Grant dijo, hablando con tono paciente y de forma clara:
– Tengo un montón de documentos secretos. Ahí fuera. En las bolsas de cuero de la motocicleta. -Tuvo una idea luminosa-. Tendrá usted serios problemas si no se los entregan al servicio secreto.
El oficial les dijo algo a los soldados, y éstos retrocedieron.
– No tenemos servicio secreto -respondió en un inglés carente de soltura-. Siéntese y rellene este formulario.
Grant se sentó ante el escritorio y rellenó un largo formulario que contenía preguntas para cualquiera que desease visitar la zona orientaclass="underline" nombre, dirección, naturaleza de los asuntos que lo llevaban allí, y demás. Entre tanto, el oficial habló suave y brevemente por teléfono.
Para cuando Grant acabó, dos militares más, suboficiales con gorras de infantería verde grisáceo y galones de rango en sus uniformes color caqui, habían entrado en la habitación. El oficial de frontera entregó el formulario, sin mirarlo, a uno de ellos, y los hombres se llevaron a Grant al exterior y lo metieron, junto con su motocicleta, en la parte trasera de una furgoneta cubierta, cuya puerta cerraron con llave tras él. Después de una rápida carrera de un cuarto de hora, la furgoneta se detuvo, y cuando Grant salió de ella se encontró con que estaba en el patio trasero de una gran construcción nueva. Lo llevaron al interior del edificio, lo trasladaron en ascensor a un piso superior y lo dejaron a solas en una celda sin ventanas. No contenía nada más que un banco de hierro. Pasada una hora durante la cual, suponía él, habían examinado los documentos secretos, lo llevaron a una cómoda oficina donde, tras el escritorio, se encontraba sentado un oficial que lucía tres hileras de condecoraciones y los galones dorados de un coronel.
El escritorio estaba vacío, excepto por un cuenco de rosas.
Diez años más tarde, Grant miraba por la ventanilla del avión hacia un amplio conjunto de luces que se hallaba a seis mil metros más abajo, y que supuso que era Jarkov; su reflejo en la ventanilla le sonrió sin alegría.
Rosas. A partir de aquel momento su vida no había sido otra cosa que rosas. Rosas, rosas todo el tiempo.
Capítulo 3
– ¿Así que le gustaría trabajar en la Unión Soviética, señor Grant?
Había pasado media hora y el coronel del MGB estaba aburrido con la entrevista. Pensaba que ya le había extraído todos los datos militares de algún interés a aquel desagradable soldado británico. Unas pocas palabras para recompensar al hombre por el rico botín de secretos que le habían proporcionado sus bolsas de correo, y luego el hombre podría bajar a las celdas y, en el momento oportuno, ser embarcado hacia Vorkuta u otro campo de trabajo.
– Sí, me gustaría trabajar para ustedes.
– ¿Y qué trabajo podría hacer, señor Grant? Tenemos muchos trabajadores no cualificados. No necesitamos conductores de camiones y -el coronel sonrió fugazmente-, si hay que practicar boxeo, tenemos muchos hombres capaces de boxear. Dos posibles campeones olímpicos entre ellos, por cierto.
– Soy un experto en matar personas. Lo hago muy bien. Me gusta.
El coronel vio la roja llama brillando en los ojos azul pálido. Pensó: «Habla en serio. Además de ser desagradable, está loco.» Contempló a Grant con frialdad, preguntándose si merecería la pena malgastar comida para alimentarlo en Vorkuta. Tal vez sería mejor hacerlo fusilar. O arrojarlo de vuelta al sector británico y dejar que su propia gente se preocupara por él.
– Usted no me cree -dijo Grant, con impaciencia. Aquél era el hombre equivocado, la sección incorrecta-. ¿Quién se encarga del trabajo duro de ustedes por aquí? -Estaba seguro de que los rusos tenían algún tipo de escuadrón asesino. Todo el mundo decía que así era-. Déjeme hablar con ellos. Mataré a alguien para ellos. A quien quieran. Ahora.
El coronel lo miró con amargura. Tal vez sería mejor que informara del asunto.
