Cinco minutos después la puerta volvió a abrirse de par en par. El hombre de paisano, ahora erguido con aire de autoridad, llamó a los policías mediante un gesto. Les habló con aspereza en turco. Se volvió hacia el compartimento.
– Considérese bajo arresto, mein herr. El intento de sobornar a un oficial constituye un delito grave en Turquía.
Se oyó un airado clamor en el alemán deficiente de Goldfarb. Fue interrumpido en seco por una dura frase pronunciada en ruso. Un Goldfarb diferente, un Goldfarb con ojos enloquecidos, salió del compartimento y avanzó a ciegas hasta el número doce, donde entró. Un policía permaneció en el exterior de la puerta, esperando.
– Y ahora sus documentos, mein herr. Por favor, avance. Debo verificar esta fotografía. -El oficial alzó el pasaporte alemán de tapas verdes para observarlo a la luz-. Avance, por favor.
Reacio, con el pesado rostro pálido de ira, el hombre del MGB que llevaba el nombre de Benz salió al corredor ataviado con una bata de seda azul brillante. Los duros ojos pardos miraron a los de Bond e hicieron caso omiso de él.
El hombre de paisano cerró el pasaporte y se lo entregó al revisor.
– Sus documentos están en regla, mein herr. Y ahora, si tiene la amabilidad, su equipaje. -Entró, seguido del segundo policía. El hombre del MGB se volvió de espaldas a Bond y observó el registro.
Bond reparó en el bulto que se apreciaba bajo el brazo izquierdo de la bata y en el borde de un cinturón en torno a la cintura. Se preguntó si debería advertir disimuladamente al hombre de paisano. Decidió que sería mejor guardar silencio. Podrían retenerlo como testigo.
El registro había concluido. El hombre de paisano hizo un frío saludo militar y continuó pasillo abajo. El hombre del MGB volvió a entrar en el número seis y cerró la puerta de un golpe tras de sí.
Lástima, pensó Bond. Uno de ellos se les había escabullido.
Bond regresó a la ventanilla. Un hombre corpulento que llevaba un sombrero de fieltro y tenía un inflamado forúnculo en la parte trasera del cuello era escoltado a través de la puerta donde estaba el letrero que decía POLIS. Corredor abajo, una puerta se cerró de golpe. Goldfarb, escoltado por el policía, bajó del tren. Con la cabeza gacha, atravesó el polvoriento andén y traspasó la misma puerta.
La locomotora hizo sonar el silbato, uno de tipo diferente, el valiente silbato penetrante de un maquinista griego. La puerta del coche-cama se cerró con un sonido metálico. El hombre vestido de paisano y el segundo policía aparecieron caminando hacia la estación. El guarda que estaba junto a la parte trasera del tren miró su reloj de pulsera y extendió el brazo de la mano que sujetaba la banderita. Se produjo una sacudida y un decrescendo de explosivos resoplidos producidos por la locomotora. La sección frontal del Orient Express comenzó a moverse. La sección que seguiría la ruta norte y traspasaría el Telón de Acero -a través de Svilengrado, en la frontera búlgara, a sólo veinticuatro kilómetros de allí- quedó junto al andén, esperando.
Bond bajó la ventanilla y echó una última mirada de despedida a la frontera turca que se alejaba, donde dos hombres se encontrarían sentados en una sala desnuda, en una situación que equivalía a sentencia de muerte. Dos pájaros han caído, pensó Bond. Dos de tres. Las probabilidades parecen más respetables.
Contempló el andén muerto, polvoriento, con sus pollos y la pequeña silueta negra del guarda, hasta que el tren cogió el cambio de agujas y se sacudió bruscamente al entrar en la única vía principal. Miró a lo lejos, por encima del feo campo agostado, hacia el dorado sol que ascendía saliendo de la llanura turca. Iba a ser un día hermoso.
Bond se retiró, apartando su cabeza del fresco aire dulce de la mañana. Subió la ventanilla con un golpe seco.
Tomó una decisión. Se quedaría en el tren y llegaría hasta el final de aquel asunto.
