerta, Bond creyó captar un atisbo de la cabeza y los hombros de Kerim.

– Passeports. Douanes!

Un hombre vestido de paisano con dos policías ataviados con uniformes color verde oscuro, que llevaban pistoleras en los cinturones negros, entraron en el corredor. El revisor del coche-cama los precedía, llamando a las puertas.

Ante la puerta número doce, el revisor pronunció un indignado discurso en turco, tendiendo ante sí una pila de billetes de tren y pasaportes, y abriéndolos en abanico como si se tratara de un mazo de cartas. Cuando hubo acabado, el hombre vestido de paisano, indicándoles con un gesto a los dos policías que avanzaran, llamó a la puerta con unos golpecitos rápidos y, cuando la abrieron, entró en el compartimento. Los dos policías se quedaron fuera, de guardia.

Bond avanzó de lado por el corredor. Pudo oír un parloteo en alemán deficiente. Una voz era fría, y la otra asustada y acalorada. El pasaporte y el billete de herr Kurt Goldfarb habían desaparecido. ¿Los había retirado herr Kurt Goldfarb de la cabina del revisor? Desde luego que no. ¿Había llegado a entregar herr Kurt Goldfarb sus documentos al revisor? Naturalmente. En ese caso, se hallaban ante un desafortunado incidente. Habría que realizar una investigación. Sin duda, la legación alemana de Estambul aclararía el asunto (Bond sonrió ante esta sugerencia). Entre tanto, lo lamentaban, pero herr Goldfarb no podría continuar el viaje. Sin duda podría proseguir al día siguiente. Herr Goldfarb debía vestirse. Su equipaje sería transportado a la sala de espera.

El hombre del MGB que irrumpió en el pasillo era el de tipo europeo, el más joven de los «visitantes». Su atezado rostro estaba verde de miedo. Tenía el pelo revuelto y sólo iba vestido con la parte inferior del pijama. Pero no había nada cómico en la desesperada agitación con que avanzó pasillo abajo. Rozó a Bond al pasar. Ante la puerta número seis, se detuvo y se rehízo. Llamó a la misma con tenso control. La puerta se abrió con la cadena puesta y Bond atisbo una gruesa nariz y parte de un bigote. Quitaron la cadena de la puerta, y Goldfarb entró. Se produjo un silencio, durante el cual el hombre de paisano examinó los documentos de dos ancianas francesas que ocupaban los compartimentos nueve y diez, y la documentación de Bond.

El oficial apenas miró el pasaporte de Bond. Lo cerró con brusquedad y se lo entregó al revisor.

– ¿Viaja usted con Kerim Bey? -preguntó en francés. Sus ojos tenían una mirada remota.

– Sí.

– Merci, monsieur. Bou voyage.- El hombre le hizo un saludo militar. Giró sobre sí y llamó con unos golpecitos a la puerta número seis. Ésta se abrió y él la traspasó.