– Espere aquí. -Se levantó y salió de la oficina, dejando la puerta abierta. Apareció un guardia que se apostó en la entrada y clavó los ojos en la espalda de Grant, con la mano en la pistola.
El coronel se encaminó a la habitación siguiente. Estaba vacía. En el escritorio había tres teléfonos. Levantó el receptor que comunicaba con la línea directa de la oficina del MGB en Moscú. Cuando el operador militar respondió, él di jo:
– SMERSH.
Cuando SMERSH respondió, pidió para hablar con el jefe de Operaciones. Diez minutos más tarde colgó el receptor. ¡Qué suerte! Una solución sencilla, constructiva. Con independencia del camino que tomara, saldría bien. Si el inglés tenía éxito, sería espléndido. Y aun en el caso de que fracasara, crearía muchísimos problemas en el sector occidentaclass="underline" problemas para los británicos porque Grant era uno de los suyos, problemas con los alemanes porque el atentado asustaría a muchos de sus espías, problemas con los estadounidenses porque ellos aportaban la mayor parte de los fondos para la red Baum- garten, y ahora pensarían que la seguridad de Baumgarten no era buena. Satisfecho de sí mismo, el coronel regresó a su oficina y volvió a sentarse ante Grant.
– ¿Habla en serio?
– Por supuesto que sí.
– ¿Tiene buena memoria?
– Sí.
– En el sector británico hay un alemán llamado doctor Baumgarten. Vive en el apartamento número 5 del 22 de Kur- fürstendamm. ¿Sabe dónde está eso?
– Sí.
– Esta noche, será usted devuelto con su motocicleta al sector británico. Se le cambiarán las placas de matrícula. Su gente estará buscándolo. Le llevará un sobre al doctor Baumgarten. La inscripción especificará que debe ser entregado en mano. Con su uniforme y ese sobre, no tendrá ninguna dificultad. Dirá que el mensaje es tan privado que debe ver al doctor Baumgarten a solas. Entonces lo matará. -El coronel hizo una pausa. Sus cejas se alzaron-. ¿Sí?
– Sí -replicó Grant, imperturbable-. Y si lo consigo, ¿me darán más trabajos como éste?
– Es posible -contestó el coronel, con indiferencia-. Primero debe demostrar lo que puede hacer. Cuando haya concluido su cometido y regrese al sector soviético, puede preguntar por el coronel Boris. -Pulsó un timbre y entró un hombre vestido de paisano. El coronel hizo un gesto hacia él-. Este hombre le dará comida. Más tarde le entregará el sobre y un cuchillo afilado de manufactura estadounidense. Se trata de un arma excelente. Buena suerte.
El coronel extendió un brazo para coger una rosa del cuenco, cuyo perfume aspiró con deleite.
Grant se puso de pie.
– Gracias, señor -se despidió con tono cordial.
El coronel no respondió ni alzó los ojos de la rosa. Grant siguió al hombre vestido de paisano al exterior de la oficina.
El avión rugía sobrevolando el territorio central de Rusia. Habían dejado atrás los altos hornos que ardían a lo lejos, al este de Stalino [3] y, al oeste, la cinta plateada del Dniéper que se bifurcaba en Dnepropetrovsk. [4] El charco de luz que rodeaba Jarkov había señalado la frontera de Ucrania, y el resplandor menor de la población del fosfato de Kursk había aparecido y desaparecido. Ahora, Grant sabía que la sólida negrura ininterrumpida de allá abajo ocultaba la estepa donde billones de toneladas de grano ruso susurraban y ondulaban en la oscuridad. Ya no habría más oasis de luz hasta que, dentro de una hora, hubiesen cubierto los restantes cuatrocientos ochenta kilómetros que los separaban de Moscú.
Porque a estas alturas, Grant lo sabía todo de Rusia. Tras el rápido, limpio, sensacional asesinato de un vital espía de Alemania Occidental, Grant apenas había acabado de escabullirse de vuelta al otro lado de la frontera y había llegado más o menos a tientas hasta el «coronel Boris», cuando lo vistieron con ropas de paisano, le pusieron un casco de aviador que cubrió su cabello y lo metieron precipitadamente en un avión vacío del MGB que lo condujo directamente a Moscú.