Capítulo 23
Café caliente del pobremente abastecido coche bar al pasar por Pithion (no habría coche restaurante hasta mediodía), una visita indolora del control de pasaportes y aduanas griegos, y luego las camas fueron plegadas y el tren corrió hacia el sur, en dirección al golfo de Enez, situado en el extremo superior del mar Egeo. En el exterior, había más luz y color. El aire era más seco. Los hombres de las pequeñas estaciones y los campos eran apuestos. Girasoles, maizales, viñas y plantaciones de tabaco maduraban al sol. Era, como había dicho Darko, otro día.
Bond se lavó y afeitó bajo los divertidos ojos de Tatiana. Ella aprobaba el hecho de que él no se pusiera aceite en el pelo.
– Es un hábito sucio -comentó-. Me habían dicho que muchos europeos lo tenían. En Rusia ni pensaríamos en hacer algo así. Ensucia las almohadas. Pero resulta extraño que los de Occidente no os pongáis perfume. Todos nuestros hombres lo hacen.
– Nosotros nos lavamos -replicó Bond con tono seco.
En el ardor de las protestas de ella, se oyó un golpe de llamada en la puerta. Era Kerim. Bond lo dejó entrar. Kerim le hizo una reverencia a la muchacha.
– Qué escena doméstica tan encantadora… -comentó con tono alegre, sentando su voluminoso cuerpo en el extremo más cercano a la puerta-. Raras veces he visto una pareja de espías más guapa que la vuestra.
Tatiana lo miró con el ceño fruncido.
– No estoy acostumbrada a las bromas occidentales -comentó con frialdad.
La risa de Kerim resultó desarmante.
– Ya aprenderá, querida mía. Los ingleses son grandes bro- mistas. Allí se considera conveniente hacer broma sobre absolutamente todo. También yo he aprendido a bromear. Eso mantiene los engranajes engrasados. Esta mañana he estado riendo muchísimo. Esos pobres tipos de Uzunkopru. Me habría gustado estar allí cuando la policía llamó por teléfono al consulado alemán en Estambul. Eso es lo peor de los pasaportes falsos. No son difíciles de hacer, pero resulta casi imposible falsificar también el certificado de nacimiento… los expedientes del país que supuestamente los ha expedido… Me temo que las carreras de sus dos camaradas han llegado a un triste final, señora So- merset.
– ¿Cómo lo hizo? -inquirió Bond mientras se anudaba la corbata.
– Con dinero e influencias. Quinientos dólares al revisor. Un poco de charla seria con la policía. Fue una suerte que nuestro amigo intentara sobornar al oficial. Una lástima que ese astuto Benz de al lado -hizo un gesto hacia la pared- no se involucrara. No podría repetir el truco del pasaporte. Tendremos que usar otro método con él. Con el tipo de los forúnculos fue fácil. No sabía una sola palabra de alemán, y viajar sin billete es un asunto grave. Bueno, el día ha comenzado favorablemente. Hemos ganado el primer asalto, pero a partir de este momento, nuestro amigo de al lado será muy cuidadoso. Ahora ya sabe a qué atenerse. Tal vez sea mejor así. Habría sido una molestia tener que mantenerlos escondidos a los dos durante todo el día. Ahora podemos movernos, incluso almorzar juntos, siempre y cuando lleve las joyas de la familia consigo. Tenemos que vigilarlo para ver si hace una llamada telefónica desde alguna de las estaciones. Pero dudo de que sea capaz de abordar el problema de las llamadas telefónicas desde Grecia. Es probable que espere hasta que lleguemos a Yugoslavia. Pero allí tengo mi maquinaria. Podremos conseguir refuerzos en caso de necesitarlos. Este será un viaje de lo más interesante. En el Orient Express siempre hay emociones -Kerim se puso de pie y abrió la puerta-, y romance. -Sonrió antes de salir-, ¡Vendré a buscarlos a la hora del almuerzo! La comida griega es peor que la turca, pero incluso mi estómago está al servicio de la reina.
Bond se levantó y echó la llave a la puerta.
– ¡Tu amigo no es kulturnyl -le espetó Tatiana-. Es desleal al referirse a la reina de esa manera.
Bond se sentó junto a ella.
– Tania -dijo con paciencia-■, ése es un hombre maravilloso. También es un buen amigo. Por lo que a mí respecta, puede decir lo que le dé la gana. Está celoso de mí. Le gustaría tener una muchacha como tú. Así que te provoca. Es una forma de coquetear contigo. Debes tomarlo como un cumplido.